Pedro Marqués de Armas
Pasó todo un año, otra vez fue verano y
una ola de calor africano hizo imposible toda actividad intelectual. Recibí
llamada de Modesto anunciando que llegaría el sábado por la mañana a Barcelona
para seguir la noche del domingo hacia París. Quería que lo ayudara con el
alojamiento y, antes de colgar, expresó jubiloso, muy propio de él, que venía
cargado de regalos. Instantáneamente pensé en mis inolvidables tías cuando
todavía viajaban a La Habana y se apeaban del tren de Hershey, con cajas de
zapatos y juguetes. Divagué un rato, reparando en que no siempre hicieron esa
ruta, y me vi con Adria y René en un VW modelo Beetle 1959 rodando rumbo al
Hotel Sevilla, luego con Pepa, pobrísima, saliendo del Verdún o Majestic tras
un interminable Tom Sawyer (sus regalos eran cine hoy y también mañana),
y por último junto a Acacia bajo un aguacero de fin de mundo, echando a correr
a sus setenta, los tacones charolados repicando en el pavimento, para
guarecernos en algún portal.
Aquel sábado lluvioso pero en Barcelona
casi cuarenta años después, Modesto se encontraba exultante. Lo llevé a un
hostal de la calle Ferrán donde ya había pasado yo una noche en esa época en
que me dio por deambular y obsesioné con el examen de lámparas y radiadores
antiguos, y le pareció formidable. Se había aficionado a un ron dominicano muy
superior al canario que, según dijo, no solo le ayudó a terminar su tesis sobre
Matagás sino también a adentrarse en los entresijos de la guerra motivado tanto
por mi esbozo como por su idea de discernir entre los comportamientos
propiamente revolucionarios y bandidistas, dijo, de la gesta, con la intención
de demostrar, en cuantiosos y paradigmáticos casos, la imposibilidad de tal
discernimiento. Barceló, el ron dominicano, ya estaba servido, y Modesto
discursando en aquella plazoleta de Vía Laietana, cerca del Centro de Salud
Mental. Llevábamos buen rato departiendo cuando sacó de su mochila deportiva,
un tanto refulgente, y en lo que yo me daba el primer cañangazo, los esperados
obsequios: una copia encuadernada de su tesis de grado, un libro de Alberto
Savinio sobre Mauppasant que no supe qué pintaba ni del que me dio razones, y
un file repleto de impresos de diversa índole titulado “Complementos para el
esbozo de memoria-ensayo-biografía del Coronel Felino Álvarez Duarte”. Este
último, que abrí no sin disimulado entusiasmo, después de echarle un vistazo al
estudio sobre Matagás y de apartar el libro de Savinio, contenía, entre otros
documentos, algunos que respondían a ciertas preguntas que le hiciera meses
antes, en el apogeo de su colaboración. Pero Modesto no me dejó ni revisarlos.
Antes que pudiera aproximar la vista indicó: No eran para nada infundados los
temores de tu padre acerca de un abuelo Chapelgorris y no fue esa, por tanto,
una forma
ilógica de envejecer. Tomó aliento, se empinó un trago largo y, a continuación,
formuló: Que alguien se obsesione al final de su vida con semejante dilema es,
por el contrario, una forma plausible, y sobre todo, relevante de
envejecimiento, en un país donde nadie ejerce la memoria como exégesis. Tanto
el contenido como el modo en que construyó aquella frase, me asombraron. Él lo
advirtió al instante. Sabía que ese pasado chapelgorrista poco podía significar
para mí en un plano vital, aunque sí mucho en el intelectual. Esa disyunción,
sabía, era posible en mí. Pero no se le escapaba el que no hubiera operado
jamás en mi padre, lo cual, indudablemente, y tanto más ahora, al confirmarse
su dolorosa intuición, me afectaba. En tu padre se vinieron a juntar sin
distancia alguna, dijo, la vejez del hombre y la de la historia. Esa obsesión
fruto de una respuesta moral ante el resquebrajamiento de la vida, y ante el
declive de la historia, fue en sí misma, dijo, valiosa. Un reflejo aunque
