Robert Walser
Una tarde, después de cenar, salí deprisa hacia el lago que ya no recuerdo bien en qué oscura y lluviosa melancolía estaba envuelto. Me senté en un banco colocado bajo las ramas abiertas de un sauce, y mientras me abandonaba a cavilaciones vagas, me imaginé que no estaba en ninguna parte, idea esta que me proporcionó un bienestar singularmente atractivo. Era maravillosa la imagen de tristeza junto al lago lluvioso, en cuyas aguas, cálidas y grises, caía una lluvia diligente y cautelosa, si se me permite la expresión. Mi anciano padre de blancos cabellos se presentó en mi mente, convirtiéndome en el acto en un crío tímido e insignificante, mientras la imagen de mi madre se unía al chapoteo suave y quedo de las delicadas olas. Con el vasto lago mirándome, vi la infancia que a su vez me contemplaba con ojos claros, bellos, bondadosos. Olvidaba por completo dónde me encontraba y volvía a saberlo. Algunas personas paseaban en silencio y con cuidado por la orilla, arriba y abajo; dos jóvenes obreras se sentaron en el banco vecino y empezaron a charlar entre ellas, y fuera, en el agua, en el lago encantador, donde se difundía suavemente el llanto benigno y apacible, los amantes de la navegación se deslizaban en lanchas o barquillas, con paraguas abiertos por encima de sus cabezas, una visión que me hizo fantasear que me encontraba en China, en Japón o en cualquier otro país fantástico, poético. Caía una lluvia dulce, mansa, sobre el agua, y estaba tan oscuro... El pensamiento dormía y un momento después velaba. Un barco de vapor se adentró en el lago; sus luces doradas brillaban en el agua reluciente, plateada y oscura que sostenía al hermoso barco, como si se regocijara por la fabulosa aparición. Poco después llegó la noche y con ella la orden amable de levantarse del banco bajo los árboles, alejarse de la orilla y emprender el regreso a casa.
Traducción: Rosa Pilar Blanco
Sueños. Prosa de la época de Biel (1913-1920), Ediciones Siruela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario