domingo, 1 de junio de 2025

La tragedia de las hermanos siameses


José Manuel Poveda

 

Nacieron juntos, deformemente juntos. Estaban unidos por el vientre, y tenían un solo estómago e intestinos comunes; pero cada uno tenía su corazón y su pensamiento. El padre extraño y la madre oscura que los engendraron, quisieron separarlos; pero al comprender que un hermano no viviría sin el otro, esperaron a que muriera por sí mismo aquel doble hijo único. Sin embargo, el monstruo logró sobrevivir a su propio absurdo, y los hermanos siameses fueron creciendo juntos, monstruosamente juntos. Durante años, los dos hermanos no tuvieron concepto sino de una sola existencia.

Como las necesidades eran las mismas; como la educación, las sensaciones, las percepciones eran idénticas; como su odiosa fraternidad abdominal los obligaba a estar de acuerdo perfecto en todo, a gritar con gritos simultáneos y a moverse con gestos complementarios, los hermanos siameses no pudieron imaginar, durante largos años, que fueran dos seres distintos. El dolor contraía a un mismo tiempo sus músculos; todas las necesidades bestiales los movían con isócronos movimientos. El monstruo ponía entonces en marcha sus cuatro piernas, o alzaba en desesperación los cuatro brazos, o lloraba con un llanto acorde por sus dos bocas abiertas. Sólo las sensaciones leves, aquellas que originan los deseos lentos, conocían un intervalo discriminativo; uno de los hermanos siameses la experimentaba primero, y el otro la recibía como un eco. Así, cuando en las tardes claras, sentados sobre sus piernas recíprocas, paseaban en cochecito, se les veía imitarse los gestos con suaves reflejos idiotas, sin observarse el uno al otro, pero tan íntimamente ligados como si fueran un solo espíritu. Y, no obstante, la infancia del monstruo fue triste. Repulsivo a causa de su grotesca anomalía, jamás logró ser acariciado. Siempre a distancia de todos, y capaz de despertar la curiosidad, pero incapaz de provocar las ternuras, el ser absurdo ignoró siempre todo amor, mimo, cariño, abrazo; y sólo tuvo en torno suyo el silencio y el desprecio.

Durante la infancia esa realidad le era sensible sólo por una vaga conciencia de su soledad; y en tales instantes el monstruo lloraba, sin saber por qué, sacudido por un cierto terror indefinible. Más tarde, cuando los hermanos siameses comprendieron ya el lenguaje de los hombres, y pudieron imaginar el sentido de algunas palabras abstractas, el sentimiento de soledad y de terror trocóse en un extraño impulso de rebelión, de protesta exasperada contra una injusticia cuya fuente no sabían ver en sí mismos. Y así llegaron a considerar a los hombres como un adversario enorme y lejano;  y entonces se abrazaron como para luchar estrechamente con el enemigo sin contorno que los perseguía a sonrisa y a desdén. Pero no en vano cada uno de los hermanos siameses tenía su corazón y su pensamiento. Las dos cabezas, unidas en una sola voluntad por las necesidades comunes, debieron llegar a pensar palabras, y hubieron de sentir diversamente, sobre el corazón, el eco de sus palabras. Iban comprendiendo, con lentitud, su vida y la vida; y a causa de que la iban comprendiendo de distinta manera, según sus facultades peculiares, al cabo se miraron en los ojos y quisieron formular en silencio una pregunta nueva. "Hermano", prorrumpieron simultáneamente, pero la palabra hermano se les heló en la boca, y ya después no se atrevieron a decirse lo que habían pensado.

