Pedro Marqués de Armas
Haneke tituló su tercera película
"71 fragmentos de una cronología del azar" -título envidiable y algo
endiablado. Fue el cierre de su trilogía experimental, donde ya está contenido,
sin dilución, el Haneke que vendrá después: tal vez el cineasta que mejor explora
la post-modernidad.
Su argumento por excelencia, la
violencia, se desarrolla aquí desde las premisas habituales: el desafío a la
lógica, la gratuidad de las concatenaciones, el mundo como pliegue de la imagen
televisiva, como radical irrealidad.
Un estudiante de 19 años, frustrado
de manera perenne, se lleva por delante en una sucursal bancaria a quienes
concurren allí -por azar- un día antes de la Navidad de 1993: varios de esos
amargados pero a fin de cuentas ordinarios personajes que la cinta nos depara
en sus sucesivos, recurrentes y en apariencia hilados fragmentos.
Triunfa la fuerza expresiva de la
imagen sobre cualquier narrativa, incluso, el azar sobre el montaje. Un montaje
para el azar, donde el único en salvarse (accidentalmente) es el último en
entrar en la historia: un niño emigrante que debió salvarse a su vez (también
de milagro) de la guerra de los Balcanes.
El filme empieza con lo que parecen ser bombas cayendo, pero resultan luces reflejadas en una suerte de
lagunato del que habría que escapar.
Para seguir con las insinuaciones de
costumbre (en Haneke siempre diabólicas): un dios invocado que no escucha, una
huérfana maléfica en proceso de adopción, un anciano que parlotea al teléfono y
se responde a sí mismo, el robo de unas armas en un almacén. Todo, por las
armas, se diría.
Reportajes televisivos sobre las
guerras en África y Sarajevo, y el affaire Michael Jackson, se
intercalan con los relatos de catorce sujetos convocados por el fracaso, y como
dije más arriba, la gratuidad.
El joven sale de la sucursal bancaria
después de descargar el arma homicida sucesivas veces, y la sigue descargando
-en un plano cenital inigualable- contra varios coches que frenan
abruptamente en sus piernas. Se dirige a su automóvil, receptáculo de frustraciones,
y allí se escucha un último disparo.
La película, de 1994, se inspiró en
un crimen corriente. Haneke lo adaptó a su gusto, es decir, lo descompuso a su
modo perturbador.
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