jueves, 6 de enero de 2022

Pavor



Carlos Montenegro 


Comenzó a descalzarse pretendiendo penetrar con la mirada la oscuridad en la que la blancura de las sábanas era solo un presentimiento.

Como el disgusto ocasionado por la carencia de fósforos y el miedo que acababa de pasar, le tenían los nervios en punta, tiró bruscamente, uno tras otro, los zapatos debajo de la cama, en la cual, después de acostarse, se fue tranquilizando poco a poco.

Al rato sonrió acordándose de su hermano; sintiéndose orgulloso de él, de la seguridad con que andaba por aquellas calles tan simétricas, tan semejantes las unas a las otras que parecían gemelas; calles de inmensos edificios llenos de la pretensión de barrenar el ciclo. Además, ¿no era digna de admirarse la soltura con que hablaba aquella lengua bárbara, que a él se le hacía sin modulaciones: aullidos semejantes entre sí, como las calles, gemelos los unos a los otros? Sí, era admirable su serenidad en aquella urbe donde todo era confusión. Por algo la llamaban la Babel Moderna.

Ahora en su mente —tenía los ojos abiertos sin ver nada en la absoluta oscuridad, sin más ruidos que el monótono tic-tac del despertador barato que desesperaba encima de la mesa de noche, aumentando el silencio— se atropellaban los recuerdos del día y de la víspera, tal cual si la confusión que emanaba de la ciudad se le hubiese metido en el cerebro.

Ora se destacaba uno, ora otro que rápidamente era opacado, sustituido por otro distinto, hasta que por fin, tal vez por la atención que en él había despertado, o porque fue origen del miedo que acababa de sufrir, reprodujo clarísimamente la escena de su presentación a los vecinos de la casa.

Tornó a sonreír, un poco molesto, por la cortedad que mostró en ese acto. Hasta más tarde no le hizo gracia el barajeo de su neto y vulgarísimo “tanto gusto” con los aullidos exóticos e ininteligibles de las señoras reunidas en el hall de la casa.

Se estremeció acordándose de un detalle de la escena de presentación, causa de su pánico. Cuando después de saludar a las señoras reunidas en coro se dirigió a una que, separada del grupo, parecía estar en espera de su turno, el hermano, le había detenido violenta y férreamente por el brazo. Al volverse, extrañado, lo halló palidísimo.

—¿Qué? ¿Qué te sucede?

Su hermano, sin responder palabra, después de saludar rápido y nervioso a las señoras algo inmutadas, lo llevó hasta el cuarto y allí le dijo, todavía con un ligero temblor contagioso en los labios:

—Es una lazarina, leprosa; esa mujer está leprosa, no la toques jamás, hermano.

A través de la inquietud que le había ocasionado el peligro corrido, le pareció recordar en aquel rostro semicubierto por un ligero velo, manchas rojizas y azulosas, fosforescentes como escamas de pez y vagamente imaginó que la mujer había hecho ademán de extenderle la diestra, toda corroída por el mal, una mano larga, enflaquecida, en la que asomaban desnudas, descarnadas materialmente, las falanges de los dedos tal cual si las hubiese metido en algún ácido corrosivo...

Tornó ahora a estremecerse y a echar de menos los fósforos. Los ojos abiertos, apagados por la oscuridad, ensayaron otra vez en ella la impotencia de la mirada.

Le extrañó que en aquella ciudad tan rica se alumbrase la gente con gas y se dijo que su hermano no debió dejarlo solo en aquel lazareto. 

¿Por qué lo había dejado solo? Se sonrió: sí, él sabía por qué su hermano se había mudado de alojamiento. Cuando de niños dormían juntos siempre reñían porque sus pies tropezaban, y la noche anterior se despertaron tres veces por la misma razón.

La primera vez se comentó el caso alegremente, como un dulce recuerdo de la infancia, a la segunda el hermano se había reído, a la tercera encogió las piernas, se revolvió en la cama y sin decir palabra se quedó dormido nuevamente.

