jueves, 8 de enero de 2015

¡Ay! Vejamen




Pedro Marqués de Armas



De todos los perros, literarios o gráficos, inscritos o estampados en cualquier página o celaje, prefiero al perro de Goya. Solo lo hermano a un mastín sin nombre, renegrido, que sale por un agujero en unos versos de Zequeira y Arango; y, desde luego, a ese perro plegado y desplegado, pura forma maleable, que es el “Perro sin plumas” de Cabral de Melo Neto. Conste que no siento simpatía alguna por los canes, salvo estas excepciones, sino todo lo contrario: desprecio. Como diría Martínez Rivas: un magnífico desprecio. Nada me dice el perro de Vallejo, muerto a no sé qué altura; y me resultan repelentes tanto el perro de Pavlov como la perrita Laika, por no hablar de Sharik, el de Bulgákov. A lo más, experimento cierta curiosidad por el Bichón habanero, y por determinados pérfidos de Bacon y Koudelka, más desguazados y elásticos que meramente cínicos. Pero por el perro de Goya siento otra cosa, algo que ya no se siente por casi nada: respeto. ¿Cómo no respetar a quien no consiente noblezas, ni liberalismos, y realiza de modo tan franco semejante llamado al hundimiento; a quien, a pesar de cagarse de miedo, saca la cabeza y soporta tamaño vejamen?

El perro de Goya es, para empezar, un perro inaudible. Sus alaridos se apagan en esos niveles de barro o arena, lo mismo que si le dieran con una llave picoloro. Ese grito es, además, impresentable. Su silencio deserta incluso a la música; ni la Nada, ni el desierto, pueden contenerlo. Perro así, pare al mundo de nuevo y dignifica, incluso, sus desechos. Pone otra vez en función las ruinas y hace que se repita la historia para volver al mismo punto. Y en ello consiste su carácter hipnótico; en ese remanso de tiempo y ese descaro de hacerle bajar la testuz al Gran Arquitecto, circulando una y otra vez. Y sin embargo, pese a las vueltas interminables, nunca deja de sentirse, como no puede ser de otro modo, su olor. Su olor y su dolor, nunca su ladrido. Su peste y su ¡ay! insoportables. Este ¡ay! se lo traga en cada repujo, como mismo se lo van tragar a él esos niveles, esas capas de excremento que tal vez salgan de su propio cuerpo –a fin de cuentas la planta de reciclaje, y no la pintura, mejor montada del mundo. Un perro que no se oye pero que huele a través de la eternidad; un perro que no se pliega pese a sus retornos, pero que al despedirse, despide cada vez ese olor del río Manzanares donde los madrileños, contemporáneos de Goya, y tal vez los de hoy mismo, arrojaban sus inspirados paquetes. Perro sordo a las inclemencias, no cree en nada, salvo en persistir.

Algunos antimetafísicos creyeron ponerse los guantes, hace algunos años, cuando un experto en las pinturas negras de Goya divulgó que el Perro semihundido no era, siquiera, una alegoría y carecía de significados enigmáticos o profundos. Simplemente observaba el vuelo de unos pajaritos que habían sido borrados. En cualquier caso, no sería más que un dato técnico. Meras muescas, esos pajaritos fueron sepultados con rigor, enterrados como si se tratara de asteriscos. Un brochazo aquí, una paletada allá. Al librarnos de tal ensoñación, nos libramos de otras tesis intrusas, mientras se despeja, con más fuerza, la materialidad de la obra. En cuanto a los perspectivistas, lo mismo: no hay vacío por encima, ni por debajo, y la inmovilidad e inclinación son solo aparentes. Lo que importa es el cogote y los ojos húmedos de perro apaleado, siempre al límite; esa resistencia, cuanto más temblorosa más tensa, casi tetánica. Condición nerviosa del que está a punto de ahogarse y lucha contra la corriente, a sabiendas de que aquello lo engulle.

¿No esperaba nuestro amigo A., de una a otra visita al Museo del Prado, que se hundiera de una vez? Pero no… Este perro se hunde permanentemente, lo que hace más exquisito su vejamen, más larga su agonía y más cósmica su soledad. Su muerte no alivia; pues es, por esencia, adversativa. Una muerte que antes de consumarse, lo invade todo con su barro, como mismo los pigmentos y las espiroquetas invadieron los oídos de Goya. Solo así podía retratarse lo inaudible: ese ¡ay! que destroza los nervios. Porque en definitiva se trata, como ha dicho Ceronetti, de un autorretrato “animalesco”. “Goya, en las Grandes Aguas, en las profundidades de la sordera total, buscaba el sonido, la elevación, la riqueza humana”. Pero la voz ex alto de que habla el ensayista italiano -si es que alguna vez existió- a esas alturas había sido interrumpida. Y de existir, sería una agravante. Con los chillidos también inaudibles de los locos del manicomio de Zaragoza, Goya resuelve pintar la sordera colectiva. Ni más ni menos, la conditio hominis –con ese abandono, esa inoperancia tan suyas. Pero no le demos más cranque al perro. Su repetición, sobre una esterilla, es el mayor vejamen.  



miércoles, 7 de enero de 2015

Una fábula rusa





Zbigniew Herbert


Viejo se hizo el padrecito zar, viejo se hizo. Ya ni a los palomos podía estrangular con sus propias manos. Áureo y frío se sentaba en el trono. Sólo la barba le crecía hasta el suelo.  Y la iba arrastrando.

Gobernaba entonces algún otro, no se sabe bien quién. Los curiosos escudriñaban el palacio a través de las ventanas, pero Krivonosov tapó las ventanas con horcas. Así, sólo los ahorcados podían ver alguna cosa.

Al final se murió el padrecito zar de una vez. Las campanas repicaron, pero el cuerpo no fue retirado. El zar se había quedado pegadito a su trono. Las patas del trono se habían fundido con las piernas del zar. Su brazo se había quedado fundido con el brazo del trono. No había forma de arrancarlo de allí. Y enterrar al zar con su tronito de oro, ay, qué pena.




