domingo, 4 de mayo de 2025

1886

 

Gottfried Benn

 

El año en que nací: ¿qué escribieron entonces los periódicos? ¿Cómo era el panorama?)

 

Pascua en fecha tardía, orillas del Elba florecían ya las lilas,

en cambio a principios de diciembre una nevada tan fabulosa

que todo el tráfico ferroviario

en Alemania del norte y del sur

quedó interrumpido durante semanas.

 

Paul Heyse publica una tragedia en un acto:

es la noche de bodas, la novia descubre

que su marido amó una vez a su madre,

todos muertos hace tiempo, sin embargo,

su tía, que había hecho de madre,

tiene ella un frasco de morfina:

“No destruyas tan suave remedio", se deja caer, busca la mano de él,

Theodor (sombrío, gritando):

“¡Lydia, esposa mía! ¡Llévame contigo!"

Título: Entre los labios y el borde de la copa.

 

Inglaterra conquista Mandalay,

abre al comercio mundial el amplio valle del Irawadi.

Madagascar pasa a manos de Francia;

Rusia expulsa al príncipe Alejandro de Bulgaria.

 

La Unión ciclista alemana

cuenta con 15.000 miembros.

Güssfeld corona por primera vez

la cima del Montblanc

a través del Grand Mulet.

Los galgos rusos, de la perrera de Perchino,

gobernación de Tula,

los del pecho de largo pelo,

los cazadores de lobos

aparecen en la exposición canina de Berlín,

Asmodey gana la medalla de oro.

 

Turguéniev en Baden-Baden

visita a diario a las hermanas Viardot,

inolvidables veladas,

su canción favorita, raras veces oída:

"Cuando mis grillos cantan"

(Schubert)

también leen a menudo Ekkehard de Scheffel.

 

Aparece:

el pitecántropo,

rudimentos de Java, los estadios previos.

Se extingue: el pequeño pájaro de Hawai,

llamado "Chupador de miel",

para los abrigos reales de plumas,

una línea de plumón amarillo en cada ala.

 

Guerra a los cultismos,

luna, céfiro, crisálida,

1.088 palabras del Fausto

deben ser germanizadas.

Agitación de los empleados de comercios

para que cierren las tiendas los domingos por la tarde,

 

votos socialdemócratas

en las elecciones de Berlín: 68.535.

El barrio de Tiergarten es liberal.

Singer pronuncia su primer discurso electoral.

13.ª edición del Brockhaus,

diccionario enciclopédico.

 

La prensa deplora la representación

de Poder de las tinieblas de Tolstoi,

en cambio Una gota de veneno de Blumenthal tiene asegurada

una larga estela de alabanzas:

"Sobre la testa del conde Albrecht Vahlberg,

que ocupa

una acreditada posición en la sociedad capitalina

se cierne una oscura nube".

Zola, Ibsen, Hauptmann son enojosos.

Salambó, un desacierto,

Liszt cosmopolita,

y ahora viene la rúbrica

"El lector tiene la palabra",

quiere saber algo

sobre calambres en las piernas,

y cómo extraer un cuerpo extraño.

 

1886:

año en que nacieron ciertos expresionistas,

además el director Furtwängler,

el camarada Kokoschka,

el mariscal de campo Von W. (†),

 

duplicación de capital

en Schneider-Creuzot, Krupp-Stahl, Putiloff.



