El acto [lectura de poemas en el Instituto de
Cultura Hispánica] se celebró en noviembre de 1966 y asistió bastante gente. Me
imagino que en gran parte por la curiosidad de oír al hijo de Leopoldo Panero.
A la salida, Brines me presentó a Gastón Baquero, y así empezó una relación que
fue para mi memorable. Cuando año y medio después se publicó A través del
tiempo, Baquero lo presentó.
Gastón era una persona de una simpatía y una
gracia extraordinaria, tenía un sentido del humor y una inteligencia fuera de
lo común. Es uno de los escritores que más me ha deslumbrado. Entre 1966 y 1973
(mi último año en Madrid) nos vimos con frecuencia. Él sabía de todo y, además,
sin pedantería. En cuanto a la poesía, su libro Memorial de un testigo (1966),
lo considero una obra fundamental de la poesía contemporánea. El hecho de que
fuera gusano, cosa muy mal vista en la época en la que todo el mundo posaba de
castrista, y además negro y homosexual, le generaba una serie de marginaciones
especialmente injustas.
Gastón era un hombre que vivía en unas
condiciones difíciles. Tenía un puesto en la revista Mundo Hispánico, que editaba el Instituto de Cultura Hispánica, y
hacía algunas colaboraciones para el departamento de exterior de Radio Nacional
de España. A pesar de ir malviviendo, era un hombre de una generosidad
extraordinaria. Recuerdo que le ofrecí que escribiese un artículo para la
revista Selecciones, y el día que le
llevé el dinero me invitó a cenar a uno de los restaurantes más caros de
Madrid, y se gastó casi entero el pago de la colaboración.
Años después, Marina y yo le invitamos a comer
a casa y Marina preparó una comida excelente, regada con buenos vinos, pero él
ya se había presentado con una botella de Grand Marnier, una cesta de frutas
tropicales y una primera edición de Juan Ramón Jiménez, de regalo.
Aunque no lo sé seguro, tengo la sensación de
que El desencanto no le gustó. Él había mantenido una buena amistad con mi
padre en La Habana y guardaba un buen recuerdo de él, e incluso escribió un
estudio sobre su obra, que formó parte de un interesante libro, Darío, Cernuda y otros temas poéticos.
Nuestro
último encuentro tuvo lugar en Madrid en 1992, cuando me invitaron a la semana
de autor dedicada a Álvaro Mutis. Allí, después de tantos años, casi veinte sin
verlo, me encontré con un hombre viejo y cansado, una penosa sombra de lo que
había sido.
Sin
rumbo cierto. Memorias conversadas con Fernando Valls, Barcelona, TusQuets Editores, 2000, pp. 75-76.
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