1957



Traducción de Xaverio Ballester




Grandes tarados sin sentimientos






Enrique Vila-Matas


Ayer mismo, al ir a cruzar la Diagonal de Barcelona, la joven desconocida que iba diez metros delante de mí y hablaba por móvil, dio un grito repentino (después supe: la muerte de un ser querido) y rompió en fuerte llanto que la hizo ir doblegándose sobre sí misma y  caer de rodillas al suelo, desolada, desesperada. De modo que ésta es la famosa realidad, pensé. Esa fue mi fría y única reacción inicial, quizás porque, como de costumbre, andaba abstraído en mi mundo mental, paralelo al real. 
Cuando horas después volví sobre lo sucedido, me di cuenta del pavoroso lugar en el que me estaba dejando mi mundo paralelo, mi extrema vida secreta, y pensé en aquel mendigo de Santiago de Chile que veía Bolaño en la calle Banderas esquina Ahumada, aquel hombre que aseguraba ser nieto de Tolstoi y pedía limosna diciendo: “Miren dónde me ha dejado la Revolución Rusa”.
Volver sobre lo sucedido me hizo ver que aquella transeúnte estaba en la vida y tenía sentimientos y yo estaba como ella en la misma vida, pero con menor capacidad de sentir, de sentir de verdad, quizás sólo sabía sentir con la imaginación. Ella me había de pronto parecido admirable porque sólo contaba con su vida y nada más y por eso sentía con fuerza su dolor, mientras que yo, más vanidoso, contaba con el suplemento de la ruta mental que iba dibujando el humo de un mundo paralelo que me concedía la ventaja de caminar abstraído y así poder contemplar con incredulidad la vida real. ¿Alguna desventaja? En una circunstancia como aquella, verme de pronto tirado en la peor esquina de la Revolución Rusa.
Puede decirse que fue en aquella misma esquina donde confirmé que la persona que sufre y el creador que la engendra son dos facetas distintas y donde me puse a recordar a una buena amiga que, hará unos años, me contó que un día estaba en una fiesta en las afueras de Benicarló y se fijó de pronto en un tipo raro que había en el otro extremo de la terraza. Atardecía. Le observó sólo de pasada. Cuando, minutos más tarde, su mirada volvió a tropezar con la del hombre, descubrió que éste seguramente llevaba un buen rato sin quitarle los ojos de encima: parecía estar estudiándola con fijación, y su mirada era potente, de intensidad extrema.
Aquel tipo era un famoso escritor británico, pero mi amiga, muy joven ese día,  desconocía ese dato. Pasados unos años, volvió a pensar en la escena (aparentemente un escritor que se había fijado en una muchacha) y descubrió que muy posiblemente ese día aquel individuo, al mirarla de aquel modo, “sólo estaba trabajando”.
Recuerdo lo mucho que me reí al oírle decir esto, quizás porque la había entendido demasiado bien. Aquel individuo estaba en la fiesta, pero también en otro lugar. Pertenecía a esa clase de artistas que miran, se fijan en la gente, pero sólo para escribir o pintar sobre ella. En el fondo, las personas les importan bien poco: las necesitan para crear, pero a veces ni siquiera acaban de estar seguros de que existan de verdad, les sostiene el quijotesco propósito de “combatir la realidad con la ficción” y creen por ejemplo más en la madre de Hamlet que en la locutora de los informativos.
Me parece que ese día mi amiga supo percibir la esencia de lo que, generalizando, podríamos denominar la mirada más característica del artista. Si tenemos capacidad de observación y cierta paciencia, podremos advertir que en esa mirada está incrustada –como un blasón de la condición de autor y como un delirio heredado de generación en generación- su relación difícil con la realidad, es decir, con aquello con lo que precisamente mejor debería llevarse.
Cabe suponer que, en efecto, aquel día el novelista británico miraba a mi amiga, pero al mismo tiempo se hallaba secuestrado por una página que había dejado interrumpida en su Olivetti Lettera 32 y andaba preguntándose hacia dónde derivarían aquellas líneas de su novela y, quién sabe, quizás estaba pensando en dinamitar la realidad de plomo de aquella terraza y, como quien coloca una langosta viva en la cazuela, estaba observando a mi amiga con la intención de meterla en su libro. Conozco  bien  ese momento en que todo, absolutamente todo, entra en lo que mentalmente escribes, entra hasta la jovencita que se pasea sin metafísica por una terraza de Benicarló. Todo puede entrar ahí, sin más, como entra ahora el recuerdo de una tarde. Fue hace un año. Salí de casa después de tres días de encierro y de trabajar duro en mi novela y un paseante aprovechó un semáforo para preguntarme a boca de jarro si me gustaban las películas de Jean Eustache. Me quedé de piedra. Aquel peatón parecía salido directamente del libro que estaba yo escribiendo. Quizás lo que sucedía era que ni siquiera había salido de mi casa y aún seguía en la mesa de trabajo. Y sí. No lo había pensado hasta entonces, pero mi novela estaba emparentada con el mundo de Eustache, el autor de La mama et la putain. Asombroso.
La mirada más característica del artista tiene un lado sombrío, que detectamos cuando nos llega la sospecha de que nuestros autores favoritos escribieron con pericia admirable sobre la vida, pero jamás supieron nada acerca de ella. En muchos de ellos es perceptible incluso una especie de paso atrás en la relación con el mundo, un escalón extraño que les separa de la realidad. Pero sin ese escalón sería difícil comprenderlos, porque éste paradójicamente les ayudó a sobrevivir y a ser, de paso, falsos conocedores de la vida, sorprendentes narradores, grandes tarados: en el fondo, seres convencidos de que la verdad tiene la estructura de la ficción.
Está claro que sus mundos paralelos y sus mentales vidas secretas extremas dificultan la resolución del viejo conflicto de las relaciones del artista con la realidad. Y más cuando a nadie se le escapa que, a fin de cuentas, en las mejores mentes se ha dado siempre, tarde o temprano, esa especie de paso atrás en la relación con el mundo. Quizás todo podría tener una cierta solución si recurriéramos a esta fórmula tan sencilla: el arte no es para nada la vida, sólo se le parece.
Pero mientras no recurramos a ella, seguiremos intrigados espiando a los artistas de miradas que parecen lugares nublados donde dos realidades conviven del modo más salvaje. Podemos verles a esos extraños personajes de tarde en tarde, cuando se dejan caer por alguna reunión mundana. Se nota a la legua que en ese momento se sienten desplazados de sus cuartos de trabajo. Caminan sin rumbo, desorientados solitarios, creadores constantes de mundos únicos y excepcionales, grandes tarados. Últimos supervivientes de un agónico modo de mirar. Nada que ver con los escritores que consideramos normales, todos tan felices, siempre con buena conducta y las rodilleras impolutas, buenos chicos que no añoran sus mesas de trabajo, pues tienen el vacío instalado en ellas, lo que les permite precisamente pasear con naturalidad por los salones del mundo.  A los grandes tarados les sucede lo contrario. Se nota que andan dándole vueltas a esa descripción que dejaron interrumpida cuando salieron de viaje al exterior: vueltas y más vueltas a “ese rastro diminuto y cruel de arsénico en un vaso de plástico” o a esa “nieve sombría entre los árboles”.
Perdidos en la realidad, confirman con sus actitudes que un escritor que no escribe es, de hecho, un monstruo merodeando la locura. Cuando pienso en ellos, últimos felices extraviados de una cultura cada vez más protectora de obras perezosas o infantiles, cuando pienso en esos grandes tarados sin sentimientos, me acuerdo de John Banville, que dice sentir envidia de los fines de semana de los oficinistas y del lujo de dos días enteros de libertad, pues para él un fin de semana es una tortura de hastío, frustración y el amargo esfuerzo de pasar por un ser humano: “Cuando no está en su mesa, el escritor se siente vacío, siente que es una piel despellejada sin huesos”.
¡El amargo esfuerzo de pasar por un ser humano! Ahí está abreviado lo que más define a esos últimos raros, siempre extravagantes y con vocación de traspapelados, incapaces de saber qué es la vida y menos aún qué puede ser un verdadero sentimiento, siempre evidenciando el problema de fondo que puede leerse en el blasón de su delirio heredado de generación en generación: la existencia de una “nieve sombría”, pero no entre los árboles, sino en sus cada día más precarias relaciones con el famoso mundo real.





Tomado de www.enriquevilamatas.com



domingo, 4 de enero de 2015

Cabrera Infante: el gran exiliado





Derek Walcott


1.
Conocemos La Habana principalmente a través de sus fotografías. El gran exiliado, Guillermo Cabrera Infante, en sus recuerdos de la ciudad en Delito por bailar el chachachá, utiliza el tipo de imágenes que adoran los fotógrafos: encostradas, pompéyicas, el Technicolor citadino disuelto en blanco y negro, su poesía reducida a propaganda documental, sus graffiti a eslóganes socialistas, mientras que sus palmas abandonadas llevan ondeado el mismo estandarte de "Patria o Muerte" durante casi medio siglo. 

