Christopher Domínguez Michael
No es lo mismo ser patriota que nacionalista.
Mientras que un nacionalista suele batirse por abstracciones (raza, soberanía,
Estado), un patriota combate por franjas más concretas y precisas como la
tierra natal, algunos recuerdos, ciertas personas. Al menos así lo creía Eliseo
Reclus, aquel geógrafo y anarquista francés. Un libro como Mea Cuba de Guillermo Cabrera Infante es un insólito testimonio de
patriotismo. A lo largo de 600 páginas, compuestas de artículos escritos entre
1968 y 1992, Cabrera Infante ratifica el inmenso poder corrosivo de la prosa de
combate que no ceja de ridiculizar a Fidel Castro y a su tiranía. Pero Mea Cuba no es una denuncia más de la
sevicia del régimen castrista. Es una obra escrita en una de las prosas más
punzantes del castellano contemporáneo. Y con esa fuerza, la de la dignidad de
las palabras, Cabrera Infante dibuja con sabrosa precisión al dictador, rescata
a la cultura cubana del secuestro y se autorretrata como uno de aquellos
escritores latinoamericanos, tan escasos hoy día, que han sabido defender su
verdad por encima de la servidumbre ideológica.
La sorna y la ironía son un veneno letal,
aunque moroso, en el cuerpo de los tiranos. Por ello, cada vez que Fidel Castro
aparece en Mea Cuba, el lector ríe ante el grotesco espectáculo de un hombre
sin grandeza, a quien la aberración histórica convirtió en dueño de la isla. Y
tras Castro van desfilando los rostros de las víctimas y de los verdugos, de
los tontos útiles y de los turistas del trópico revolucionario. La trama del
castrismo alcanza a ser develada con mayor audacia en el texto consagrado a la
centenaria tradición del suicidio en Cuba. Desde José Martí hasta los
revolucionarios defenestrados o decepcionados, el suicidio parece ser la forma
electiva que la rebelión individual ha tomado entre los cubanos.
Cabrera Infante confiesa odiar a Castro como
un judío odia a Hitler. Esa renuncia a la complicidad “objetiva”, a las
circunstancias atenuantes de todo tipo que tan útiles han sido para justificar
a Castro en los cinco continentes, es una de las virtudes totales de Mea Cuba. El odio de Cabrera Infante es
un odio con método. Todas y cada una de las historias trágicas registradas en Mea Cuba están sustentadas en fuentes
tan precisas como fidedignas. Exiliado desde 1965, Cabrera Infante no ha
perdido un día fuera de cuba, acopiando toda la información necesaria para
socavar la telaraña de mentiras que sostiene a Castro desde hace más de treinta
años.
El metódico desprecio que Cabrera Infante
siente por los propagandistas extranjeros del castrismo –Gabriel García
Márquez, Graham Greene, Julio Cortázar y tantos otros –no impide que comprenda
las contracciones de personeros literarios del régimen como Alejo Carpentier o
Nicolás Guillén. Cabrera Infante analiza con severidad no exenta de simpatía
por las debilidades humanas tanto la cobardía del gran novelista –que obedeció
a Castro tras haber servido a Pérez Jiménez- como la comedia de equivocaciones sufrida
por el poeta mulato, obsesionado por el prestigio que le otorgó la revolución.
Y, desde luego, la hiel de Cabrera Infante se vuelve ternura para sus muertos,
aquellas víctimas, fuera y dentro de Cuba, del totalitarismo: Calvert Casey,
Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas, Néstor Almendros, el comandante Arcos.
Los editores mexicanos de Mea Cuba advierten al lector sobre la importancia del libro para
quienes no somos cubanos. Tienen razón. Ya es hora que los mexicanos hagamos
nuestro propio examen de conciencia en relación a la cuba castrista. Es probable
que sea mi generación, la de quienes nacismos precisamente cuando el triunfó la
revolución cubana en Cuba, la que mayor provecho saque de Mea Cuba, pues crecimos identificando, para bien o para mal, a la
isla con su comandante. Es enriquecedor que Cabrera Infante nos recuerde la
importancia de una cultura cubana que existió antes de Castro y sabrá
reaparecer. En Mea Cuba flota el recuerdo de La Habana cosmopolita y brillante
del ajedrecista Capablanca o de ese cuentista maravilloso que fue Lino Novás
Calvo, aquella Cuba que era, nada menos, que la puerta del Nuevo Mundo y que
hoy es uno de los últimos reductos de la podredumbre del siglo XX.
México es, y da vergüenza decirlo, un país
cuyas élites políticas e intelectuales padecen esa castroenteritis que Cabrera Infante diagnostica como una desastrosa
epidemia internacional ¿Quién pedirá cuentas a Echeverría y López Portillo por
su tierna amistad con Castro? ¿Qué clase de prensa “democrática” tenemos,
eterna cronista del fraude del país electoral, pero anonadada con el
maravilloso espectáculo de las “elecciones” cubanas? ¿Qué tipo de confianza
podemos otorgar a la vocación democrática de la oposición neocardenista cuando
considera que la libertad política es buena para Michoacán pero no para Cuba?
¿Hasta cuándo estaremos escuchando a los universitarios morralinos solidarizarse con todos los pueblos del universo
mientras llaman gusanos a los desterrados cubanos? Ya es hora de analizar ese
equívoco que emparenta al juarismo con el castrismo y que ha llegado hasta el
pueblo llano. Y no puede dejar de recordarse a ese teórico de la democracia en
México que ha comparado a Castro con Montesquieu. Si alguno de los piadosos peregrinos
que “van por Cuba” quiere regresar a tiempo, hará bien en leer Mea Cuba de Guillermo Cabrera Infante.
1993
Christopher Domínguez Michael:
Servidumbre y grandeza de la vida
literaria, 1998, Editorial Joaquín Mortiz, México, D. F., pp. 42-44.
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