Henri Michaux
Estábamos de vuelta. Nos equivocamos de
tren. Entonces, como nos encontrábamos con una porción de búlgaros que
cuchicheaban algo entre dientes, que no hacían más que menearse todo el tiempo,
preferimos terminar con ellos de una vez. Sacamos las pistolas y disparamos.
Disparamos precipitadamente porque no nos fiábamos de ellos. Ante todo era
preferible ponerlos fuera de combate. Ellos, en conjunto, parecieron
asombrados, pero con los búlgaros hay que andarse con cuidado.
En la próxima estación, dice el
conductor del tren, sube una gran cantidad de viajeros. Arréglense con los de
al lado (y señala a los muertos) con objeto de no ocupar sino un solo
compartimento. Ahora no hay motivo alguno para que ustedes y ellos ocupen
compartimentos distintos.
Y les lanza una mirada severa.
¡Ya nos arreglaremos! ¡Pues no faltaba
más! ¡Claro está! ¡Enseguida!
Y con gran prontitud se colocan junto a
los muertos, sosteniéndolos.
No es tan fácil como parece. Siete
muertos y tres vivos. Nos acuñamos entre unos cuerpos fríos, y las cabezas de
estos « durmientes» cuelgan todo el tiempo. Caen sobre el cuello de tres
muchachos. Como urnas que uno llevara sobre la espalda, estas cabezas frías.
Como urnas llenas de granos, contra las mejillas, estas barbas recias que
comienzan a crecer, de pronto, a toda velocidad.
Una noche que pasar. Al amanecer
trataremos de ahuecar el ala. Quizás se le haya olvidado al conductor. Lo que
hay que hacer es estarse quieto. Procurar no llamar la atención. Permanecer
estrujados, como dijo él. Dar muestras de buena voluntad. Por la mañana nos
iremos sin decir nada. Como de costumbre, antes de llegar a la frontera, el
tren disminuye su marcha. La huida será más fácil; pasaremos un poco más lejos,
por el bosque, con un guía.
Y de este modo se exhortan a la
paciencia.
Los muertos, en el tren, se mueven más
que los vivos. La velocidad los desasosiega. No pueden estarse quietos un solo
instante, se inclinan cada vez más, llegan a hablarnos al estómago, no pueden
más.
Hay que tratarlos sin consideración y no
soltarlos un momento: hay que aplanarlos contra los asientos, uno a izquierda,
otro a derecha, sentarse encima, pero entonces es su cabeza la que golpea.
Lo más importante es agarrarlos
fuertemente.
—¿No podría uno de ustedes, señores,
hacer un poco de sitio a esta señora anciana?
Imposible negarse. Pluma coloca un
muerto sobre sus rodillas (aún le queda otro a derecha) y la señora se sienta a
su izquierda. La anciana se ha dormido y su cabeza se inclina. Y su cabeza y la
del muerto se encuentran. Pero solo la cabeza de la señora se despierta y dice
que la otra está muy fría y tiene miedo.
Pero, como arrebatados, ellos dicen que
hace un frío glacial.
No tiene más que tocar... Y unas manos
tienden hacia ella, unas manos heladas. Quizás sería mejor que se fuese a un
compartimento más caliente. Se levanta. Vuelve enseguida con el inspector. El
inspector quiere cerciorarse de que la calefacción funciona normalmente. La
señora le dice: « Toque usted esas manos ». Pero todos gritan: « No, no; es la
inmovilidad, son dedos adormecidos por la inmovilidad, no es nada. Aquí todos
tenemos suficiente calor. Estamos sudando, palpe usted esa frente. En una parte
del cuerpo hay sudor, en la otra reina el frío; eso es cosa de la inmovilidad,
no es más que la inmovilidad».
—Los que tengan frío, dice Pluma, que se
cubran la cabeza con un periódico. Eso conserva el calor. Los demás comprenden.
Pronto todos los muertos quedan encapuchados con periódicos, encapuchados en
blanco, ruidosos encapuchados. Es más cómodo, se les reconoce enseguida a pesar
de la oscuridad. Por otra parte, la señora no volverá a correr el riesgo de
tocar una cabeza fría.