1.
Pero la música de La Habana aún puede escucharse a través de columnas descascaradas, y sus danzantes folclóricos aún portan los llamativos trajes de las películas viejas de cuando Hollywood diseñó su estilo. Los rasgos de la ciudad se ruborizan con nostalgia como los de Gloria Swanson en Sunset Boulevard, sus chiquillos blanco y negro corren en una bruma como los niños mendigos en Larga es la noche, sus sombras se asemejan a las de Berlín Oriental, su tristeza es orquestada no por una cítara como en El tercer hombre, sino por el vibrante lamento de una guitarra.

La Habana, para el novelista, periodista, crítico y guionista Guillermo Cabrera Infante, es como una novela de misterio enmarcada en los cuarenta con arpegios de guitarra que disuelven la estasis y liberan memorias cual palomas elevándose al tamborileo estático e infeccioso en alabanza de deidades exiliadas, en la rumba, el changó y la santería. Mea Cuba, la colección de ensayos y reseñas de Cabrera Infante, publicada en Madrid en 1992 y en su país en 1994, está dedicada a un compañero de exilio, el gran director de fotografía Néstor Almendros.

Para el exiliado, la música de su país debe ser la más dolorosa. Imaginen entonces a Cabrera Infante sorprendido por un brillante estallido de música cubana proveniente de una soleada calle de Londres. Nunca regresará a La Habana, ciudad que ha descrito con tan acre afecto en sus trabajos anteriores: las novelas Tres tristes tigresLa Habana para un infante difunto y Vista del amanecer en el trópico, la monografía monolítica sobre puros, Puro humo, y la prosa recopilada, Mea Cuba. El tema de que ningún exilio puede desterrar, sin importar cuán prolongado, es una Habanera, un lamento sin reconciliación que encierra la muerte de amigos, muchos por mano propia, las traiciones inherentes en toda revolución y la sórdida banalidad, piensa Cabrera Infante, en que se ha convertido la vida cubana.

En una dictadura sólo existe una autobiografía autorizada, la del dictador. Pero el exilio produce lo que estaba conceptualmente prohibido, el yo (the "I") que tiene una importancia mayor que el ojo (the "eye") vigilante. La colección autobiográfica de Cabrera Infante se llama Mea Cuba, sólo que Cuba no es suya, sino de Fidel Castro.

 *

Cabrera Infante dejó Cuba el 3 de octubre de 1965. Salió literalmente volando (en avión hacia Bélgica) y su huida fue muy conmovedora. Su periodismo es consistente al narrar el horror y el sufrimiento de la Cuba de Castro. En las piezas más extensas escribe con la convicción de un novelista:

“Ahora, fuera de la funeraria, después del pésame, al acercarse [el escritor Carlos] Franqui, conversar y seguir luego hacia el edificio en luto, Gustavo [Arcos, el embajador cubano en Bélgica] me aseguró que Franqui estaba loco. No supe qué quería decir...

Al día siguiente fui al Ministerio a una consulta con el ministro Roa. Roa me dijo, después de pulir sus zapatos en sus pantalones varias veces: "Chico, ¿qué opinas tú de Arcos? ¿Es o no un borracho?" Le dije lo único que podía decirle: la verdad. No, Arcos no era un borracho. Nunca lo había visto borracho. Bebía, sí, de vez en cuando, un poco de vino con las comidas, que es una costumbre europea. "Pero tú has vivido en la embajada", insistió Roa. Nunca lo vi borracho. Ni una vez. Ni siquiera bebido o mareado. "Bueno", dijo Roa, "me han informado mal".

Esto parece deberle mucho, en la pureza de su repetición, a las primeras obras de ese cubano honorario, Ernest Hemingway. "Me han informado mal" es también una línea de Casablanca, cuando un personaje dice que ha venido a la ciudad desierta por las aguas.

En una tiranía política, nadie sabe por qué crimen podría ser juzgado. A Guillermo Cabrera Infante, quien traduce su propia obra al inglés, podría acusársele por sus puns [o la inexacta traducción, retruécanos] implacables. "Silence, exile and cunning" es el juramento bien profundo y bien conocido que hace Stephen Dedalus al dejar su isla, Irlanda; pero Cabrera Infante, otro insular y artesano, parece haber hecho un juramento casi opuesto al del héroe de Joyce: "Loquacity, exile and punning." En Mea Cuba, llama a la dictadura de la que huyó "Castroenteritis".
 
Incluso en su periodismo es un punster o hacedor de retruécanos incorregiblemente cruel, como lo muestra una reseña de dos diccionarios de cine, uno de Ephraim Katz, otro de David Thomson, cuyo libro "has even more lives than Katz, but unlike Katz, Thomson is a killer with a deus ex machine-gun". Las estocadas mentales y la risita que las acompaña pueden hacernos sentir el enfado de Lear frente a su Bufón. "Paradise is only a pair of dice." "Sent to Siberia on Iberia." "The Jews who engendered the Wandering Jew, from among them rose Jewlysses." En Puro humo, su libro sobre puros, escribe: "an everyday phoenix gone astray".

Los puns no son como los de Finnegans Wake. No tienen varios planos ni un lenguaje propio. Los puns no sólo se basan en la familiaridad de un lenguaje, sino en algo cercano a su desprecio. Quizás incluso el autodesprecio de la vergüenza inmigrante. Escribe Cabrera Infante:

“En otro lugar, en otro libro, Borges habla, no sin razón, de cómo un sinónimo es tan sólo el intento de cambiar las ideas con un mero cambio de sonido. Esto se lo imputa al español y a los españoles, aunque esa pretensión, lo sé bien, ocurre en otras lenguas. (O al menos en las tres lenguas que puedo leer sin mover los labios.)”

Cada oración contiene un eco, y ese eco es hasta cierto punto un pun, pues su exactitud tiene un tono y una función diferentes, aun cuando significa lo mismo; cada palabra escrita tiene su sombra, y es en este territorio, borgesiano pero menos literario y más cinemático, donde Cabrera Infante es tan divertido como aterrador.

En un ensayo sobre el oportunismo del pintor Jacques-Louis David, Cabrera Infante escribe sobre la manera en que David retrata a Napoleón cuando "cruza los Alpes en fogoso corcel —lo cual en realidad fue una corta travesía en mula". La magnificación de mula a caballo mediante la ficción de la pintura es una suerte de pun. Esto puede ser tan cierto para el David de Cabrera Infante como lo es para García Márquez y su glorificación del Napoleón de la Sierra Maestra, Fidel Castro. Obscena como es la adulación, la han practicado poetas cortesanos, e incluso tribales, desde el nacimiento del poder.

*

A lo largo de su reportaje sobre la Cuba de Castro, en nuestra lectura, existe un margen de temor, una sombra paralela al texto afligido, la pista de un documental escrito donde los temas se ven en blanco y negro. Por la honestidad de sus detalles, Mea Cuba es de una importancia inestimable. Hay algunos escritores cuya mezcla de periodismo y ficción contiene una excitación indistinguible: Hemingway, Dickens, Naipaul, Greene y Cabrera Infante. El poder de la prosa periodística de Cabrera Infante reside en que no es la disensión polémica, sino el sentido común devastador lo que vuelve absurda a la autoridad. Su testimonio implacable en contra del catequismo comunista —las pomposidades polisilábicas del catecismo, su sintaxis concreta e inflexible— es más rico que la disensión de Orwell en su talante humorístico, sus risitas de desacuerdo y su tono de parodia continua, que me parece particularmente caribeña, aunque también particularmente española en su picong, la palabra trinitaria para sátira. Éste es el origen del insaciable gusto de Cabrera Infante por el pun. La consecuencia es que enloquece a la pomposidad; la revolución no se toma en serio, y tal irreverencia, como lo es en cualquier ortodoxia, incluida la Iglesia Católica Romana, es una blasfemia que trae consecuencias infernales —como el destierro.

