domingo, 27 de octubre de 2019

Acuario



 José Gorostiza                                 

                                        A Xavier Villaurrutia

Los peces de colores juegan
donde cantaba Jenny Lind.
Jenny era casi una niña
por 1840,
pero tenía
un glu-glu de agua embelesada
en la piscina etérea de su canto.

New York era pequeño entonces.

Las casitas de cuatro pisos
debían de secar la ropa
recién lavada
sobre los tendederos azules de la madrugada.

Iremos a Battery Place
—aquí, tan cerca—
a recibir saludos de pañuelo
que nos dirigen los barcos de vela.

Y las sonrisas luminosas
de las cinco de la tarde,
oh, si darían
un brillo de luciérnaga a las calles.

Luego, cuando el iris del faro
ponga a tiro de piedra el horizonte,
tendremos pesca
de luces blancas, amarillas, rojas,
para olvidarnos de Broadway.

Porque Jenny Lind era
como el agua reída de burbujas
donde los peces de colores juegan.



jueves, 17 de octubre de 2019

La Ardenesa. Segundo ejercicio




Pedro Marqués de Armas


Raparon en Charenton todas las cabezas, menos la suya. El pelo y las uñas y no ese cerebro descolorido, esas carótidas del diámetro de una pluma: sus últimas pertenencias.

Cuando asomó por la ventana del pabellón para gritar:

—Nivelamiento. Nivelamiento. 

Ya estaba muerta. Pero su grito —ave greñuda— repicó en el Bósforo. Cómo no iba a quebrar la cinta si hasta el césped raparon hasta convertirlo en sendero, mientras Monsieur Esquirol hacía señas con banderitas y Saint-Just, tan sordo:

—No se junta justicia y santidad.

Luego el regreso en coche, a Lieja.

¿Adónde iba a ser?



Óbitos, Bokeh, 2015, p. 14; Encuentro, núm. 50, otoño 2008. 



viernes, 27 de septiembre de 2019

Carpentier y Wagner


                                           Carteles, 3 de abril de 1927

miércoles, 18 de septiembre de 2019

Summa vitae




José Manuel Caballero Bonald


De todo lo que amé en días inconstantes
ya sólo van quedando
rastros,
marañas,
conjeturas,
pistas dudosas, vagas informaciones:
por ejemplo, la lluvia en la lucerna
de un cuarto triste de París,
la sombra rosa de los flamboyanes
engalanando a franjas la casa familiar de Camagüey,
aquellos taciturnos rastros de Babilonia
junto a los suntuosos barrizales del Éufrates,
un arcaico crepúsculo en las Islas Galápagos,
los prolijos fantasmas
de un memorable lupanar de Cádiz,
una mañana sin errores
ante la tumba de Ibn’Arabi en un suburbio de Damasco,
el cuerpo de Manuela tendido entre los juncos de Doñana
aquel café de Bogotá
donde iba a menudo con amigos que han muerto,
la gimiente tirantez del velamen
en la bordada previa a aquel primer naufragio...

Cosas así de simples y soberbias.
Pero de todo eso
¿qué me importa
evocar, preservar después de tan volubles
comparecencias del olvido?

Nada sino una sombra
cruzándose en la noche con mi sombra.