Juan Goytisolo
Comencé a escribir Las
virtudes del pájaro solitario en febrero de 1986. Lo hice en un estado de
tensión extrema, cuando sólo la lectura de San Juan de la Cruz me procuraba un
remanso precario de serenidad. Dos meses antes, había contraído una dolencia
intestinal que ningún tratamiento médico lograba curar y cuyos síntomas
coincidían con los de la pandemia que diezmaba las filas de mis amigos. Estaba
convencido de la intrusión en mi organismo del «monstruo de las dos sílabas» y
no me decidía a acudir a un laboratorio de análisis serológicos, temeroso de
que confirmara mis aprensiones. Fueron unas semanas de creatividad intensa, en
las que compuse la secuencia de la aparición de la zancuda del cuadro de
Félicien Rops, que ilustraba la cubierta de la primera edición de Makbara, en el Hammam Voltaire. Este
establecimiento, inaugurado según la Doña por Napoleón III y la emperatriz
Eugenia, se había convertido cien años después en una inmensa colmena de abejas
libadoras de mieles y de zánganos de aguijón bien dispuesto que solía visitar
los domingos en compañía de mi fiel leñador de Anatolia, y en cuyos salones y
pasillos me cruzaba a veces con Roland Barthes, Severo Sarduy y Néstor
Almendros. Recuerdo el día que, tras haberme resuelto a afrontar la ordalía de
las pruebas en un centro médico de la Rue de Richelieu, recogí el sobre que
creía fatídico y, con una mezcla de incredulidad y alivio, comprobé mi dichosa
seronegatividad. Libre ya de la anterior angustia, la pasión sanjuanista y el
lenguaje de la mística prosiguieron no obstante su aguijadora imantación.
Estaba corrigiendo las galeradas de En
los reinos de taifa y me vi obligado a interrumpir la tarea: entregué el
texto a mi editor sin revisar el capítulo primero, que fue publicado en bruto y
no corregí sino en ediciones posteriores. El tema de la muerte y del contagio
físico y «contaminación» de las ideas y palabras me poseía por entero. El tren
me aguardaba en el andén y no podía dejarlo partir y quedarme en la estación.
Nunca he escrito con tanta precisión y fe ciega sobre un tema tan elusivo y
complejo como el que se desenvuelve a lo largo de la novela. Tenía la impresión
de que alguien (¿quién?) lo había programado en mi mente y de que yo me
limitaba a seguir su dictado; de que el autor era otro, y mi trabajo, el de un
mero escribidor. Lo cierto es que redacté y agrupé las secuencias en el orden
en que fueron impresas. La belleza y diafanidad de Cántico espiritual era la vara de zahorí que me orientaba en las
aguas secretas de las que bebía el mejor poeta de nuestra lengua. Si el Libro de buen amor fue matriz de Makbara, los versos de Subida del monte Carmelo y de Canciones entre el alma y su esposo
inspiraron una obra que aspira a devolver a la literatura española las páginas
que su autor, en el brete de ser prendido por los Calzados, tuvo que rasgar y
tragarse, atrancado en su casita de la Encarnación. Las circunstancias de su
detención, encierro y castigo –en un calabozo oscuro, angosto y asfixiante como
una tumba– por orden del visitador Jerónimo Tostado, nítidamente expuestas en la
excelente biografía de fray Crisógeno de Jesús, se entremezclan en la novela
con citas textuales de estos versos únicos, cuyas fluctuaciones y cambios
oníricos han analizado estudiosos del temple de Jean Baruzi, Michel de Certeau,
Colin Peter Thompson y, entre nosotros, de José Ángel Valente, Antonio Saura y
Andrés Sánchez Robayna. La poesía de Juan de Yepes, una rara avis en Occidente, sólo admite comparaciones con la de algunos
místicos del islam, como Omar Ibn al Farid, a quien el reformador carmelita no
pudo conocer pese a sus secretas afinidades, expuestas por la arabista
puertorriqueña Luce López Baralt. Sus «canciones», a la vez límpidas y
enigmáticas, me incitaron a componer un libro de estas características
–realidades cambiantes, levitaciones, acronías– en mi diálogo con el árbol de
la literatura y sus ramales, frondas, esquejes y plantas adventicias.
Preguntas, preguntas y más preguntas:
¿era posible descifrar las oscuridades del texto, hallar una clave
explicativa unívoca, desentrañar su sentido oculto mediante el recurso a la
alegoría, circunscribir sus ambigüedades lingüísticas, establecer una rigurosa
crítica filológica, buscar una significación estrictamente literal, acudir a
interpretaciones éticas y anagógicas, enderezar su sintaxis maleable,
esclarecer los presuntos dislates, paliar su señera y abrupta radicalidad,
estructurar, disponer, acotar, reducir, esforzarse en atrapar su inmensidad y
liquidez, capturar la sutileza del viento con una red, inmovilizar sus
inasibles fluctuaciones y cambios oníricos? (...) ¿no sería mejor anegarse de
una vez en la infinitud del poema, aceptar la impenetrabilidad de sus misterios
y opacidades, liberar tu propio lenguaje de grillos racionales, abandonarlo al
campo magnético de sus imantaciones secretas, favorecer la onda de su
expansión, admitir pluralidad y simultaneidad de sentidos, depurar la
incandescencia verbal, la llama y dulce cauterio de su amor vivo? ¡Pasajes y
pasajes de belleza enigmática, incoherencia reveladora de la ebriedad y
consumación gozosa del alma, entronque esotérico con la cábala y experiencia
sufí, audaz apropiación del Otro en el verso Amada en el Amado transformada!
En las secuencias que componen el primer capítulo del libro,
la escritura planea a vuelo de pájaro desde la aparición del «monstruo de las
dos sílabas» en la Sauna de las Saunas parisiense hasta el balneario de Yalta
–trasunto de la casa de reposo para escritores descrito en el capítulo «La
máquina del tiempo» de En los reinos de
taifa– en el que se han refugiado, en un estado de inquietante quietud, los
supervivientes del exterminio. Planeo que prosigue desde la devastación y
muerte del barrio gay de Christopher Street en el West Village neoyorquino
hasta la redada de «pájaros» en La Habana y su envío subsiguiente a las
Unidades Militares de Ayuda a la Producción, esos «jardines de concentración»
en los que el actor Jorge Ronet, entrevistado como Susan Sontag y yo en el
filme de Néstor Almendros Conducta
impropia, recibió la visita de «la marquesa» con su puro y su séquito, esto
es, de Fidel Castro. Y de las lides campestres descritas en «Fuerte como un
turco» al pueblo catalán de Viladrau en el que los personajes exultantes de don
Blas y doña Urraca celebran en 1939 la victoria de los suyos en la Guerra
Civil...
Al tema del contagio por la pandemia –ésta no será mencionada
sino de forma indirecta a través del personaje de Ben Sida, inspirado por el
lexicógrafo andalusí de este nombre nacido en Murcia a comienzos del siglo xi–,
se agrega el de otras formas insidiosas de contaminación: la nube tóxica de
Chernóbil que se extiende sobre la zona, y el infierno de la biblioteca en
donde se reúnen los supuestos ponentes de un congreso pluridisciplinario sobre
el santo fundador de los Carmelitas Descalzos y sus presuntas herejías y
concomitancias con los alumbrados, dejados y sufís mahometanos. La continua
oscilación del personaje proteico que vertebra el relato entre la clí- nica
(¿siquiátrica?) en la que recibe un misterioso tratamiento médico contra una
infección ignota y la celda de la prisión toledana de San Juan de la Cruz, abre
un vasto abanico de hipó- tesis en torno a la índole de su enfermedad:
radiación nuclear?, síndrome de inmunodeficiencia adquirida?, envenenamiento
causado por lecturas prohibidas?, sangre manchada por una remota ascendencia
mora o judía? A los huéspedes de la casa de reposo para escritores de Yalta –el
yacuto o kirguís; el señor mayor vestido con elegancia; los playeros
embardurnados de cremas solares, con gafas oscuras y fundas de plástico en el
caballete de la nariz; el siniestro miliciano entregado a sus ejercicios
gimnásticos–, se agregan otros, como surgidos de un sueño: Ben Sida, el joven
profesor de árabe invitado, como el Archimandrita y su fámulo, al simposio
sanjuanista; la dama de atuendo elegante y cigarrillo siempre encendido en el
extremo de su larga boquilla de ámbar. Las incidencias reales de nuestras
vacaciones –de Monique Lange y mías– en el balneario kafkiano a orillas del mar
Negro –imposibilidad de conversar con el culto y afable señor mayor, traductor
al ruso de Rabelais y de Cervantes, o de visitar Sebastopol, «la ciudad
heroica», con el absurdo pretexto de que las carreteras de acceso a ella
estaban en obras–, se transforman en episodios que sumen al asiduo de la alhama
de la Doña, arrebatado por los versos del reformador carmelita hasta el punto
de identificarse con él, en un abismo de perplejidad. Así, cuando al preguntar
al intérprete por las razones de su insistencia en impedirles abandonar la
mansión en la que se hallan confinados
ha ocurrido algún
accidente o catástrofe? Tenemos la situación bien controlada, todo es
perfectamente normal nosotros pensábamos que tal vez a qué nosotros se refiere
usted? yo? sí, usted, su plural me deja suspenso, que yo sepa nadie le acompaña
o al conversar con el Archimandrita a propósito del
seminarista quemado en las hogueras del Santo Oficio se confunde usted amigo
mío, el hecho que menciona no ha ocurrido todavía, no advierte acaso que estoy
hablando con el aún joven señor mayor?
(Este mismo señor mayor –el traductor sujeto a estrecha
vigilancia en la casa de descanso para escritores de Crimea– se transforma
luego en el familiar maldito y oculto de la infancia del personaje que agoniza
irradiado o víctima del «engendro de demonios coléricos y sedientos de linfa
animal» (la frase es de Severo Sarduy), ese tío cuya biblioteca fue pasto
purificador de las llamas tras ser fusilado por los vencedores de la Cruzada
nacional-católica. Su figura me fue sugerida por Ramon Vives Pastor, hermano de
mi abuela materna, el rebelde traductor de Omar Jayyam, evocado también en Señas de identidad, fallecido diez años
antes de la Guerra Civil).
La novela fue concebida en mi imaginación como una ópera.
Veía in vivo la irrupción de la
Zancuda por la escalera que desembocaba en el salón de la Doña, cantando con su
hiriente voz de contralto, mientras apuntaba con el dedo a las clientas
aterrorizadas y las reducía a una piltrafa; el escenario inmóvil de la terraza
del balneario en el que las sobrevivientes purgaban su cuarentena; la
biblioteca paulatinamente transformada en prisión de los sospechosos de
enfermedad o de contaminación herética; la mazmorra hospital en la que yacía
San Juan; los disidentes apriscados en el estadio como en el Chile de Pinochet
o en la Cuba de Castro; la asamblea vistosa de los pájaros de Al Attar y del
enigmático tratado del reformador carmelita... Por esta razón, acogí con
verdadera dicha la propuesta de adaptación del compositor José María Sánchez
Verdú para el Teatro Real de Madrid, con dirección y espacio escénico de
Frederic Amat, coreografía de Cesc Gelabert y dirección musical de Jesús López
Cobos. La mayoría de mis novelas excluyen toda tentativa de adaptación teatral,
televisiva o cinematográfica en la medida en que el lenguaje en el que están
escritas trasciende el argumento y sus personajes. Como dice Milan Kundera en El telón: «Para convertir a una novela
en obra de teatro o filme, hay que descomponer ante todo su composición;
reducirla a simple trama; renunciar a su forma específica. Pero ¿qué queda de
una obra de arte si se le quita su forma?». Mas, en el caso de Las virtudes del pájaro solitario, el
texto puede ser leído en voz alta y recitado como en una ópera. Su polifonía y
multiplicidad de decorados propician una visión escénico-musical como la de
Sánchez Verdú, Amat, Gelabert y López Cobos:
anacronías, cambio
abrupto de temas y personajes, ubicación ambigua de los paisajes, mutación de
voces, vaguedad y fragmentación de tramas oníricas, la insinuación paulatina de
la aniquilación como leitmotiv obsesivo, crescendo insidioso llegado hasta el
clímax, ademán de horror, vértigo de la sima, grito ahogado en el fondo de la
garganta seguido luego de una larga pausa, levitación hipnógena a una escena
analgésica y venturosa, armonía, quietud, remanso, serenidad de la faz, pasada
la crisis, en la difusa beatitud del ilapso.
La recepción crítica del libro –hermosamente traducido por
Helen Lane y Aline Schulman– fue muy cálida en el mundo anglosajón y a menudo
hostil en España. Considerado una «anomalía cultural», sufrió la nueva forma de
censura con la que se acoge a cuanto se aparta del supuesto modelo novelesco
accesible al lector virtual. Si en otros volúmenes reproduje informes de la
Sección de Orientación Bibliográfica del Ministerio de Información y Turismo
franquista sobre mis primeras novelas, creo que merece la pena hacerlo también
con un ejemplo de esa crítica normativa, el publicado en el periódico en el que
colaboro desde hace treinta años:
A medida que uno va
avanzando en la lectura de esta novela se va sintiendo más y más ignorado: el
escritor no ve al lector, no le escucha (no escucha siquiera su insistente
petición de clemencia). El autor reconoce que se trata de una novela difícil.
Lo sería si hubiera algo que comprender, algo que desentrañar, pero no lo hay.
Se nos ofrece como homenaje a san Juan de la Cruz un texto atemporal y sin
personajes que sucede en algún lugar no definido y está contado por un narrador
múltiple (ella, él, nosotros); eso al menos asegura el autor, que dice también
carecer de respuesta para muchas de estas extravagancias.
Las apreciaciones del crítico no me chocaron ni
entristecieron. Conociendo, como conozco, las supervivencias tribales en el
medio literario español que evocaba Cernuda, confirmaron lo que yo ya sabía: la
actitud defensiva de los misoneistas respecto a todo aquello que no quepa en
sus modelos trazados con regla y compás.
prólogo, Las virtudes
del pájaro solitario.
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