Los padres de Cabrera Infante fueron fundadores del Partido Comunista Cubano. En la sala, junto a la efigie de Cristo, colgaba un retrato de Stalin. En la Cuba anterior a Castro, Cabrera Infante era editor, guionista y reseñista de cine. Si bien fue seguidor de la revolución y agregado cultural durante el régimen de Castro, su revista fue censurada, y luego cerrada por el gobierno. Al exiliarse, Cabrera Infante se volvió uno de los primeros y más sinceros críticos de Castro. En Londres, sostiene ser "el único escritor inglés que escribe en cubano". En 1997, el Ministerio Español de Cultura le otorgó el Premio Cervantes.

 2.
     
Su libro más reciente, Delito por bailar el chachachá, es un retrato multifacético de la ciudad que abandonó hace tanto tiempo y un provocativo experimento estilístico. En el prólogo, Cabrera Infante explica cómo debería abordarse la colección:

“Los tres cuentos de este libro están hechos de recuerdos. Dos ocurren en el apogeo del bolero, el tercero después de la caída en el abismo histórico. El tiempo es por supuesto diverso, pero el espacio, la geografía (o si se quiere, la topografía: todos los caminos conducen al amor) es la misma. Los personajes son intercambiables, pero en el tercer cuento el hombre es más decisivo que la mujer en la única narración en primera persona, que no lo parece. A pesar de que sus reflexiones —mirándose en un espejo dialéctico— son todas literarias o referidas a un solo libro. La ciudad es siempre la misma. ¿Tengo que decir que se llama La Habana?”

Las tres historias comienzan con el mismo hombre y la misma mujer sin nombre, comiendo juntos en un restaurante en La Habana de finales de los años cincuenta. Las tres están unidas por los incorregibles puns de Cabrera Infante y sus agudas descripciones cinemáticas. La primera y segunda historias, "En el gran ecbó" y "Una mujer que se ahoga", son obviamente de una pieza, pues comparten mucho del mismo diálogo y tocan mucho del mismo tema. Pero cada una de las tres historias rompe sus premisas comunes para destacar aspectos muy diferentes del hombre, la mujer y la ciudad.

Según Cabrera Infante, todas las artes aspiran a la condición de la música popular. De este modo, las tres historias están orquestadas en tres ritmos diferentes: "En el gran ecbó" a ritmo de santería, "Una mujer que se ahoga" de bolero, y "Delito por bailar el chachachá", por supuesto, de chachachá. Las tres historias tienen la simultaneidad de la pintura cubista, del mismo acontecimiento o imagen visto desde diferentes ángulos en el mismo instante, de una historia contada desde diferentes perspectivas, como en la película Rashomon, de Kurosawa, a la cual alude el hombre de "En el gran ecbó".

*

En la primera parte de "En el gran ecbó", el ambiente de restaurante y el diálogo terso y formal tienen la misma notación sutil de repetición y silencio que "Colinas como elefantes blancos" de Hemingway. Es como si el hombre y la mujer, que al parecer están discutiendo, fueran actores recitando oraciones que el escritor les dio, con un eco tan efectivo como la expresión:

“—¿En qué piensas? —preguntó ella y su voz sonó curiosamente dulce, tranquila...
—No escampa.
—No —dijo él.
—¿Algo más? —dijo el camarero.
Él la miró.
—No gracias —dijo ella.
—Yo quiero un café y un tabaco.
—Bien —dijo el camarero.
—Ah, y la cuenta, por favor.

—Sí, señor.
—¿Vas a fumar?

—Sí —dijo él. Ella detestaba el tabaco.
—Lo haces a propósito.
—No, sabes que no. Lo hago porque me gusta.
—No es bueno hacer todo lo que a uno le gusta.
—A veces, sí.
—Y a veces, no.”

La oblicuidad es como la tenue música de un piano de salón. El metro de la conversación es como el tintineo de la lluvia en el alero. Entonces la lluvia se vuelve un diluvio. La pareja se levanta de su mesa con la orquestación del ahora torrencial aguacero. Salen del restaurante. Tanto la narración como el diálogo conservan la sensación de acertijo, de enigma, no para ellos, que saben quiénes son y qué están haciendo, sino para nosotros, los lectores.

Tras un paseo en auto lleno de referencias opacas a discusiones pasadas y causas de dolor, llegan al gran ecbó del título de la historia, un ritual de santería africana que, con su espíritu apasionado y frenético, representa un marcado contraste frente el exangüe diálogo de restaurante de la pareja. A diferencia de la narración de la primera escena, la ceremonia se describe en una prosa que imita el ritual mágico, que se precipita sin puntuación alguna. Mientras observan a las personas "atrapando el espíritu", siendo poseídas, el hombre informa a la mujer que ella es incapaz de estremecerse de la misma manera: "Esto es cosa de ignorantes. No para gente que ha leído a Ibsen y Chéjov y que se sabe a Tennessee Williams de memoria, como tú."

Sus reacciones ante el ritual revelan mucho sobre la pareja: el hombre muestra su peor lado —cansado, arrogante, y racista— mientras que la mujer es hechizada.

Una anciana negra se acerca al hombre; quiere hablar con la mujer joven. Él observa cómo la mujer joven la escucha, viendo el suelo. Cuando regresa, él le pregunta: "¿Qué te ha dicho la negrita esa?" Ella lo miró con dureza. "La negrita esa, como tú dices, ha vivido mucho y sabe mucho y si te interesa enterarte, acaba de darme una lección."

El colorido de la historia es el blanco y negro de una película de los cuarenta: la lluvia densa es gris, los manteles en los restaurantes son blancos, como las camisas de los meseros encima de sus pantalones negros, como el vestido de la mujer con su cabello negro; e igual de blancas son las piedras del pequeño cementerio y los trajes de los celebrantes de la santería y sus turbantes y velas blancas. Pero aquí la inocencia no es blanca y radiante como Ingrid Bergman en Casablanca, sino gris como la lluvia y ambiguamente pesada; el clima de la dictadura:

“—¿Por qué se visten de blanco? —preguntó ella.

—Están al servicio de Obbatalá, que es la diosa de lo inmaculado y puro.
—Entonces yo no puedo servir a Obbatalá —dijo ella, bromeando.”

El contagio es el tema de las tres historias. Como los pilares de la ciudad, el amor en ella se siente infectado, ligeramente febril, y en la tercera historia envenenado por la desconfianza y la traición.

Como nos enteramos al final, la mujer también es actriz; aquí hallamos otro nivel de irrealidad, de la convención del artificio que incluye la ficción (la historia que se narra), el amor (que vierte ilusión y fantasía) y el teatro (más convincente en su sufrimiento que la realidad ordinaria).

"En el gran ecbó" termina de vuelta en el auto del hombre, después de que la actriz, claramente transformada por su encuentro con la anciana, insiste en irse. Después de decirle al hombre que la lleve a casa, le regresa dos fotos: una de una mujer y otra de un niñito con ojos enormes y solemnes, y sin sonrisa. ¿Es el niño la víctima de su divorcio, o está muerto? La incertidumbre es perturbadora y el final desolador. "Están mejor contigo", dice la mujer al tiempo que entrega las fotos.

