Mario Vargas Llosa
Como en
la última etapa de su vida se dedicó a lanzar fulminaciones bíblicas contra la
decadencia de Occidente y a defender un nacionalismo ruso sustentado en la
tradición y el cristianismo ortodoxo, se había vuelto una figura incómoda,
hasta antipática, y ya casi no se hablaba de él. Ahora que, a sus 89 años, un
ataque cardíaco acabó con su vida, se puede formular un juicio más sereno sobre
este intelectual y profeta moderno, acaso el escritor que más tumultos y
controversias haya provocado en todo el siglo veinte.
Digamos,
ante todo, que su corazón resistiera 89 años las indescriptibles penalidades
que debió afrontar -la guerra mundial contra el fascismo, las torturas y el
confinamiento de tantos años en los campos de exterminio soviético, el cáncer,
el exilio de otros tantos años en el páramo siberiano, la persecución y la
censura, las campañas de calumnia y descrédito, la expulsión deshonrosa y la
privación de la ciudadanía, el secuestro de sus manuscritos, etcétera- es un
milagro de la voluntad imponiéndose a la carne miserable, una prueba inequívoca
de que aquella potencia del espíritu para sobreponerse a la adversidad no es
sólo patrimonio de los héroes epónimos que glorifican las religiones e inventan
las sagas y los cantares de gesta, pues encarna a veces, de siglo en siglo, en
alguna figura tan terrestre y perecedera como el común de los mortales.
No fue un gran creador, como lo fueron sus
compatriotas Tolstoi y Dostoievski, pero su obra durará tanto o más que la de
ellos y que la de cualquier otro escritor de su tiempo como el más desgarrado e
intenso testimonio sobre los desvaríos ideológicos y los horrores totalitarios
del siglo XX, las injusticias y crímenes colectivos de los que fueron víctimas
entre 30 y 40 millones de personas, una cifra tan enorme que vuelve abstracto y
casi desvanece en su gigantismo astral lo que fue el miedo cerval, el dolor
inconmensurable, la humillación y los tormentos psicológicos y corporales que
precedieron y acompañaron el exterminio de esa humanidad por la demencia
despótica de Stalin y del sistema que le permitió convertirse en uno de los más
crueles genocidas de toda la historia.
Archipiélago
Gulag es mucho más que una obra maestra: es una
demostración de que, aun en medio de la barbarie y el salvajismo más
irracionales, lo que hay de noble y digno en el ser humano puede sobrevivir,
defenderse, testimoniar y protestar. Que siempre es posible resistir al imperio
del mal y que si esa llamita de decencia y limpieza moral no se apaga a la
larga termina por prevalecer contra el fanatismo y la locura autoritaria.
No es un
libro fácil de leer, porque es denso, prolijo y repetitivo, y porque desde sus
primeras páginas una asfixia se apodera del lector, una terrible
desmoralización por la suciedad moral y la estupidez que anima los crímenes
políticos, las torturas, las delaciones, los extremos de ignominia en que
verdugos y víctimas se confunden, el miedo convertido en el aire que se
respira, con el que hombres y mujeres se acuestan y se levantan, y los recursos
ilimitados de la imaginación dogmática para multiplicar y refinar la crueldad.
Todo aquello viene hasta nosotros a través de la literatura, pero no es literatura,
es vida vivida o mejor dicho padecida año tras año, día a día, en el desamparo
y la ignorancia totales, sin la menor esperanza de que algo o alguien venga por
fin a poner punto final a semejante agonía.
¿De dónde
sacó fuerzas este hombre del común, oscuro matemático, para resistir todo
aquello y, una vez salido del infierno, volver a él y dedicar el resto de su
vida a reconstruirlo, documentarlo y contarlo con minuciosa prolijidad, sin
olvidar una sola vileza, maldad, pequeñez o inmundicia, para que el resto del
mundo se enterara de lo que es vivir en el horror?