Desde ese día, empero, comenzaron a distanciarse los hermanos inseparables. Uno era más bueno; otro era más fuerte. Uno era más simple; otro más soberbio. Uno era más un corazón; el otro era más un espíritu. Uno clavaba en el otro los ojos tristes; el otro miraba hacia lo lejos. Jamás se explicaron, ni discutieron nunca. El vientre común les conservaba el acuerdo supremo de los deseos bestiales, y del llanto y de la risa; y así conservaban una sola voluntad. Pero, un día tras otro, dejaron de amarse. El uno, el que era más corazón, recelaba y sufría. El otro, el que era más espíritu, despreciaba y soñaba. Llegaron a odiarse sin palabras cuando comprendieron, al fin, que su propia fraternidad monstruosa era la causa del dolor común; cuando supieron que eran desgraciados sencillamente porque eran inseparables. Así vivieron todavía mucho tiempo, y pasearon entre las multitudes su soledad colérica. Así, convertidos en un espectáculo, fueron lanzados a que ganaran su pan de las muchedumbres; y conocieron a todos los hombres, y aprendieron, en los propios rostros de los espectadores que salían, por millares, a su paso, toda su propia miseria y su esclavitud abominable. Fue en ese viaje por entre las turbas como precisaron los hermanos siameses la necesidad de estar solos, y el horror de no poder estarlo nunca.

Y al fin llegó a pesarles de tal modo su fraternidad sin nombre, que, al quedar entregados el uno al otro, el hermano soberbio volvía el rostro, para respirar; y el hermano simple cerraba los ojos, para dormir. Una noche, terminada la penosa jornada, los hermanos siameses se tendieron, rostro con rostro, sobre sus costados. El hermano bueno cerró los ojos. El hermano fuerte se le quedó mirando. Se quedó mirándolo con los ojos fijos, muy abiertos y muy fijos. Y quizás por tenerlos tan abiertos  y tan fijos, de pronto los ojos se le llenaron de lágrimas, y después se le llenaron de sangre. El hermano simple abrió los ojos, sobresaltado como por un alerta íntimo; pero ya el hermano soberbio se le había aferrado al cuello, y lo ahogaba, y, como la víctima lanzara un grito, el victimario le aplastó la boca con la boca, y le clavó los labios con los dientes. Y así, en silencio, continuó ahogando el hermano al hermano, loco, sublevado, en un frenesí de odio delirante, sin objeto y sin raciocinio; en un terrible temblor de crimen y de sacrificio,  hasta que el hermano dejó de moverse, exánime de la misma muerte que había perpetrado.

Así quedaron muertos los hermanos siameses; pero sus bocas cosidas parecían entonces besarse furiosamente; y el abrazo de agonía era más íntimo, más estrecho, más confiado, más amante que nunca, como si por primera vez se hubieran abrazado libremente.


jueves, 29 de mayo de 2025

La mujer que cantaba

 


José Manuel Poveda

 

Todas las noches, a la misma hora, era el mismo grito. Hace ya varios años de que no lo escucho, y lo siento vibrar todavía en mis oídos, y hoy como siempre me estremece el alma. Precisamente las noches en que el silencio es más profundo, aquellas en que nos parece que ninguna palabra humana va a ser oída por los hombres, son las que me recuerdan con mayor intensidad la voz sin palabras.

Era en mis días de desastre, los que pasé oculto entre los palmares y los vegueríos del Anama, asustado de mi suerte y seguro de que no podría sobrevivir a mis desgracias. Estaba avergonzado de mi vida, comprendía lo vulgar de mis caídas, y trataba de estar solo para recobrar algún dominio de mi alma, el control de mi pensamiento, fuerzas inesperadas que me sirvieran a mí mismo para dominarme el corazón rebelde. Escribía durante la noche estrofas enfermizas; trazaba largas páginas de prosas creadoras, más fuertes que mis brazos y más altas que mi frente. Entonces trataba de curar con remedios de inteligencia los males instintivos, y me hacía un poco mejor para salvarme de un descenso irreparable.

Siempre estaba solo, y nunca escuchaba a nadie. Me creía conocedor de todos los secretos de los hombres, y mi interés no estaba en descubrir verdades ya sabidas, sino en expresar los pensamientos y los sentimientos de todos aquellos incapaces de expresarlos con sus labios ni con sus manos.