Traducción Carmen Gauger

 

Tomado de Doble Vida, Pre-textos, 2003, pp. 145-48.


miércoles, 30 de abril de 2025

Por diez chelines

 

W. G. Sebald


Y ahora, al escribir esto, vuelvo a ver los puntitos de luz que, a cada presión sobre el disparador, saltaban hacia mis ojos, muy abiertos. Media hora más tarde estaba sentado en el Salon Bar del Great Eastern Hotel, en la Liverpool Street, aguardando el siguiente tren a casa. Había escogido un rincón oscuro, porque, entretanto, me sentía realmente mal con mi piel amarilla. Ya en el trayecto en taxi hasta allí había pensado que el vehículo trazaba amplias curvas a través de un parque de atracciones, de tal manera daban vueltas en el parabrisas las luces de la ciudad, y también ahora giraban ante mis ojos los débiles globos de los apliques, los espejos que había detrás del bar y las baterías multicolores de botellas de bebidas alcohólicas, como si estuviera en un tiovivo. Con la cabeza apoyada en la pared y respirando hondo y despacio cuando me venían náuseas, llevaba observando un rato ya a los trabajadores de las minas de oro de la City, que a esa hora temprana de la noche acudían a su abrevadero habitual, todos parecidos, con sus trajes azul oscuro, camisas a rayas y corbatas de colores chillones, y mientras trataba de comprender las misteriosas costumbres de aquella especie animal no descrita en ningún bestiario, su forma de apiñarse, su comportamiento semisociable y semiagresivo, su modo de enseñar la garganta al vaciar el vaso, el murmullo de sus voces cada vez más excitado o la súbita desaparición de éste o de aquél, noté de repente, al borde de aquella turba ya tambaleante, a una persona aislada que no podía ser otra que Austerlitz, a quien, como me di cuenta en aquel momento, echaba en falta desde hacía veinte años. No había cambiado de aspecto, ni en su porte ni en su ropa, y hasta llevaba todavía su mochila al hombro. Sólo el cabello rubio y ondulado, que le brotaba igual que antes de la cabeza de un modo extraño, se había vuelto más pálido. A pesar de ello, él, al que siempre había considerado unos diez años mayor que yo, parecía ahora diez años más joven, ya fuera porque yo mismo estaba mal, ya porque él pertenecía a ese tipo de solteros que conservan hasta el fin algo juvenil. Por lo que recuerdo, estuve bastante rato totalmente cohibido, en mi asombro por el inesperado retorno de Austerlitz; en cualquier caso, me acuerdo de que, antes de dirigirme hacia él, pensé bastante rato en su semejanza, que me llamaba la atención por primera vez, con Ludwig Wittgenstein, y en la expresión de espanto que los dos tenían en la cara. Creo que fue sobre todo la mochila, de la que Austerlitz me contó luego que, poco antes de iniciar sus estudios, la había comprado de excedentes del ejército sueco, por diez chelines, en un surplus-store de Charing Cross Road, y de la que afirmó que era la única cosa realmente fiable en su vida, aquella mochila, creo, fue la que me dio la idea, en sí disparatada, de que había cierto parecido físico entre él, Austerlitz, y el filósofo fallecido de cáncer en 1951 en Cambridge.