pálido de una guerra de categorías hoy olvidada. Esa guerra excelentemente
civil, dijo mientras señalaba con el dedo en uno de los documentos un círculo
que envolvía a un tal “José Marqués: voluntario inscrito en el partido de Hato
Nuevo”, se tramó como una guerra donde las categorías encarnaron en el cuerpo
mismo de la gente para dividirla y someterla, cuando la mayoría no estaba a
favor y no tenían necesidad de asumir tan odiosas validaciones. Y después de
enumerar los detestables términos que emplearon los españoles para definir a
los cubanos, y los no menos detestables de los cubanos para definir a los
españoles, pasó a ocuparse de los aún más detestables empleados por los cubanos
para definir a los propios cubanos. Habló de “orientales” y “habaneros”,
villareños y camagüeyanos, etc., y de lo que verdaderamente se quería
decir con ello, para seguir con pacíficos y majases, bandidos y plateados,
guerrilleros e infidentes, pichones y zopencos, musulmanes y mujeres
cloróticas, turistas y mansapalomas, cortejas y mamuchitos, y de las categorías
que constantemente se revertían una en otra. Contando en cada caso, y según las
circunstancias, y trayendo a colación numerosos ejemplos, todo un cúmulo de
vejaciones que, recibidas lo mismo que prodigadas a montones, como dijo, hacían
de la cuestión, si vamos a ver, una cuestión abyecta, identitaria, racial. Me
entregó unas cuartillas con una serie de “crímenes numerados”, dijo, a modo de
ejemplo. Nombres y más nombres, muertos y más muertos, repartidos por toda la
geografía, por cada pueblo y cada guardarraya. Los muertos de San Severino y la
Cabaña, los de Agüica y el valle del Zaza, y así sucesivamente… Una identidad,
expresó acto seguido, que se forja alrededor de una guerra despiadada que fue
más que nada una guerra contra indefensos, con un altísimo número de muertes
injustificables, y se empinó un trago, y el siguiente, no puede redundar sino
en una pureza furibunda, en una absurda pureza, lindante con la demencia: la de
los “buenos cubanos”. Había aprendido en la Universidad de la Laguna tanto como
en toda una década en Matanzas, aseguró, y estaba deseoso de continuar sus
indagaciones.
Para él la
cubana era una identidad fallida, al brotar justo de esa guerra y de las
calamidades y desvalimientos posteriores, producto de un romance tan
incorregible como un delirio, sentenció, que siempre hizo cumplidos a la más
asquerosa violencia y no encaró nunca, nunca, el fracaso y la debilidad. Esa
guerra, dijo, acabó para siempre con los nervios del país, condenándolo a la
orfandad, la intemperie y la repetición. Acabamos la botella, vino otra, me
contó sus planes de volver a Cuba en septiembre, y terminamos comiéndonos un
buen chuletón. De vuelta al hostal sacó de la mochila otro expediente, este
titulado Historia de los hermanos Chepe y Zacarías Amador. Otro episodio
cainita, para mostrármelo. Un relato que reservó para él, descubierto,
dijo, mientras investigaba para mí. Solo me permitió echarle un somero vistazo,
aunque de cualquier modo no me hubiera percatado por los efectos del alcohol, y
lo minúsculo de la letra. Dos hermanos de San José de los Ramos quienes,
después de una trifulca, dijo Modesto ya a la entrada del hostal y en tanto me
arrancaba de las manos aquellos papeles, se enrolan, uno, entre los mambises, y
el otro, entre los guerrilleros. Un día tienen que enfrentarse con las armas,
continuó, y el desenlace será terrible. Pero no es el desenlace lo me que me
importa, dijo, volviendo al presente. Quiero contar cómo cada parte narró la
historia, siempre del modo más ominoso, y llegar hasta el final, hasta una
autopsia. No únicamente mostrar cuán estereotipadas resultan las versiones sino
cuánto, en qué medida, mienten sobre el hecho. Tuve la impresión de que
avanzaba con aventurada lucidez hacia un vacío.