Había en
Solzhenitsin algo de esa estofa de la que estuvieron hechos esos profetas del
Antiguo Testamento a los que hasta en su físico terminó por parecerse: una
convicción granítica que lo defendía contra el sufrimiento, un amor a la verdad
y a la libertad que lo hacían invulnerable a toda forma de abdicación o de
chantaje. Fue uno de esos seres incorruptibles que nos asustan porque su sola
existencia delata nuestras debilidades. Cuando las circunstancias lo obligaron
a dejar su amado país -porque lo increíble es que amó siempre a Rusia con la
inocencia y la terquedad de un niño, pese a todas las pruebas que su país le
infligió- creyó que, en el mundo occidental al que llegaba, iba a ver confirmado
todo aquello con lo que, en el aislamiento del gulag y
la tundra siberiana, había soñado: una sociedad donde la libertad fuera tan
grande como la responsabilidad de los ciudadanos, donde el espíritu prevalecía
sobre la materia, la cultura domesticaba los instintos y la religión humanizaba
al individuo y fomentaba la solidaridad y la conducta moral.
Como esa
visión del Occidente era tan ingenua como su patriotismo, el espectáculo con el
que se encontró le causó una decepción de la que nunca se curó: ¿para eso les
servía la libertad y la democracia a las privilegiadas gentes del Occidente?
¿Para acumular riquezas y derrocharlas en la frivolidad, el lujo, el hedonismo
y la sensualidad? ¿Para fomentar el cinismo, el egoísmo, el materialismo, para
dar la espalda a la moral, al espíritu, para ignorar los peligros que
amenazaban esos valores cívicos, políticos y morales que habían traído la
prosperidad, la legalidad y el poderío al Occidente?
Desde
entonces comenzó a tronar, con acento olímpico, contra la degeneración moral y
política de las sociedades occidentales y a encasillarse en esa idea utópica de
que Rusia era distinta, de que en ella, a pesar del comunismo, y tal vez debido
a esos 80 años de expiación política y social, podía venir, con la caída del
régimen soviético, ese ideal que combinara el nacionalismo y la democracia, la
vida espiritual y el progreso material, la tradición y la modernidad, la
cultura y la fe. Lo extraordinario es que, en los años finales de su vida,
Solzhenitsin identificara semejante utopía con el autoritarismo de Vladimir
Putin y legitimara con su enorme prestigio moral al nuevo autócrata de Rusia y
callara sus desafueros, sus recortes a la libertad, sus atropellos políticos y
sus matonerías internacionales.
Ahora
bien, que se equivocara en esto no rebaja en modo alguno la extraordinaria
hazaña política e intelectual que fue la suya: emerger del infierno
concentracionario para contarlo y denunciarlo, en unos libros cuya fuerza
documental y moral no tienen paralelo en la historia moderna, unos libros sobre
los que habrá siempre que volver para recordar que la civilización es una
delgada película que puede quebrarse con facilidad y precipitar de nuevo a un
país en el infierno del oscurantismo y la crueldad, que la libertad, una conquista
tan preciosa, es una llamita que, si dejamos que se apague, estalla una
violencia que supera todas las peores pesadillas que han pintado los grandes
visionarios de la maldad humana, los horrores dantescos, las atrocidades del
Bosco o de Goya, las fantasías sadomasoquistas del divino marqués. Archipiélago Gulag mostró que, tratándose de
crueldad, el fanatismo político puede producir peores monstruosidades que el
delirio perverso de los artistas.
Yo nunca
lo conocí en persona, pero estuve cerca de él, en Cavendish, el pueblecito del
estado de Vermont, en Estados Unidos, donde vivió de 1976 a 1994, en el exilio.
"Vale la pena que vayas allá sólo para que veas cómo lo cuidan los
vecinos", me había dicho mi amigo Daniel Rondeau, uno de los pocos que
consiguió cruzar la casita-fortaleza en que vivía encerrado, escribiendo. Fui,
en efecto, y pregunté por él a la primera persona que encontré, una señora que
abría a paladas un caminito entre la nieve. "No quiero molestar al señor
Solzhenitsin", le dije, "sólo ver su casa de lejos. ¿Me puede indicar
dónde está?". Sus indicaciones me llevaron al borde de un abismo. Pregunté
a tres o cuatro personas más y todas me engañaron y desviaron de la misma
manera.
Por fin,
un bodeguero me confesó la verdad: "Nadie en la vecindad le mostrará la
casa del señor Solzhenitsin. Él no quiere que lo molesten y nosotros en el
pueblo nos encargamos de que sea así. Lo mejor que puede usted hacer ahora es
irse". Estoy seguro que todas las banderas de las casas del bello pueblecito
nevado de Cavendish flotan hoy día a media asta.
Tomado de El País, 10 de agosto de 2008
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