Wittgenstein llevaba también continuamente su mochila, en Puchberg y Otterthal lo mismo que cuando iba a Noruega, o a Irlanda, o a Kazajstán, o a casa con sus hermanas para pasar la Navidad en la Alleegase. Siempre y por todas partes, esa mochila, sobre la que Margarete escribe una vez a su hermano que la quiere casi tanto como a él, viajó con Wittgenstein, creo, incluso a través del Atlántico, en el Queen Mary, y luego de Nueva York a Ithaka. Cada vez más me parece ahora, cuando tropiezo en alguna parte con una fotografía de Wittgenstein, como si Austerlitz me mirase desde ella o, cuando miro a Austerlitz, como si viera en él a aquel desgraciado pensador, tan encerrado en la claridad de sus reflexiones lógicas como en la confusión de sus sentimientos, tan notables eran las semejanzas entre los dos, en la estatura, en la forma de estudiarlo a uno como por encima de una barrera invisible, en su vida sólo provisionalmente organizada, en su deseo de arreglárselas siempre con lo menos posible y en su incapacidad, no menos característica en Austerlitz que en Wittgenstein, para demorarse en cualquier tipo de preliminares. Así, Austerlitz, aquella noche en el bar del Great Eastern Hotel, sin malgastar palabra en nuestro encuentro, ocurrido de forma puramente casual después de tanto tiempo, reanudó la conversación más o menos donde la había interrumpido. Se había pasado la tarde, dijo, echando una ojeada al Great Eastern, que pronto sería totalmente renovado, principalmente al templo masónico, incorporado a fines de siglo por los directores de la compañía de ferrocarriles al hotel, que entonces acababa de terminarse y amueblarse de la forma más lujosa. En realidad, dijo, he renunciado hace tiempo a mis estudios arquitectónicos, pero a veces recaigo en mis viejas costumbres, aunque ahora no tome notas ni haga dibujos ya, sino que me limite a mirar todavía con asombro las extrañas cosas que hemos construido. No había ocurrido ese día otra cosa, cuando su camino lo hizo pasar junto al Great Eastern y, obedeciendo a una idea súbita, entró en el vestíbulo y allí, según resultó, fue recibido de la forma más atenta por el gerente, un portugués llamado Pereira, a pesar de mi petición, desde luego no muy corriente, dijo Austerlitz, y de mi peculiar aspecto. Pereira, siguió diciendo Austerlitz, me llevó por una amplia escalera al primer piso y abrió para mí, con una gran llave, el portal por el que se entra en el templo, una sala revestida de losas de mármol de color beige y de ónice marroquí rojo, con suelo ajedrezado blanco y negro y un techo abovedado, en cuyo centro una sola estrella dorada despide sus rayos hacia las nubes oscuras que la rodean por todas partes.


Traducción de Miguel Sáenz


De Austerlitz, Anagrama, Barcelona, 2001.


sábado, 26 de abril de 2025

Mi hermano Ludwig

 



Hermine Wittgenstein


Desde luego, es muy difícil escribir sobre una persona viva, en especial si no es posible aclarar con ella algunos puntos oscuros, pero confío en que Ludwig no tomará a mal este mero recuento de hechos que a mi juicio es correcto. Si se nos concediera volver a encontrarnos en este mundo, podría hacer cualquier pequeña corrección que considerase necesaria, aunque por mi propia voluntad no consentiría en hacerle grandes cambios. Como ya dije, hago sólo un relato de los hechos y espero que a través de él brille la personalidad de Ludwig; eso es lo que más me importa.

De joven, Ludwig mostró siempre un gran interés por todas las cuestiones técnicas, a diferencia de Paul, quien se sentía irresistiblemente atraído por la naturaleza, las flores, los animales y los paisajes. A los diez años, por ejemplo Ludwig estaba ya tan familiarizado con la construcción de una máquina de coser que era capaz de hacer un modelo a escala con pedazos de madera y trozos de alambre, con el cual podía, en verdad, coser unos cuantos puntos. Desde luego, para poder armar su modelo hacía un estudio detallado de cada parte de la máquina y de los movimientos del mecanismo necesario para dar las puntadas, mientras la vieja costurera de la familia lo observaba con suspicacia y desagrado. Se había pensado que a los catorce años Ludwig asistiera a la escuela pública, pero a consecuencia del extraño plan de enseñanza adoptado por mi padre no pudo cumplir los requisitos para ingresar en el Gimnasio de Viena, y así, luego de un breve periodo de instrucción para complementar su educación previa, entró al Realgymnasium en Linz. Mucho tiempo después uno de sus condiscípulos me dijo que al principio Ludwig les había parecido como un ser de otro planeta. Sus modales eran totalmente distintos a los suyos. Por ejemplo, utilizaba un cortés “Señor” cuando se dirigía a ellos. Ésa era ya una barrera, pero también sus gustos e intereses en lecturas eran del todo diferentes a los de ellos. Podría decirse que de alguna manera era más viejo que sus compañeros, y sin duda, de modo incomparable, más serio y maduro. Pero, sobre todo, era en extremo sensible, y me imagino que para él más bien eran sus compañeros quienes parecían venir de otro mundo, y de un mundo terrible por cierto.

