jueves, 7 de julio de 2022

La irradiación de Madame Sabatier

 


Roberto Calasso


Madame Sabatier era una bella mantenida, que recibía escritores y artistas los cuales podían corresponderle (como Flaubert) con billetes de gran galantería e incluso con mezquina acidez masculina (como los Goncourt, que la calificaron de “cantinera para faunos”). Otros compartían ocasionalmente su cama. Probablemente Madame Sabatier ostentaba la alegría, la salud y la inescrupulosidad como una profesión. Sabía que debía ser así para mantener en pie su teatro. Baudelaire, que la amaba, pero demostró en ocasiones no querer una relación de hecho con ella –tal vez solo para no complicar todavía más la madeja en que vivía enredado- fue el único que captó aquello que se podría llamar el secreto de Madame Sabatier (que es pues el mismo de Rita Hayworth en Gilda y muchas otras): “Es duro oficio el de ser bella mujer, / Es el trabajo banal / De la bailarina loca y frívola congelada / En una sonrisa maquinal”. Tal vez durante muchos siglos muchas mujeres, de legendaria o en cualquier caso celebrada belleza, esperaban un poeta que nombrase aquella sensación que vivían y callaban cada día. Tal vez por miedo de topar con la mirada maliciosa del primer hombre o -todavía peor- de la primera mujer no tan bella que se hubiera atrevido mencionar.   

Mientras sus otros adoradores –y no los más insignificantes, sino Gautier y Flaubert- dirigían a Madame Sabatier afectos pesadamente alusivos, Baudelaire le dirigió un día el elogio más delicado que –se puede presumir- le fuera dado acoger en su rico repertorio. Y no fue en verso, sino en la prosa de una carta anónima que acompañaba el poema más tarde titulado La Antorcha Viviente: “Por otra parte has estado sin duda tan saciada, tan abrumada por la adulación que solo una cosa puede halagarte ahora, y es saber que haces el bien -aun sin saberlo-, incluso durmiendo, simplemente viviendo”. Solo el poeta de las flores del mal habría podido definir con tal inmediatez algo todavía más difícil de nombrar: una flor del bien. También él de una reputación impecable.

La irradiación de Madame Sabatier debió ser en verdad benéfica. En los mismos días de aquella carta, Baudelaire se veía obligado a empeñar sus ropas para seguir adelante. Pero no por ello descuidaba su costumbre de confiar ciertos libros a los mejores encuadernadores de la época, como Lortic y Capé. Cuando ofreció a la madre una copia de la poesía de Poe, le recomendó enseguida entregarla, de parte suya, a “M. Capé, encuadernador de la Emperatriz, calle Dauphine”. Añadía algunas recomendaciones (sobre todo de no doblar los márgenes), y concluía: “En cuanto a la ligadura, Capé conoce mis ideas”. El cuidado y atención a lo superfluo, aun cuando carecía de lo necesario: regla de vida del dandy, similar a una regla monástica.  


Ciò che si trova solo in Baudelaire, Adelphi, 2021, p. 73. 


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