*

La segunda historia, "Una mujer que se ahoga", comienza así:

“Llovía todavía. La lluvia golpeaba incesante las viejas y cariadas fachadas y las columnas carcomidas por el tiempo. Las casas parecían arcas flotando en un diluvio local. Una sola pareja estaba a resguardo simplemente porque los dos se sentaban en el comedor de un restaurante de moda.”

Comparemos esto con la primera historia, que comienza así:

“Llovía. La lluvia caía con estrépito por entre las columnas viejas y carcomidas. Estaban sentados y él miraba el mantel.”

Es como si el autor de la primera historia, tras haberla terminado, hubiera respirado profundamente, y comenzara una nueva con un metro idéntico al de la primera, pero extendiéndose en el ritmo y los detalles. Los detalles atmosféricos de "Las casas parecían arcas flotando en un diluvio local" implican una nueva dirección: lo que se dejó fuera ha sido restaurado, y esta nueva capacidad extensiva, este espacio para una respiración más descriptiva alarga el diálogo y redefine a los personajes. Lo terso, lo tácito se está volviendo repetitivo, redundante y, tal vez en última instancia, barroco; es decir, pasamos de Hemingway a Faulkner.

De nuevo, en la primera historia: "Estaban sentados y él miraba el mantel." Y en la segunda: "El hombre miraba ahora el mantel blanco como si fuera estampado."

Estas variaciones de acordes, de color, están sutilmente calculadas. La segunda historia se lee casi como una reescritura, aunque no lo es; tiene un objetivo más profundo, cuestionar el concepto de autoridad autoral, de verdad ficcional. Un cambio de tono hace el diálogo más malhumorado; el hombre tiene la crueldad cansada, la malicia sarcástica y autolacerante del escritor moribundo en "Las nieves del Kilimanjaro". Pero el pun indestructible vuelve a aparecer:

“—Vaya, vaya. Y mi madre que me predijo que terminaría casándome con un hombre bajito y prieto que fumaría tabacos.
—Profética la anciana —dijo él—. Pero falló en su predicción: no nos hemos casado todavía.”

Todo en "Una mujer que se ahoga" es un poco más maduro, se describe con mayor profusión:

“El humo de su habano surgió azul como de esa pistola humeante con que el asesino acaba de disparar certero. La víctima no había caído todavía, iba cayendo sin vida, caída como caen los cuerpos muertos. Aun los buenos cuerpos. Mientras, frente a la iglesia clausurada la lluvia azotaba los arbolitos indefensos y hacía pocetas en la plaza...”

Además de estas variaciones más sutiles en la descripción y el diálogo, "Una mujer que se ahoga" omite el desenlace dramático del ritual de santería de "En el gran ecbó". Aquí la pareja permanece en el restaurante durante toda la historia, y su diálogo imita los boleros que salen del radio como fondo.

En cambio, el clímax de la historia llega con la narración que el hombre hace sobre una turista estadounidense que, haciendo caso omiso de las recomendaciones locales, insiste en salir de su hotel durante un aguacero y desaparece para siempre en una alcantarilla. La mujer está sentada en el borde de la silla durante toda la historia pero, luego de que su diálogo termina por convertirse en otra discusión, se levanta para hacer su propio "acto de desaparición" y deja el restaurante sola en la lluvia. Otro final desolador.

*

Cabrera Infante no es el primer escritor en otorgar a la mitología popular del cine la autoridad e influencia que tiene en la ficción, ni en aceptar y rendir homenaje a sus iconos como si provinieran de una enciclopedia clásica. Joyce quería administrar una sala de cine. Cabrera Infante escribió guiones cinematográficos y reseñó películas, y la presencia de la cámara, no sólo su influencia, se nota en estas tres historias. Bogart, Sydney Greenstreet y la Warner Brothers sustituyen la Mitología de Bullfinch.

En La Habana para un infante difunto, el narrador recuerda:

“Fui al cine de día, asistí al acto maravilloso de pasar del sol vertical de la tarde, cegador, a entrar al teatro cegado para todo lo que no fuera la pantalla, el horizonte luminoso, mi mirada volando como polilla a la fuente fascinante de luz.”

Escribe suponiendo que el lector también es un fanático del cine, cuyos clásicos son un hecho en la educación moderna, un fanático que no sólo conoce a las estrellas, sino también a los actores secundarios. En La Habana para un infante difunto, compara al mejor amigo de su padre en La Habana, un conductor de camión y comunista clandestino, con William Demarest —comparación que convence al instante.

El villano de la tercera historia, que da título al libro, habría sido Sydney  Greenstreet o su versión menor, Laird Cregar, con una malevolencia irascible, pero sin la afabilidad. "Delito por bailar el chachachá", a pesar de empezar con el mismo hombre y la misma mujer, está marcada por una desviación estilística y temática respecto de las dos primeras. Aquí la actriz es una presencia mucho menor, y deja al hombre casi de inmediato en el restaurante —esta vez en forma afectuosa, y sólo tras asegurarse de que estará esperándola cuando su obra termine. El resto de la historia es sólo del hombre y la narración lo refleja, pues cambia "de la tercera persona [de las dos primeras historias] a la primera", como lo explica Cabrera Infante en el epílogo. Como resultado de este cambio de perspectiva, el hombre muestra por fin simpatía —es más íntimo y robusto y menos opaco y reservado y, con una biografía específica, en cierta medida un doble del propio Cabrera Infante.

Luego de que la actriz se va, el hombre pasa la mayor parte de la historia coqueteando con cada mujer hermosa que entra, e imaginando cómo podría desposarla. Entre sueños, recibe visitantes no deseados que se detienen en su mesa. En esta historia, La Habana es una ciudad de comunismo y censura, y la narrativa se ocupa del clima político de los primeros años del gobierno castrista en forma mucho más explícita que las dos primeras. El primer visitante del hombre es un viejo conocido, un alquiladizo abrasivo del partido que llama al narrador "Chakespeare" e "intelertual burgués". El narrador no responde, pero, en uno de los pasajes más poderosos y conmovedores del libro, piensa:

“Si fuera otra persona la que enfrento le contaría mi vida en términos clasistas, que están de moda. Soy un burgués que vivió en un pueblo... donde solamente el doce por ciento de la población comía carne y este burgués estuvo entre ellos hasta los doce años que emigró con su familia a la capital, subdesarrollado físico y espiritual y social, con los dientes podridos, sin otra ropa que la puesta, con cajas de cartón por maletas, que en La Habana vivió los diez años más importantes en la vida de un hombre, la adolescencia, en una miserable cuartería, compartiendo con padre, madre, hermano, dos tíos, una prima, la abuela (casi parece el camarote de Groucho en Una noche en la ópera pero no era broma entonces) y la visita ocasional del campo, todos en un cuarto por toda habitación... que los libros en que estudió eran prestados o regalados... que tuvo que renunciar a hacer una carrera universitaria porque la única salvación familiar estaba en el trabajo peor pagado y más abrumador para alguien que amaba la lectura: corrector de pruebas de un diario capitalista.”

Cuando por fin logra deshacerse de este hombre, se encamina hacia él otro visitante, un comisario de cultura, incluso menos grato que su predecesor. Al verlo, el narrador recuerda a "Mark Twain, que dice que un banquero es alguien que presta un paraguas cuando hay sol y lo reclama enseguida cuando hay mal tiempo. Pensé que nada se parece tanto a un banquero como un comisario". Resulta que el narrador edita un suplemento literario, acusado por el comisario de promover formas de arte que florecieron bajo la influencia imperialista.

