Rodolfo Hinostrosa
Tía Lucha tenía fama de ser la mejor cocinera de Huaraz, y
era ella quien se encargaba de los grandes banquetes que daba la tía millonaria
al Prefecto de Áncash, a los vocales de la Corte Superior, a las autoridades
venidas de Lima. Ella era la que se ocupaba de los banquetes de bodas,
bautizos, cumpleaños de nuestra numerosa familia, de modo que nunca le faltaba
chamba. En su propia boda, me contaba ella, se consumieron nada menos que 3,000
huevos sólamente en pasteles, de modo que literalmente desahuevaron a la
provincia entera. Esto se debió a que, según la moda elegante de la época, los
pasteles no llevaban un solo gramo de harina: eran puras yemas montadas y
llevadas al horno, de ahí que hubiera necesidad de tantos huevos….
No me cabe la menor duda que a ella se debe mi amor por la
gastronomía, pues había estudiado cocina con las monjas francesas, mientras
hacia el noviciado, que abandonó para casarse. Ellas le habían enseñado la
sofisticada gastronomía gala, que reinaba en el Perú desde la Independencia,
con sus gigotes, sus galantinas y volovanes que ella había aprendido a dominar
tan perfectamente como a la cocina mestiza regional del Callejón de Huaylas,
con su clásico cuchicanca, o lechón asado, su suculento cuy al maní, o su
celestial –mido mis palabras– manjar blanco que no he vuelto a encontrar en
parte alguna. No tengo la menor duda que sin ella jamás me hubiera interesado
en la gastronomía, porque lo mismo sucedió con mi hermana Gloria, que vivió las
mismas experiencias culinarias que yo, y es en la actualidad una de las mejores
cocineras del Perú, que su fama no me deja mentir.
Había dos grandes ceremonias culinarias que periódicamente
ocurrían en casa. Una de ellas era el amasijo, en que tía Lucha preparaba el
pan para toda una semana, con todas clases de harinas y de formas, pues Huaraz
era conocida, antes del terremoto del 70 como “La ciudad de los panes”, por la
enorme profusión que se encontraba de ellos o también como “La ciudad de los
hornos”, pues muchos hornos se necesitan para tal cantidad de panes…
El tsitsi, la semitilla, el pan de maíz, las fachendas, el
pan dulce, el pan de yemas y decenas cuyos nombres he olvidado, eran los
prodigios del amasijo, que veíamos salir de las hábiles manos de tía Lucha,
después de haber asistido a un duelo singular entre la masa y ella, quien una y
otra vez la levantaba, la estiraba y la aventaba al fondo de la artesa, donde
caía con un olor ácido y un ruido mate. Luego formaba bollitos y los alineaba
en unas latas ennegrecidas por el uso, que eran cubiertas por un lienzo antes
de que los sirvientes las llevaran al horno del panadero más cercano. Y luego
regresaban en una procesión olorosa que perfumaba toda la cuadra, y eran
clasificados y guardados en grandes baúles de madera, no sin antes darnos una
panzada con una mesa llena de todos esos maravillosos panes, acompañados de una
jícara de chocolate caliente…
La otra ceremonia gastronómica de casa, esta vez cruenta, era
la matanza del chancho, que ocurría felizmente muy de tarde en tarde. Y digo
felizmente, porque el pobre cerdo era atado a una estaca del patio, en la
madrugada, y luego le cortaban el pescuezo y lo dejaban desangrarse sobre un
mortero de piedra durante horas de horas, para blanquear la carne. Pero el
cerdo aullaba salvajemente –hasta ahora me parece oírlo- despertándonos, y nos tapábamos
los horrorizados oídos para no escuchar la larguísima agonía del chancho, que
se iba extinguiendo poco a poco hasta permitirnos volver a nuestro sueño. Este
suplicio involuntario que se nos infligía tenía sin embargo suculenta
recompensa, porque significaba una verdadera fiesta familiar: el chancho, una
vez despellejado y trozado, daba de todo, unos enormes jamones que tía Lucha
curaba y colgaba a ahumar sobre los fogones, los chicharrones, que eran puestos
desde temprano a cocinarse en su propia grasa, la manteca, de la que salían
latas llenas, que se iban solidificando en una grasa blanca, el enrollado, que
era el lomo del cerdo sazonado con mucho ajo, comino y vinagre y luego enrollado
y atado con pabilo, antes de sancocharlo a la cacerola, los embutidos, que se
hacían con una moledora de carne, la sangrecita que se hacía con la sangre del
cerdo sazonada con hierbas aromáticas, las tripas y las vísceras con las que se
hacía qué sé yo qué….
Todo el día duraba este ceremonial, desde el alba, hasta el
atardecer, bajo la sabia y enérgica dirección de tía Lucha, que era una
verdadera experta en la materia. Y como era una ceremonia social de la que todo
el pueblo se enteraba, aunque no fuera sino por el olor, se enviaban grandes
platos de chicharrones, con sus papas doradas y sus choclos más a los familiares
más cercanos.
Y en casa había una gran comilona con todas estas maravillas,
pues iban saliendo uno tras otros los perfumados, crocantes chicharrones, las
morcillas despanzurradas, el picante enrollado, el suculento asado, con sus
papas doradas más y sus tamales serranos hechos con la manteca del chancho, y
su choclo con queso al huacatay, todo regado con una chicha de jora fermentada
que mi padre guardaba en botellas tapadas y amarradas con pita, que cuando se
cortaban salían volando como corcho de champagne, y los niños tomábamos aloja,
una chicha de maíz negro ancashino apenas fermentada, burbujeante,
absolutamente deliciosa, que parece haber desaparecido del mapa y ha sido
reemplazada desventajosamente por la chicha morada, que no se puede comparar
con ella, pues no se la deja fermentar...
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