¿Sería por eso? Sin acordarse más de la leprosa se dio a pensar en su hermano con fruición. Hacía una hora apenas que lo acompañara hasta la puerta de la casa, después de llevarlo al teatro, del que salieron tardísimo. Todas las luces en la casa estaban apagadas. Completamente a oscuras la escalera y los corredores. Al final de uno de ellos, el de la derecha, estaba su cuarto. ¿El de la derecha? 

Le restaba seguridad el fenómeno de la confusión que la simetría monótona de la ciudad le hizo sufrir desde que desembarcó en ella. Pero, no obstante... sí, no cabía la más ligera duda, era el último cuarto del corredor de la derecha.

Al pensar que no tenía fósforos se acordó instantáneamente de que en la casa se alumbraban con gas y bajó rápido la escalera con la esperanza de alcanzar todavía a su hermano. La calle estaba desierta. Por temor a perderse no quiso alejarse demasiado, y además pensó que a aquella hora todos los establecimientos estaban cerrados...

Esperar a un transeúnte para pedirle un fósforo era poco menos que imposible. ¿Quién iba a entenderse con aquellos salvajes?

Recordó haber leído en un magazine que un individuo mató impunemente a otro que lo detuvo en la calle a altas horas de Ia noche pidiéndole candela para encender su cigarro, alegando que aquello fue un pretexto para robarle. Decididamente debía acostarse a oscuras. Entró en la casa y al cruzar por el hall divisó, bañado por el reflejo amarillento de la luna, macabro, el sillón de la leprosa. Un escalofrío lo estremeció. Bajo aquella impresión, a tientas, se internó en el corredor derecho siguiéndolo hasta el final. Mientras caminaba admitió la posibilidad de que de alguna de aquellas puertas saliese la mano descarnada, corroída, llena de lepra, a estrecharle la suya que se adentraba tanteando como la de un ciego y bruscamente las guardó en el bolsillo. Entró en el cuarto malhumorado contra el crispamiento de los nervios que sentía agarrotársele y ya encerrado, mientras se desnudaba, el principio de pánico se disolvió en disgusto...

Hacía lo menos una hora que todo esto había ocurrido, ahora solamente le restaba un ligero desvelo producido sin duda alguna por el ruidoso tic-tac del despertador, demasiado cerca de la cama. Mejor lo llevaría a un rincón del aposento.

Se levantó, y al alargar el brazo para cogerlo, todos los nervios de su cuerpo se le contrajeron y saltaron flagelándolo. 

¡Aquel reloj era cuadrado y el que su hermano le dejó era redondo! La mano crispada sobre el reloj comenzó a temblarle produciendo sobre el mármol de la mesa de noche un ruido semejante al fallo de la chispa de un motor.

¡Era redondo!

Tuvo como una lucidez y se acordó, por encima de su terror, de la torpe confusión que hacía dos días lo aquejaba. Todo estaba explicado. ¡Qué redondo, ni redondo!, cuadrado y bien cuadrado era el reloj, lo demás: confusión, simple confusión emanada de aquella ciudad maldita por el soplo de Dios, como la antigua Babel enloquecida.

Lentamente, con un ligero temblor de piernas, consecuencia de los choques sufridos, llevó el despertador a un rincón de la estancia y volvió a acostarse. 

Al desperezarse en la cama y tropezar seguramente con un pliegue de las sábanas, tuvo la leve impresión de que era un pie humano y se acordó de las riñas infantiles con su hermano mayor.

¡Cómo se iba a reír cuando le contase los miedos que había pasado! Se arrebujó bien entre las sábanas y al unir su cara con la almohada la sintió húmeda en tanto un olor raro, indefinido, como un lejano olor a polvos de aristol, olor de lepra, le penetró por las narices hasta el cerebro a la vez que su oído, independizado del estridente ruido del reloj, sintió algo semejante a una respiración entrecortada, jadeante, afanosa...

Sentándose en la cama alargó los brazos suplicantes y un estertor se escapó de su garganta: su mano había tropezado en el aire con las falanges de los dedos carcomidos de la leprosa en cuya cama estaba acostado.


Orto, Año XXVII, no. 2, enero de 1928. 

Imagen: Martin Lewis. 


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