El chachachá del título aparece en esta historia no como una danza en la que participan o que escuchan los personajes, sino como un tema de discusión política. Dice el narrador a su interlocutor:

“Pues bien, este baile popular, hecho por el pueblo, para el pueblo, del pueblo... que suelta a los negros mientras mueve a los blancos, tuvo su nacimiento alrededor de 1952, año fatal en que Batista dio uno de sus tres golpes... Tú debes preguntarme ahora qué quiero yo decir, para poder responderte que el chachachá, como el arte abstracto, como la "literatura que nosotros hacemos", como la poesía hermética, como el jazz, que todo arte es culpable. ¿Por qué? Porque Cuba es socialista, ha sido declarada socialista por decreto, y en el socialismo el hombre es siempre culpable.”

La historia acaba cuando otra mujer hermosa entra al restaurante y el narrador piensa: "...ella era el amor. ¿Tengo que decir que lo avasalló todo?"

*

Cada una de las historias es una pequeña obra de arte perfectamente equilibrada. Pero por su candor, su amargura ponzoñosa, la tercera es la más valiente en su sufrimiento. Si bien está condensada, es completamente comprensiva, la profecía de un exilio venidero.

Sin embargo, el hecho es que la ficción sólo aparenta la verdad absoluta, que una historia, una vez escrita, es artificio inmediato, que el arte no puede separarse de la astucia (cunning). No es sólo la cuestión teatral en torno a qué es verdad y qué es pose en las historias de Cabrera Infante. Lo verdadero en la ficción es lo que interesa a la armonía de una historia, mientras que la verdad es otra cosa, es la indagación en un tribunal judicial y en el confesionario. Cada testigo cuenta una historia diferente, aun la que es verdadera, y dado que el escritor o narrador es simplemente otro testigo, puede haber tantas historias como testigos haya, y cada historia colocada junto a otra conservará sus imprecisiones, sus recuerdos contradictorios. Aquí el enigma no radica meramente en los testimonios contradictorios, como en Rashomon: es el enigma de toda la ficción, cuyas impresiones no contradictorias son como las de un objeto visto a través del ojo de una mosca y no a través de la lente única de una cámara.

Las contradicciones entre las historias de Cabrera Infante son irritantes porque nos sentimos traicionados tras depositar toda nuestra confianza en la primera oración de la primera historia o capítulo, la primera y única versión que ha seducido nuestra fe; pero la prosa de la segunda es igual de buena, incluso mejor por momentos, sin ser una revisión y mejora de la primera. ¿Debería borrarse y olvidarse la primera? ¿Debería escudriñarse en ambas historias para ver si mienten? Y si no lo hacen, ¿existen entonces verdades múltiples en las dos o tres versiones? Tampoco se trata meramente de cuestionar la autoridad, la vanidad de la ficción. ¿Acaso el narrador puede ser acusado de mentir, de traicionar al lector? Y si el narrador es el escritor y su ficción es un testimonio contradictorio, entonces ¿qué pasa con su política?

Un poema, por su música, su metro y sus armonías silábicas, no podría ser acusado de semejante traición camaleónica. De serlo, tendría que cambiar su música y se convertiría en otro poema, en uno diferente. En este caso, la ficción permite que las tres historias juzguen todas las cualidades, excepto la verdad, y quizá sea ése el meollo de Cabrera Infante: para contar una historia se deben contar tres, no porque existan tres personajes principales, más un cuarto, él mismo, sino porque estas variaciones (que no orquestaciones) representan la búsqueda de la armonía no contradictoria que ofrece la poesía.

La poesía que ofrece la ficción se encuentra en la incoherencia de la magia de la ceremonia africana en la primera historia, donde la narrativa sucumbe ante el ritmo narcótico de los tambores y los celebrantes de la santería:

“...y ahora el canto repercutía en las paredes y se extendía olofi olofi sese maddie sese maddie por todo el local y llegaba hasta dos muchachos negros con uniformes de pelotero y que miraban y oían como si todo aquello les perteneciese pero no quisieran recogerlo y a los demás espectadores y ahogaba el ruido de las botellas de cerveza y los vasos en el bar del fondo y bajaba la escalinata que era la gradería del estadio y saltaba por entre los charcos formados en el terreno de pelota y avanzaba por el campo mojado...”

Pero también existe una poesía que parece deberle mucho a Hemingway, no sólo a "Colinas como elefantes blancos", sino también al hermoso y largo fragmento de "La España de Miró" al final de "Muerte al atardecer".

La maestría de Cabrera Infante se nota igualmente cuando se traduce a sí mismo. En otro pasaje de la primera historia, traduce: "They ran to the car and they got in". El detalle está en la conjunción, el ritmo de las dos acciones separadas -no dice "they ran to the car and got in". La maestría radica en pequeñas pinceladas, en el asombro, es decir en la veracidad de lo insignificante.

“Corrieron hasta el auto y entraron. Él sintió que le sofocaba la atmósfera dentro del pequeño automóvil. Se ubicó con cuidado y encendió el motor. Pasaron y dejaron detrás las estrechas, torcidas calles de La Habana Vieja, las casas viejas y hermosas, algunas destruidas y convertidas en solares vacíos y asfaltados para parqueo, los balcones de complicada labor de hierro, el enorme, sólido y hermoso edificio de la aduana, el Muelle de la Luz y la Alameda de Paula, hecho un pastiche implacable, y la iglesia de Paula, con su aspecto de templo romántico a medio hacer y los trozos de muralla y el árbol que crecía sobre uno de ellos y Tallapiedra y su olor a azufre y cosa corrompida y el Elevado y el castillo de Atarés, que llegaba desde la lluvia, y el Paso Superior, gris, de hormigón, denso, y el entramado de vías férreas, abajo, y de cables de alta tensión y alambres telefónicos, arriba, y finalmente de la carrera abierta.”

En cada historia el hombre es moralmente inerte y políticamente cínico, desconfiado, y su actitud es experimentada y de cansancio, al tiempo que oculta su cobardía, una cobardía descolorida tan blanca como el lino de los manteles o de los trajes de la ceremonia africana de la que se burla.

Para mí, esta blancura contiene trajes de santería y de bautistas changó, de danzantes folclóricos, de hacendados en trajes de lino, de paredes y cementerios al lado del mar, la valentía del negro de la intensidad africana, y no el color de la cobardía, la espectral ceremonia de velas y altares —el presente conserva sus transparencias detrás de las cuales el blanco y negro de la impresión decimonónica, o la película en blanco y negro, conservan su contorno, y en muchos casos su textura, en el metro inalterable de las hojas de palma, monódicas y perdurables en la separación de las sílabas, incluso en su aceleración hacia ventarrones y huracanes; una geografía diferente requiere una estética diferente. Una ficción diferente. Tres ficciones diferentes. Estas canteras.

*

Casi medio siglo ha pasado desde el exilio de Cabrera Infante. Su maligno enemigo aún gobierna Cuba y ya existe una generación que no conoce otro gobierno. La barba negra de Fidel, emblema de los días de guerrilla en la Sierra Maestra, se ha puesto blanca como una ladera de los Alpes suizos, su caminar es trémulo y su público se quedó sin aliento al verlo tambalearse ante el micrófono recientemente. Ha sobrevivido asesinatos e invasiones, y sobrevivirá al desprecio implacable de Cabrera Infante. O tal vez no, pues la colérica hermosura de las tres hermosas historias que conforman este libro es más permanente que cualquier régimen.