Estaba completamente solo. No tenía más compañeros que los aceros y los maderámenes de la vivienda rústica, construida contra los vientos del mar del sur; no miraba nada ajeno que no fuera los paisajes estrechos, iguales e invariables, de las vegas cercanas y de las palmas tísicas, tranquilas y calladas como las aguas del Ariguanabo.

Pero una voz de mujer, una voz lejana y vibrante, llegó hasta mi soledad como un pájaro perdido que lanzara por mi ventana la tormenta. Era la voz de una mujer que cantaba, todas las noches y a la misma hora; una mujer desconocida, que sólo por su canción podía interesarme, y a la cual no había visto nunca; que no fue ni ha sido nunca para mí otra sino “la mujer que cantaba”.

Sus canciones no eran como las guajiras que en la playa de Cajío, cerca de los manglares interminables, o junto a las cañas y los guanos de San Antonio y dentro de las mismas vallas de gallos, en noches de orgía campesina, yo había gozado con Rufina. No eran tampoco canciones de moda, traídas del extranjero y repetidas por tenores de teatro chico. No eran tampoco cantares rústicos de cantadores orientales, ni de sones, ni de tristes, ni de boleros. Las canciones de la mujer que cantaba eran solamente un grito.

Eran un grito, una serie de gritos, un grupo de gritos, modulados, medidos, alargados, sostenidos, combinados. Eran gritos rítmicos, melódicos, armónicos; pero eran solamente gritos. Esas canciones sin palabras eran mudas. No se quejaban, no protestaban; no hablaban de amor, ni de olvido, ni de engaño, ni de desesperación, ni de crimen, ni de odio. No expresaban ningún motivo poético, ni sentimental, en ninguna forma lírica. Eran solamente un grito. Me parece que lo escucho todavía. 

Aquella canción única llegó a ser para mí, una noche tras otra, tanto como una compañera. Voz de mujer, aquella voz traía a mi soledad una mujer. Voz de ansiedad, traía sílabas ansiosas a mis labios. Yo podía hablar por ella y expresarla. Ella levantaba pensamientos míos anulados, deseos casi extinguidos. Revivía en mí pasiones muertas. Yo me sentía, mientras aquella mujer cantaba, acompañado dentro de mí mismo por un alma nueva dentro de mi alma, como si mi propio espíritu quisiera decir palabras suyas que jamás hasta entonces pudo descubrir. Y así necesitaba de aquella voz nocturna como se necesita a una compañera, la que acaricia, comprende, consuela, y que nos expresa con su boca nuestras ansias. Y yo me preguntaba cómo era posible que encontrara elocuencia, verdad y un alma viva, en una voz tan igual siempre y tan sin palabras, que no era en realidad otra cosa que un grito. Yo me lo preguntaba, pero nunca quise contestarme.

Una noche (¡qué noche, qué recuerdo imborrable en mi vida!) esperé la cantata nocturna con una ansiedad extraña. Estaba intranquilo, como el que teme que la Esperada no va a llegar, que la promesa jurada no va a ser cumplida. Y cuando resonó el canto de siempre, yo sonreí con la felicidad del amante que, tras una larga espera, ve llegar a su querida.

Mas aquella noche (¡qué noche; qué recuerdo imborrable en mi vida!) la canción fue más breve que nunca. La voz era exacerbada, violenta y sin ritmos. Parecía una voz loca, un canto de desastre, un grito de auxilio o de alarma; un aviso de catástrofe. La encontré rara como nunca, incomprensible. No era la misma voz, la que tanto me hizo soñar, recordar, presentir. Aquel era otro grito distinto, un grito de muerte, de sobresalto, de blasfemia, de despedida para siempre. Un grito de madre a la que se le muere un hijo; un grito de hembra a la que le matan a su hombre; un grito desesperado de quien se siente herido el corazón. Yo estaba agitado, inquieto, mientras la voz cantaba. Después hubiera querido buscarla, responderle, interrogarla, y gritar yo también a su lado.