Al término de sus estudios en la escuela. Ludwig se inscribió en la Universidad Técnica de Berlín y dedicó la mayor parte de su tiempo a problemas y experimentos relativos a la ingeniería aeronáutica. De pronto, en esa misma época o muy poco después, la filosofía, o mejor dicho, la meditación sobre problemas filosóficos, se convirtió en una obsesión y se apoderó de él de una manera tan absoluta, aun en contra de su voluntad, que sufría terriblemente, desgarrado por vocaciones conflictivas. Ésta fue la primera de varias transformaciones que habría de sufrir, y cimbró todo su ser. En esa época estaba trabajando en un ensayo de filosofía, y al final decidió mostrarle su proyecto al profesor Frege, en Jena, quien también se interesaba por problemas semejantes. Durante esos días, Ludwig se hallaba en un estado de agitación constante, indescriptible, casi patológico, y yo temía mucho que Frege, un viejo maestro, no tuviera la paciencia o la comprensión para entrar en la materia en la forma que la seriedad de la situación exigía. En consecuencia, también yo estaba en un estado de gran ansiedad y preocupación cuando Ludwig viajó para visitar a Frege, pero las cosas marcharon mucho mejor de lo que yo esperaba. Frege alentó las pesquisas filosóficas de Ludwig y le aconsejó ir a Cambridge para estudiar con el profesor Russell, y Ludwig así lo hizo.

En 1921 visité a Ludwig en Cambridge. Se había hecho amigo de Russell, quien nos invitó a los dos a tomar el té con él en sus habitaciones. Todavía puedo verlas: eran muy hermosas, con libreros que ocupaban todas las paredes, y las altas y antiguas ventanas con sus portaluces y dinteles dispuestos con elegante simetría. De pronto Russell me dijo, “Esperamos que el siguiente gran paso en filosofía lo dé su hermano”. Esta declaración me pareció tan extraordinaria e increíble que por un momento todo ennegreció a mi alrededor. Ludwig es quince años menor que yo, y aunque entonces tenía ya veintitrés años, aún me parecía muy joven, alguien que todavía estaba aprendiendo. No es sorprendente, entonces, que nunca haya olvidado ese momento.

Poco después, Ludwig viajó a Noruega para trabajar en su libro en soledad absoluta. Se compró una cabaña de madera situada en un punto rocoso y volada sobre un fiordo. Ahí vivía solo, en un alto estado de intensidad intelectual que rozaba lo patológico. Con el inicio de la guerra en 1914 volvió a Austria e insistió en alistarse en el ejército, a pesar de una hernia doble de la cual ya había sido operado y por la que antes se le había exentado del servicio militar. Tengo la completa certidumbre de que no lo motivaba el sencillo deseo de defender a su patria. Tenía también un intenso deseo de echarse a cuestas una tarea difícil y de hacer algo más que puro trabajo intelectual. Al principio sólo consiguió que se le enviara a una base militar de reparaciones en Galizia, pero continuó presionando para que se le mandara al frente. Por desgracia ahora no puedo recordar los cómicos malentendidos derivados del hecho de que las autoridades militares con las que tenía que tratar creían siempre que estaba tratando de conseguir un puesto más fácil cuando en realidad quería que se le asignara uno más peligroso. Por último su deseo le fue concedido. Más tarde, después de ser condecorado en varias ocasiones por su valentía y por haber sido herido en una explosión, realizó un curso de entrenamiento para oficiales en Olmütz y alcanzó, creo, el grado de teniente. Su amistad con el arquitecto Paul Engelmann –de quien hablaré más adelante- data de esa época en Olmütz...

