Rogelio Saunders
Caminé
por aquella extensión desierta.
Primero
vi una cama y luego la otra, cerca de una caseta de paredes blancas.
Parecían
camas de hospital, pero no lo eran.
Vi
que sobre el colchón de la primera había una sábana gris, y luego descubrí que había
otra sábana gris en la segunda. Eran dos sábanas grises idénticas. O casi,
porque la segunda estaba manchada, con unas manchas oscuras o dibujos (no podía
decidirlo).
Vi después
a la muchacha alta, hermosa, de piel oscura y ojos muy grandes. Era la India. La
reconocí enseguida, y la llamé. Pero, aunque se me quedó mirando, no pareció
reconocerme. Dio la vuelta y echó a andar con paso rápido. Parecía estar
molesta por algo. O mejor dicho: furiosa. Se dirigió a una puerta detrás de la
cual sin duda estaba su padre. Yo no podía entrar allí, de modo que tomé otro
camino y me adentré en un laberinto de casas bajas y pasillos estrechos. El sol
debía estar en alguna parte, pero su luz apenas se filtraba por entre las hojas
verdes y anchas. Sin saber cómo me encontraba dentro de la casa de alguien. Fue
un acto imprudente, porque seguramente ese lugar no tendría salida. Pero sí la
tenía: luego de un rato salí a un pasillo que me pareció idéntico a aquel por
el que había venido. Pensé que si seguía aquel pasillo que sabía que daba la
vuelta en forma de una U cuadrada, me encontraría con la muchacha que saldría
de la conversación con su padre. Pero ella debió tomar por otro camino, porque
no la encontré. En cambio, me salieron al paso tres personajes desagradables.
El más agresivo (el jefe, sin duda) se me encimaba en la estrechez del pasillo
y me bloqueaba el paso. Me pareció incluso que tenía un arma en la mano. Dije
un nombre compuesto de dos palabras (el primero que se me ocurrió).
—Antes
de hacer algo de lo que pueda arrepentirse, pregunte quién soy.
Hubo
una pausa incómoda, pero de algún modo dio resultado, porque pude seguir mi camino
en esos corredores que parecían forrados con láminas de zinc.
Pasé
junto a un niño pequeño que sin decir nada me tomó por el dedo meñique y siguió
caminando conmigo, como si él y yo tuviéramos una relación desconocida, pero indestructible.
Supe que era el hermano de aquella muchacha que había visto primero y a la que
llamaba “la India”. Antes de soltar mi mano, me dijo algo que me impresionó
vivamente, porque era una frase que sólo podía haber dicho una persona mayor.
Una
muchacha esbelta vino caminando por el pasillo oscuro en dirección contraria.
Al cruzarse conmigo, se detuvo. Me había reconocido. (Pero no dijo: “Eres tú”.)
—¿Cómo
te llamas? —le pregunté.
—Lina —me dijo.
Seguimos
caminando juntos y salimos a una calle.
Al
otro lado había un cercado de láminas de zinc oxidado con un portón. El portón
daba a un patio cubierto de verde. Había mucha luz (una luz que probablemente venía
del sol).
Nos
sentamos a una mesa.
—Dime
—le pregunté—: ¿yo he estado aquí alguna vez?
—Sí
—me respondió.
—¿Y
qué pasa con la India? —dije bruscamente.
—No se llama la India.
—Ya
lo sé, pero no recuerdo ningún nombre.
—Su
padre quiere venderla —añadió.
Sin saber lo que significaba aquello, busqué otro punto de ataque.
—¿Y
la niña que vivía en lo alto del edificio? (No todo eran casas bajas. También
había un edificio. Muy alto.)
—Ana
María —dijo.
No
había nombres, pero Ana María si existía.
—Se
ha ido a un convento —dijo.
Me
quedé boquiabierto. Aquello era imposible.
—Aunque
no lo creas —agregó—, cerca de aquí hay un convento.
Hubo
una pausa larga, signada por la extensión de arena, por lo que había más allá
de la caseta de paredes blancas.
—¿Qué
ha pasado? —pregunté al fin.
—Ha pasado el tiempo, ______.
Lina había dicho mi nombre, pero no sonaba a nada, porque lo que había dicho primero me había dejado inmóvil, suspendido en el vaivén de una pregunta infinita.
Ésa es la desconocida franja en la que vivo, esperando el regreso.
(Berlín, 25.07.2023)
Fotografía: Jason Langer
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