Pero de pronto se escucharon otros gritos, otras voces extrañas. Ya no era sólo su voz: era otra voz de multitud que se congrega. Después fue su voz muda: ya había cesado el canto y se escuchaba un clamor de muchedumbre en pánico. Yo vi por la ventana reflejos de incendio: la claridad de una llamarada. Salí entonces a la calle, exasperado. Y vi que: un rancho pequeño, a varios metros de distancia, estaba ardiendo, y que muchos hombres corrían hacia él. Después no vi sino un montón de yaguas quemadas y un cuerpo de mujer, en el suelo; un cuerpo quemado, con las ropas quemadas, con el cabello quemado. Vi la cara ennegrecida por el fuego y la boca abierta, como si cantara. Era el cuerpo de la mujer que cantaba. Yo quise verla más cerca, más cerca, para levantarla, besarla, salvarla. Quise verla más cerca, pero ya no pude ver nada.

 

Orto, Manzanillo, X, n. 28, p. 4, 30 de septiembre de 1921. Imagen: Joan Miró, La danza del fuego


domingo, 25 de mayo de 2025

Senderos hacia Milita

 

Pedro Marqués de Armas 

 

La mujer de Poveda, la hembra-macho de nuestros campos, no quería que Poveda escribiera.

Si lo veía escribiendo, le decía: Así que otra vez haciendo versitos. Y Poveda respondía: No, Milita, son cosas del Juzgado.

La mujer del hombre importante, del abogado en que el poeta se había convertido, lo tenía amarrado. Casi que lo apartó de las drogas.

Por eso, cuando el poeta se fue del aire, a vuelo de sapo, la viuda entró en un duelo rabioso. Y Dios la castigó de nuevo llevándose a uno de los hijos.

Cada vez que abría el armario y veía la levita colgando, le daba un ataque, sobre todo si era sábado (porque Poveda murió un sábado).

Ya no volvía de los pueblos: Media Luna, Maffo, Matías. Únicamente merodeaban los curiosos. Que si había sido un gran hombre, que si un gran poeta, que Dios lo tenga en la gloria.

Y Milita se sentía cada vez más rabiosa.

Antes entraba un salario y no faltaba de nada.

Un sábado, porque era sábado, sacó los cajones donde había echado la papelería del difunto y los llevó al patio.

Encendió una hoguera y fue arrojándolos uno tras otro. 

Un cuaderno “así de grande” que, se supone, era la novela que escribía de noche, la Amante, como decía Milita con malicia, en la que llevaba doce años trabajando.

Nadie supo muy bien de qué trataba Senderos de Montaña, anunciada una vez como “novela histórica" o de la "emancipación nacional". 

Tres cuadernos medianos que, según conjeturas, eran sus diarios y donde, además de anotar sus visiones, sueños y lecturas, registraba con escrúpulo las dosis de morfina.  

Otros, más pequeños, en que se veían algunos caracteres chinos y que tal vez se correspondan con sus últimos y ya átonos poemas.

Cartas, dibujos, acuarelas del amigo Boti, un diploma de Derecho.

Y, finalmente, la traducción completa de Rimes Byzantines de Augusto de Armas, su ídolo parnasiano. 

Todo eso ardió.

Cuando acabó de incinerar el último papel, Milita sintió una extraña paz y se tendió a la sombra de una algarroba. Pero no le duró mucho. A la noche intentó quitarse la vida empinándose un frasco de arsénico. 

Curioso que, habiendo obrado con fuego, no se diera candela.


lunes, 12 de mayo de 2025

José Juan Tablada

 

Ramón López Velarde 

Yo, que me senté a la mesa de sus buenos tiempos cocineros, acabo de mirarlo comer un aséptico platillo de chícharos. Luego, con su venía, recogí de los originales que desplegaba en su cuarto de hotel, como un contrabandista sus tesoros, estos apuntes: “Sin amargura cantará el poeta, llevándose la mano a los riñones, ¡oh mutas de mi dieta!”.