Entretanto sube una joven. Han puesto
sus equipajes en el pasillo. No trata de sentarse; es una joven sumamente
reservada, la modestia y el cansancio asoman en sus párpados. Nada pide. Pero
habrá que hacerle sitio. Y como todos están empeñados en ello, piensan en
liquidar sus muertos, en liquidarlos poco a poco. Después de todo sería mejor
tratar de sacarlos inmediatamente, uno tras otro, porque quizás podamos
ocultarle lo sucedido a la señora anciana, pues si hubiera dos o tres personas
extrañas ya sería más difícil.
Bajan la ventanilla con precaución y la
operación comienza. Los sacan hasta la cintura, y una vez fuera los columpian.
Pero tienen que doblarles las rodillas para que no se enganchen —ya que
mientras quedan suspendidos su cabeza golpea sordamente contra la puerta, como
si quisiera entrar.
¡Ea! ¡Animo! Pronto respiraremos de
nuevo libremente. Un muerto más y habremos terminado. Pero el frío del aire que
entra despierta a la señora anciana.
Y al oír el revuelo el inspector viene
una vez más —por tranquilidad de su conciencia y afectación de galantería— a
comprobar, aunque sepa positivamente lo contrario, si no hay por casualidad un
sitio dentro para la joven que está en el pasillo.
—¡Pues ya lo creo! ¡Ciertamente!,
exclaman todos.
—Es extraordinario, dice el inspector...
yo hubiera jurado...
—Es extraordinario, dice igualmente la
mirada de la señora anciana, pero el sueño deja las preguntas para luego.
¡Con tal de que la joven duerma ahora!
Verdad es que resulta más fácil explicar un muerto que cinco. Pero más
valdrá evitar todas las preguntas, porque cuando le preguntan a uno es muy
fácil armarse un lío. La contradicción y las culpas aparecen por doquiera.
Siempre es preferible el no viajar con un muerto. Sobre todo cuando ha sido
víctima de una bala de revolver porque tiene muy mala facha con la sangre que
le ha salido.
Pero ya que la joven, con su extremada
prudencia, no quiere dormirse antes que ellos, y que, por otro lado, la noche
es aún larga y no hay ninguna estación antes de las 4 1/2, todo les tiene sin
cuidado, y, cediendo al cansancio, se quedan dormidos.
Y, de repente, Pluma se da cuenta de que
son las cuatro y cuarto, despierta a B..., y de común acuerdo se quedan muy
asustados. Y sin más preocupación que la de la próxima parada y la del día
implacable que va a revelarlo todo, echan prontamente el muerto por la
portezuela. Mas, no bien se han secado el sudor de la frente que el muerto
aparece a sus pies.
Luego el que tiraron no era él, ¿Cómo es
posible? Y sin embargo tenía la cabeza en un periódico. ¡En fín! ¡para luego
las preguntas! Agarran al muerto y lo tiran en la noche. ¡Uf!
¡Qué buena es la vida para los vivos!
¡Qué alegre es este compartimento! Despiertan a su compañero. ¡Hombre! ¿Es
D...? Despiertan a las dos mujeres.
—Despierten. Ya llegamos. Pronto
estaremos ahí. ¿Qué tal les ha ido? ¿Un tren excelente, verdad? ¿Al menos han
dormido bien?
Y ayudan a bajar a la señora y a la
joven. La joven los mira, callada. Ellos se quedan. No saben qué hacer. Es como
si hubiesen terminado todo.
El conductor del tren aparece y dice:
—¡Ea! ¡De prisa! Bajen ustedes con sus
testigos.
—Pero, ¡si no tenemos testigos! —dicen
ellos.
—Bueno, dice el conductor del tren,
puesto que quieren un testigo cuenten conmigo.
Esperen un momento del otro lado de la
estación, frente a las taquillas. Vuelvo enseguida.
Aquí tienen un permiso de libre
tránsito. Vuelvo dentro de un momento. Espérenme.
Llegan, y cuando están ahí, huyen,
huyen.
¡Oh! vivir ahora, ¡oh! ¡ vivir por fin!
(Traducción por M. C. A.)
Iman, Revista
Trimestral, No 1, abril de 1931, pp. 75-78.
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