Jaime Torres Bodet
Aquella ciudad se caía,
por los atajos de la sierra,
en calles de juguetería.
Como en las tarjetas postales,
estaban llenas de palomas
las iglesias municipales,
y tenía una antigua fuente
que, como un corazón cansado,
se secaba súbitamente.
¡No había en esa población
más gente adulta que el silencio
ni más ciudadano que el sol!
Todos los niños del planeta
estaban allí reunidos
comiendo frutas en las huertas,
saltando tapias al vergel
y dejando, en las horas muertas,
untadas sus risas de miel.
Un arroyo de plata viva
cortaba el campo y la ciudad
en dos mitades de alegría.
El campo era de los pájaros
y la población, de los niños.
El cielo a todos hace hermanos.
No vi, en las calles, más que un viejo:
mi corazón que, al inclinarse,
de un manantial hizo un espejo.
Cuando partí, llevaba lleno
el recuerdo de sol hermoso
y me sentía alegre y bueno.
Los que me veían pasar
me sonreían desde lejos
y se ponían a cantar,
y una muchacha que encontré
me dio vergüenza de ser joven
y siempre —¡siempre!— la querré...
Social, junio
de 1925, p. 19.
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