Uno de estos días, el general Lucio Blanco llamaba a Rafael López “el gato en la leña”. Recojo la definición. En un estricto sentido para decir que aquí donde hay ese gato, donde Díaz Mirón es el puma y donde González Martínez es el búho, Tablada es el ave del paraíso. Como tal, induce a error a los que lo juzgan personaje de frivolidad y de moda. Porque la química de sus colores y el secreto de su dibujo se esconderán sin remedio a los hojalateros que, con sus pitos de agua, se asoman a la línea de fuego de la poesía.

La misma cosa se ha negado al autor de “Ónix” en la vida y en el arte: cordialidad. Examínenlo con ojos sociales o políticos los que así quieran. Quienes posean conciencia literaria, carecen de derecho para ignorar la emoción que palpita desde la alborada del Florilegio hasta Li-Po. Verdad que Al sol y bajo la luna contiene más de una página de decaimiento; pero también otras culminantes, como aquella, ya divulgada: “Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida...”. Un día... es, simplemente, un libro perfecto, no sólo por su médula vital, sino por la victoria que las modalidades expresivas consiguen sobre la crasa dicción de la ralea. Si los grandes poetas son aquellos que ejecutan el círculo vicioso de la vida, como Campoamor, cuando decía “las hijas de las madres que amé tanto, me besan hoy como se besa a un santo”, habrá que concluir que Tablada escaló esa categoría, pues ejerce la facultad serpentina de alcanzarse a sí mismo. Entresaco de mis recuerdos un volantín de los que echa a andar cada vez que le viene en gana: “Taumaturgo grano de almizcle, en el teatro de tu aroma el pasado de amor revives” (Un día...).

Ciertamente, la Poesía es un ropaje; pero, ante todo, es una sustancia. Ora celestes éteres becquerianos, ora tabacos de pecado. La quiebra del Parnaso consistió en pretender suplantar las esencias desiguales de la vida del hombre con una vestidura fementida. Para los actos trascendentales -sueño, baño o amor-, nos desnudamos. Conviene que el verso se muestre contingente, en parangón exacto de todas las curvas, de todas las fechas: olímpico y piafante a las diez, desgarbado a las once; siempre humano. Tal parece ser la pauta de la última estética libre de los absolutismos de la perfección exterior.

Dentro de semejante inspiración, Tablada experimenta nuevas rutas. Extravagancia, declaran algunos. Es posible. Por lo que a mí toca, me sostengo curioso, oliendo la pólvora sin humo del portalira y haciendo votos porque el tema de la excentricidad no ciegue a los visitantes del laboratorio ni los encolerice. Nada más amargo que tratar a empellones los asuntos del espíritu.

En prosa y en verso ha tenido el estilo espadachín, sin el cual el literato moderno se expone a ser arrollado por las turbas. En verso y en prosa, su numen significa el agua de contra-cólera para los atacados de vulgaridad atmosférica.

Las sustancias de su química pueden perder o salvar a los lectores, según la disposición de alma con que se acerquen. El practicante estulto o bajo perecerá en la belleza explosiva de un hipnotismo de lo cromático, al convencerse de Carolina Otero o de la Pestet, en Florencia.

En nuestra lírica, sus frascos son, acaso, los verdaderos endiablados, y el cerebro que ha suprimido las calaveras en las etiquetas está, de seguro, amasado en rojo, merced a una plétora de claveles.

Loor a la musa de la falda guinda.