Como solía decirse en Cuba: Nacer aquí es una fiesta innombrable. Tal vez aún se dice, pero su más grande exiliado escribe:

“Si bien perdí un país, gané nuevos lectores. Ser cubano es ser nacido en Cuba. Ser cubano es ir con Cuba a todas partes. Ser cubano es llevar a Cuba dentro como una música inaudita, como una visión insólita que nos sabemos de memoria”.


 


 Traducción de Adriana Santoveña



Tomado de Letras Libres, abril 2005




¿Qué es lo contemporáneo?






Giorgio Agamben


La pregunta que quisiera apuntar al comienzo de este [texto] es: “¿De quién y de qué somos contemporáneos? Y, ante todo, ¿qué significa ser contemporáneos?” Una primera y provisoria indicación para orientar nuestra búsqueda hacia una respuesta nos llega de Nietzsche. Justamente en uno de sus cursos en el Collège de France, Roland Barthes la resume de esta manera: “Lo contemporáneo es lo intempestivo”. En 1874, Friedrich Nietzsche, un joven filósofo que había trabajado hasta ese momento con textos griegos y dos años antes había alcanzado una inesperada fama con El nacimiento de la tragedia, publica las Unzeitgemässe Betrachtungen, las “Consideraciones intempestivas”, con las que quiere hacer las cuentas con su tiempo, tomar posición con respecto al presente. “Esta consideración es intempestiva”, así se lee al principio de la segunda “Consideración”, pues trata de “entender como un mal, un inconveniente y un defecto algo de lo que la época está orgullosa, es decir, su cultura histórica, pues yo pienso que todos somos devorados por la fiebre de la historia pero por lo menos tendríamos que darnos cuenta”. Nietzsche coloca su pretensión de “actualidad”, “su contemporaneidad” con respecto al presente, dentro de una falta de conexión, en un desfase. Pertenece verdaderamente a su tiempo, es realmente contemporáneo aquel que no coincide perfectamente con él ni se adapta a sus pretensiones, y es por ello, en este sentido, no actual; pero, justamente por ello, justamente a través de esta diferencia y de este anacronismo, él es capaz más que los demás de percibir y entender su tiempo.
Esta falta de coincidencia, este intervalo no significa, obviamente, que contemporáneo sea aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico que está mejor en la Atenas de Pericles o en el París de Robespierre y del marqués de Sade que en la ciudad o en el tiempo en el que le tocó vivir. Un hombre inteligente puede odiar su tiempo, pero de todas maneras sabe que pertenece a él irrevocablemente, sabe que no puede huir a su tiempo.
La contemporaneidad es esa relación singular con el propio tiempo, que se adhiere a él pero, a la vez, toma distancia de éste; más específicamente, ella es esa relación con el tiempo que se adhiere a él a través de un desfase y un anacronismo. Aquellos que coinciden completamente con la época, que concuerdan en cualquier punto con ella, no son contemporáneos pues, justamente por ello, no logran verla, no pueden mantener fija la mirada sobre ella.

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En 1923, Osip Mandelštam escribe una poesía que titula “El siglo” (aunque la palabra rusa vek significa también “época”). Ella contiene no una reflexión sobre el siglo, sino sobre la relación entre el poeta y su tiempo, es decir, sobre la contemporaneidad. No el “siglo”, sino, según las palabras que abren el primer verso, “mi siglo” (vek moi):

Siglo mío, mi bestia, ¿quién podrá/ mirarte a los ojos/ y unir con su sangre/ las vértebras de dos siglos?

El poeta, quien tenía que pagar su contemporaneidad con la vida, es aquel que debe tener fija la mirada en los ojos de su siglo-bestia, unir con su sangre la espalda despedazada de su tiempo. Los dos siglos, los dos tiempos no son solamente, como fue sugerido, el siglo XIX y el XX, sino también, y ante todo el tiempo de la vida del individuo (recuerden que la palabra latina saeculum significa en sus orígenes el tiempo de la vida) y el tiempo histórico colectivo, que llamamos, en este caso, el siglo XX, cuya espalda —aprendemos en la última estrofa de la poesía— está despedazada. El poeta, en cuanto contemporáneo, representa esta fractura, es lo que impide al tiempo formarse y, a la vez, la sangre que debe suturar la ruptura. El paralelismo entre el tiempo —y las vértebras— de la criatura y el tiempo —y las vértebras— del siglo constituye uno de los temas esenciales de la poesía:

Hasta que vive la criatura/ debe llevar sus propias vértebras,/ los flujos bromean/ con la invisible columna vertebral./ Como tierno, infantil cartílago/ es el siglo neonato de la tierra.

El otro gran tema —también éste, como el anterior, una imagen de la contemporaneidad— es el de las vértebras despedazadas del siglo y de su unión, que es obra del individuo (en este caso, del poeta):

Para liberar al siglo de las cadenas/ para dar inicio al nuevo mundo/ se necesita reunir con la flauta/ las rodillas nudosas de los días.

Se puede probar con la siguiente estrofa, la que cierra el poema, que se trata de una labor irrealizable —o, incluso paradójica—. No sólo la época-bestia tiene las vértebras despedazadas, sino también vek, el siglo que apenas nació, con un gesto imposible para quien tiene la espalda rota, quiere voltearse hacia atrás, contemplar las propias huellas y, de este modo, muestra su rostro demente:

Pero está despedazada tu columna/ mi estupendo y pobre siglo./ Con una sonrisa insensata/ como un bestia alguna vez flexible/ te volteas hacia atrás, débil y cruel/ a contemplar tus huellas.

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El poeta —el contemporáneo— debe tener fija la mirada en su tiempo. ¿Pero qué es lo que ve quien observa su tiempo, la sonrisa demente de su siglo? En este punto quisiera proponerles una segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que tiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no la luz sino la oscuridad. Todos los tiempos son, para quien experimenta la contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, justamente, aquel que sabe ver esta oscuridad, y que es capaz de escribir mojando la pluma en las tinieblas del presente. ¿Pero qué significa “ver las tinieblas”, “percibir la oscuridad”?
Una primera respuesta nos la sugiere la neurofisiología de la visión. ¿Qué nos pasa cuando nos encontramos en un ambiente en el que no hay luz, o cuando cerramos los ojos? ¿Qué es la oscuridad que vemos en ese momento? Los neurofisiólogos nos dicen que la ausencia de luz desinhibe una serie de células periféricas de la retina, llamadas justamente off-cells, que entran en actividad y producen esa particular especie de visión que llamamos oscuridad. Por lo tanto, la oscuridad no es un concepto exclusivo, la simple ausencia de luz, algo como una no-visión, sino el resultado de la actividad de las off-cells, un producto de nuestra retina. Esto significa, si regresamos ahora a nuestra tesis sobre la oscuridad de la contemporaneidad, que percibir esta oscuridad no es una forma de inercia o de pasividad, sino implica una actividad y una habilidad particular, que, en nuestro caso, corresponden a neutralizar las luces que provienen de la época para descubrir sus tinieblas, su oscuridad especial, que, sin embargo, no se puede separar de esas luces.
Puede decirse contemporáneo sólo aquel que no se deja cegar por las luces del siglo y que logra distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad. Sin embargo, con todo ello, no hemos logrado todavía responder a nuestra pregunta. ¿Por qué el lograr percibir las tinieblas que provienen de la época tendría que interesarnos? ¿No es quizá la oscuridad una experiencia anónima y por definición impenetrable, algo que no está dirigido a nosotros y que no puede, por eso mismo, correspondernos? Al contrario, el contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le corresponde y no deja de interpelarlo, algo que, más que otra luz se dirige directa y especialmente a él. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo.

