Carlos Pellicer
A Enrique González Martínez.
Los grupos de palmeras
—edad de 20 a 30, estado célibe,
libre oficio— secundan el poema.
Ceñir la brisa o desnudar el viento,
inaugurar el mundo cada día,
esas palmeras son Río de Janeiro.
Una tarde en avión las vi bañarse
en aguas repentinas que surgían
del fragmento de tierra de las alas.
Los grupos de palmeras
—idénticos detalles—
siguen las curvas altas del poema.
La mañana en que abrí mis corazones
—eterno amor de ti, mujer morena—
cuatro palmeras reales
me anunciaron tu voz y tu belleza.
Palmera real, cintura luminosa, rodeos de la danza
final de todo viaje
a cielo azul. ¡Se pierde la esperanza
y una palmera real es el paisaje!
En las noches de Asuán
sube la Cruz del Sur. Ninguna noche
como esas noches. Llegan del desierto
caravanas de estrellas. Los prismas de alabastro
su eterna espuma aprietan. El silencio
cuenta granos de arena. Tengo vida
para mil años, hoy. Una palmera
le da pausa al verso y lo reúne
al haz de la creación. En un remanso
pule el Nilo el estanque reflector
del objeto infinito. Otra palmera
da el aire de la música.
Los grupos de palmeras
—edad de 15 a 20, estado célibe,
libre oficio— secundan el poema.
A 90 kilómetros por hora
pasan las palmeras rumbo a todas luces.
Cruje el tren de quietud y echo las manos
al papel tropical que suma y sigue,
de mis grupos de palmas al sarcófago,
la divina inquietud.
Claras, ligeras, jóvenes y ofrenda.
Lloro mis corazones y
cuelgo la hamaca azul en dos palmeras.
Asuán-Luxor, abril, 1929.
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