Mañana, al caer, conforme a sus propias palabras, “como pesado tibor y al deshojarle al viento el pensamiento como una flor” (Li-Po), alzarán el grito de que hemos perdido un poeta de arte eximio, un fruto que nos envidiará la madurez de los cenáculos europeos. Mientras eso ocurre y ojalá yo no lo contemple, José Juan Tablada, tu plenitud de lira, resiste a lo obtuso y se renueva, por innominado sortilegio, en el estanque de la diplomacia. Acumula, sin cesar, el mineral que se defiende de los óxidos de los siglos; sobre la fábula retentiva en que se basa la inmortalidad, repetirá la sentencia de Paul Fort: “Los Reyes Magos están sepultados en mi jardín”.

 

                                                                                                Marzo de 1920

Revista de Revistas, México, 10 de enero de 1937.


domingo, 11 de mayo de 2025

Antonin Artaud

 

André Gide


Hacia el fondo de la sala -de aquella querida y antigua sala del Vieux Colombier que podía contener trescientas personas aproximadamente- se hallaba una media docena de bufones que se presentaba a esta sesión con la esperanza de divertirse. ¡Ah, no dudo que habrían sido interceptados por los amigos fervientes de Artaud repartidos a lo largo y ancho de la sala! Pero no: tras un tímido intento de abucheo, ya no fue necesario intervenir... Asistimos a este prodigioso espectáculo: Artaud triunfaba, tenía a raya la burla, la insolente estupidez; dominaba...

Conocía a Artaud desde mucho tiempo atrás, como también su zozobra y su genio. Nunca como entonces me pareció tan admirable. De su ser material subsistía únicamente lo expresivo. La gran silueta desgarbada, el rostro consumido por la flama interior, las manos del que se ahoga, ora tendidas hacia un inasible auxilio, ora estrujadas por la angustia, ora envolviéndole casi siempre con ardor la cara, ocultándola y revelándola alternativamente, todo en él nos narraba la espantosa miseria humana, una especie de condena sin remedio, sin más escapatoria que la de un lirismo frenético que alcanzaba al público por medio de groseros destellos, imprecatorios y blasfemos. Y desde luego era posible encontrar de nuevo ahí al actor maravilloso en el que era capaz de convertirse este artista; pero era su mismo personaje el que ofrecía al público, con una especie de fanfarronería desvergonzada en la que se transparenta una autenticidad total. La razón se batía en retirada; no solamente la suya, sino la de toda la audiencia, la de todos nosotros, espectadores de aquel drama atroz, reducidos al papel de comparsas malévolos, de mamarrachos y de patanes. ¡Ah, no, ninguno de los presentes tenía ya ganas de reír!; e, incluso, Artaud nos había quitado a todos las ganas de reír por mucho tiempo. Nos había constreñido a su trágico juego de rebelión contra todo aquello que, admitido por nosotros, era para él, hombre más puro, inadmisible.

Nous ne sommes pas encore nés.

Nous ne sommes pas encore au monde.

Il n'y a pas encore de monde.

Les choses ne sont pas encore faites.

La raison d'être n'est pas trouvé...

Al salir de esta memorable sesión, el público callaba. ¿Qué podía uno decir? Acabábamos de ver a un hombre miserable, atrozmente sacudido por un dios, como a la entrada de una profunda gruta, antro secreto de la sibila en donde no se tolera lo profano, en donde, como en un Carmelo poético, un vates es expuesto y ofrecido a la cólera divina, a la voracidad de los buitres, víctima y sacerdote al mismo tiempo... No sentíamos avergonzados de volver a ocupar nuestro sitio en un mundo en el que la comodidad está hecha de capitulaciones.

 

Traducción: Glenn Gallardo

 

Apareció en el diario Combat el 19 de marzo de 1948, y en el número especial dedicado a Antonin Artaud de la revista 84, núms. 5-6, 1948. [N. del T.]

"Aún no hemos nacido. / No estamos todavía en el mundo. / Todavía no hay mundo. / Las cosas aún no han sido hechas. / La razón de ser no ha sido encontrada..." [N. del T.]

André Gide. La pasión moral (ensayos escogidos), UNAM, 2007, pp. 163-66.