Todavía hablamos un rato más. Expresó
que en modo alguno pretendía exagerar y que solo quería ser exacto. Sin las
fatídicas consecuencias de esa, en definitiva, dijo, desangrante disputa, nos
hubiéramos evitado el mayor de los desastres. Al cabo de cinco décadas de
República, aseguró apelando a sus conocimientos demográficos, no teníamos
suficiente gente instruida o por lo menos madura para encarar lo que nos venía
encima: el largo eclipse, el apagón exponencial. Iba a preguntarle el porqué de
semejante afirmación pero ni me dejó susurrar. Esa gente simplemente nunca
llegó a nacer. Y del método demográfico pasó a su enfoque de lujo, el
genealógico. ¿Acaso no es nuestra historia una historia de taquígrafos? Después
de los generales y doctores, y de todos los grandes hombres de Cuba, no
podían sino venir aquellos destinados a imponer una dicción absoluta, enfatizó,
una ventriloquia suprema, con sus compendios de signos igualmente absolutos y
mortíferos, capaces de amarrarlo todo: la vida, el tiempo, la historia. No
había más que darle un empujoncito al pueblo, ya para siempre marcado por la
más penosa labilidad, no más que el beso y el abrazo de la libertad, y no más
que el abrazo y el beso de la modernidad, y repitió ambas frases de una y otra
manera, para convertir al país en un país de peligrosos plumíferos que, si te
descuidas, devienen abogados (y aquí me contó
cómo Álvarez Ramos, depuesto más tarde por el sargento-taquígrafo Fulgencio
Batista Zaldívar se había graduado en Derecho en la Universidad Interamericana
de la Florida), y que, si te sigues descuidando –y el descuido es nuestro
talante por excelencia– devienen Conductores en Jefes. La demasiada
aspirabilidad, dijo, y lo dijo aspirando cada silaba, es nuestro mal cardinal.
Un emotivo coctel perfectamente mambí de aspirantes a mandamases aderezado con
los olvidos y miedos de multitud de pacíficos y de serecillos en definitiva
nerviosos y cándidos que se echan a un lado y la historia, claro, arroja por el
caño.
Modesto tomó aire, alzó el cuello
surcado de unas yugulares ingurgitadas, posó gradualmente la mirada sobre el
cartel lumínico que decía Hostal La Milagrosa, y continuó: Un país de cazurros
donde nunca se resolvió el ladinismo y la fanfarronería, así ensamblados, y
donde la moral de esclavo se mantuvo y se mantiene siempre en alza, toda el
alza que no alcanzó nunca el azúcar, no podía sino conducir a la conversión de
la patria, dijo, en un corral de púas…, tal como la definió Franklin, acrecentó
casi sin aliento con otra cita que me dejaba estupefacto. Donde debió haber
nación con todos y para el bien de todos, y sino de todos, de casi todos, dijo,
lo que era ya señuelo al calor de la guerra y en el seno de unas filas
insurrectas que fraguó desde sus inicios una espeluznante burocracia, una
leguleya coartada de ambiciones, solo podía abrirse paso, dijo por último, un
danzón ensangrentado.
Mientras más y más hablaba (y no voy a
reproducir aquí todo su desquiciado sino excesivamente lúcido discurso) más
pensaba yo, ahora con una claridad que me parecía otro aventuramiento hacia el
vacío, en aquella otra inconclusa investigación mía sobre el desvalimiento de
los cubanos y su propensión a tronchar tempranamente sus vidas. Una claridad
tan súbita que era como si todas mis atascadas concepciones sobre esa tendencia
de los cubanos a morir por suicidio, se hubieran desatascado y fluyeran
libremente y con las mismas pretensiones de exactitud a que me había
acostumbrado Modesto, en un intento ahora sí definitivo por acabar de una vez
por todas con tanta duda, tanta dolorosa iteración, como esa que hundió el
suelo de la mente de mi padre. Porque hay que decir sí, solo sí, y después
morir. Porque no fue sino como resultado de esa terrorífica contienda, pensé en
ese instante bajo los neones de La Milagrosa y mientras Modesto discursaba
veladamente sobre su proyecto cainita, como resultado en suma del lamentable
estado moral y material en que quedó toda esa gente, huérfanos de todos los
colores, etcétera, etcétera, y a resultas de los infortunios que para sus
nobilísimas pero siempre un tanto trastocadas aspiraciones posteriores todo eso
significó, que se impondría esa sui géneris
corriente de suicidios, con su largo
cortejo de ahorcados y disparados a la sien, y su aciaga pasarela de
jovencísimas mujeres quemadas con keroserene y envenenadas con Verde París y
Tinta Rápida. Pensé entonces en la letra tan peculiar de mi padre, en sus
anfractuosidades, en su casi sismográfico pulso próximo a la locura, y no pude
sino interrogarme sobre por qué toda emoción en Cuba aparece escrita en tinta
rápida, en tinta falsamente lustrosa, como también por qué toda emoción se
torna histórica (como la mía) y huye de la grafía e incluso de la voz
para circular como un viento a menudo malsano sobre el ser físico del país.
Tomado de Potemkin ediciones núm. 14. Este fragmento pertenece a la novela La vida trunca del Coronel Felino , Aduana Vieja, 2016.
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