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En el firmamento que observamos en la noche, las estrellas resplandecen rodeadas por una espesa oscuridad. Dado que en el universo hay un número infinito de galaxias y de cuerpos luminosos, la oscuridad que vemos en el cielo es algo que, según los expertos, necesita de una explicación. Es justamente de la explicación que la astrofísica contemporánea da de esta oscuridad de lo que quisiera hablarles en este momento. En el universo en expansión, las galaxias más remotas se alejan de nosotros a una velocidad tan fuerte que su luz no logra alcanzarnos. Lo que percibimos como la oscuridad del cielo, es esta luz que viaja a una gran velocidad hacia nosotros y, sin embargo, no puede alcanzarnos pues las galaxias de las que proviene se alejan a una velocidad superior a la de la luz.
Percibir en la oscuridad del presente esta luz que trata de alcanzarnos y no puede hacerlo, esto significa ser contemporáneos. Por ello los contemporáneos son raros. Y por eso, ser contemporáneos es, ante todo, una cuestión de valor: pues significa ser capaces no sólo de tener la mirada fija en la oscuridad de la época, sino incluso percibir en esa oscuridad una luz que, dirigida hacia nosotros, se aleja infinitamente. Es decir, una cosa más: ser puntuales a una cita a la que sólo se puede faltar.
Es por ello que el presente que percibe la contemporaneidad tiene las vértebras rotas. En efecto, nuestro tiempo, el presente no es solamente el más lejano: no puede de ninguna manera alcanzarnos. Su espalda está despedazada y nosotros nos mantenemos exactamente en el punto de la fractura. A pesar de todo, por esto somos contemporáneos a él. Entiendan bien que la cita que está en cuestión con la contemporaneidad no tiene lugar sólo en el tiempo cronológico: está en el tiempo cronológico, algo que es necesario y que lo transforma. Y esta urgencia es la inconveniencia, el anacronismo que nos permite comprender nuestro tiempo en la forma de un “demasiado pronto”, que es también un “demasiado tarde”, de un “ya” que es, incluso, un “no aún”. Y, al mismo tiempo, reconocer en las tinieblas del presente la luz que, sin que jamás pueda alcanzarnos, está perennemente en viaje hacia nosotros.

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La contemporaneidad se inscribe en el presente y lo marca, ante todo, como arcaico, y sólo quien percibe en lo más moderno y reciente los indicios y las marcas de lo arcaico puede ser contemporáneo. Arcaico significa: cercano al arké, es decir, al origen. Pero el origen no está situado sólo en un pasado cronológico, él es contemporáneo al devenir histórico y no cesa de actuar en éste, de la misma manera que el embrión sigue actuando en los tejidos del organismo maduro y el niño en la vida psíquica del adulto. La división y, al mismo tiempo, la cercanía, que definen la contemporaneidad tienen su fundamento en esta cercanía con el origen, que en ningún punto late con tanta fuerza como en el presente. Quien ha visto por primera vez, llegando al amanecer por mar, los rascacielos de Nueva York, rápidamente percibe esta facies arcaica del presente, esta proximidad con las ruinas cuyas imágenes atemporales del 11 de septiembre hicieron evidentes a todos.
Los historiadores de la literatura y del arte saben que entre lo arcaico y lo moderno hay una cita secreta, y no sólo porque, justamente, las formas más arcaicas parecen ejercer sobre el presente una fascinación particular, sino más bien porque la llave de lo moderno está escondida en lo inmemorial y en lo prehistórico. Así el mundo antiguo, al llegar a su fin, se vuelve, para reencontrarse, con sus inicios; la vanguardia, que se perdió en el tiempo, persigue lo primitivo y lo arcaico. Es en este sentido que se puede decir que la vía de entrada al presente tiene necesariamente la forma de una arqueología. Que, sin embargo, no retrocede a un pasado remoto, sino a lo que en el presente no podemos vivir de ninguna manera, y al permanecer sin vivir, es incesantemente absorbido, hacia el origen, sin que se pueda alcanzar jamás. Dado que el presente no es otra cosa más que lo no-vivido de todo lo vivido y lo que impide el acceso al presente es justamente la masa de lo que, por alguna razón (su carácter traumático, su demasiada cercanía), no logramos vivir en él. El cuidado puesto a esto no-vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa, en este sentido, regresar a un presente en el que nunca hemos estado.

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Aquellos que han intentado reflexionar sobre la contemporaneidad, lo pudieron hacer sólo con la condición de dividirla en varios tiempos, de introducir en el tiempo una des-homogeneidad esencial. Quien puede decir: “mi tiempo” divide al tiempo, inscribe en él una cesura y una discontinuidad: y, sin embargo, justamente a través de esta cesura, de esta interpolación del presente en la homogeneidad inerte del tiempo lineal, el contemporáneo pone en obra una relación especial entre los tiempos. Si, como vimos, es el contemporáneo el que despedazó las vértebras de su tiempo (o, más bien, percibió la falla, o el punto de ruptura). Él hace de esta fractura el lugar de una cita y de un encuentro entre los tiempos y las generaciones. Nada más ejemplar, en este sentido, que el gesto de Pablo, en el momento en el que lleva a cabo y anuncia a sus hermanos la contemporaneidad por excelencia: el tiempo mesiánico: el ser contemporáneos del Mesías, y que llama justamente el “tiempo-de ahora” (ho nyn cairos). No sólo este tiempo es cronológicamente indeterminado (la parusía, el regreso de Cristo, que señala el fin, es verdadero y está cercano, pero es incalculable) sino que él tiene la singular capacidad de poner en relación consigo mismo cada instante del pasado, de hacer de cada momento o episodio de la narración bíblica una profecía o una prefiguración (typos es el término que Pablo prefiere) del presente (así Adán, a través del cual la humanidad recibió la muerte y el pecado, es “tipo” o figura del Mesías, que lleva a los hombres hacia la redención y hacia la vida).
Esto significa que el contemporáneo no es sólo aquel que, percibiendo la oscuridad del presente, comprende la luz incierta; es también aquel que, dividiendo e interpolando el tiempo, es capaz de transformarlo y de ponerlo en relación con los demás tiempos, de leer de forma inédita la historia, de “citarla” según una necesidad que no proviene de ninguna manera de su arbitrio sino de una exigencia a la que él no puede responder. Es como si esa invisible luz que es la oscuridad del presente proyectara su sombra sobre el pasado y éste, tocado por este haz de sombra, adquiriera la capacidad de responder a las tinieblas del presente. Algo más o menos semejante debía tener en mente Michael Foucault cuando escribía que sus investigaciones históricas sobre el pasado son solamente la sombra de su interrogación teórica del presente. Y W. Benjamin, cuando escribía que el índice histórico contenido en las imágenes del pasado muestra que ellas alcanzarán su legibilidad sólo en un determinado momento de su historia. Es de nuestra capacidad de escuchar esa exigencia y esa sombra, de ser contemporáneos no sólo de nuestro siglo y del “presente” sino también de sus figuras en los textos y en los documentos del pasado, que dependerán el éxito o fracaso de nuestro seminario.




Traducción  de Verónica Nájera



Texto leído en el curso de Filosofía Teorética que se llevó a cabo en la Facultad de Artes y Diseño de Venecia entre 2006 y 2007.


Tomado de Salonkritik