Aun en esa época Ludwig sufría una profunda transformación cuyas consecuencias no se hicieron evidentes sino después de la guerra, y que al cabo habría de culminar en la decisión de no poseer ninguna riqueza. Los soldados se referían a él como “el tipo del Evangelio”, porque siempre llevaba consigo la edición de los Evangelios de Tolstoi. Hacia el final de la guerra combatió en el frente italiano y fue hecho prisionero por los italianos cuando se declaró aquel extraño armisticio. Cuando por fin volvió a casa lo primero que hizo fue deshacerse de su riqueza. La repartió entre nosotros, sus hermanos, exceptuando a nuestra hermana Gretl, quien era muy rica en esa época, en tanto que el resto de nosotros habíamos perdido gran parte de nuestra riqueza.

Mucha gente, entre ella mi tío Paul Wittgenstein y mi amigo Mitae Salzer, no podía entender cómo podíamos aceptar el dinero y no apartar por lo menos un poco, en secreto, en caso de que más tarde Ludwig lamentara su decisión. Cientos de veces insistió en asegurarse de que no existía la menor posibilidad de que aún le perteneciera dinero bajo una u otra forma. Para desesperación del notario encargado de llevar a cabo esa transferencia, Ludwig volvía sobre ese punto una y otra vez.

Sin embargo, lo que esa gente tampoco podía saber era que la posibilidad de que sus hermanos le ayudáramos en alguna futura circunstancia formaba parte esencial de su punto de vista y aceptaba esa posibilidad con entera libertad y confianza. Cualquiera que haya leído Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, recordará el momento en que se dice que el ahorrativo y cuidadoso Iván bien podría encontrarse un día en precaria, pero que su hermano Alesha, quien no tiene la menor idea acerca del dinero, ni posee ninguno, de seguro se moriría de hambre, puesto que todos compartirían gustosos con él lo que tuvieran y él así lo aceptaría sin la menor reserva. Yo sabía esto con toda certeza, e hice todo para cumplir los deseos de Ludwig hasta el último detalle.

Su segunda decisión, elegir una ocupación por completo ordinaria y, de ser posible, convertirse en un maestro de escuela rural, fue algo que al principio se me dificultó comprender, y puesto que todos los hermanos solíamos utilizar analogías para explicarnos mutuamente lo que queríamos decir, le dije durante una larga conversación que tuvimos en esa época que cuando pensaba en él, con toda su preparación filosófica, como un maestro de escuela primaria, me parecía como alguien que quiere utilizar un instrumento de precisión para abrir un bolso. Ludwig me respondió con una analogía que me dejó callada. Dijo: “Me recuerdas a alguien que está mirando hacia fuera a través de una ventana cerrada y no puede explicarse los extraños movimientos de un transeúnte. No puede decir si se ha desatado una tormenta o si esa persona tiene problemas para mantenerse en pie”. Entonces comprendí el estado en que su mente se encontraba. Primero, Ludwig se hizo ayudante de jardinero en el convento de Hútteldorf y en el seminario de Klosternauburg, luego asistió al instituto de pedagogía en Viena y se hizo maestro de escuela primaria en Trottenbach, un pequeño pueblo en las montañas lejos de toda terminal ferroviaria, y luego en Otterthal y en Puchberg am Schneeberg. En muchos sentidos, Ludwig es un maestro nato. Todo le interesa y sabe distinguir los aspectos más importantes de cualquier cosa y aclarárselos a otros.

Algunas veces yo mismo tuve oportunidad de ver a Ludwig enseñar, pues dedicó algunas tardes a los muchachos en mi escuela de oficios. Fue una maravillosa lección para todos nosotros. Ludwig no disertaba solamente, sino que trataba de orientar a los muchachos hacia la solución correcta por medio de preguntas. En una ocasión los puso a inventar una máquina de vapor, en otra a diseñar una torre en el pizarrón, y en otra más a dibujar figuras humanas en movimiento. El interés que suscitaba en ellos era enorme. Incluso los muchachos menos dotados o desatentos salían de pronto con excelentes respuestas y luchaban entre ellos en su afán de ganar la oportunidad de responder o argumentar sobre algún punto. No obstante, un maestro de escuela primaria no sólo debe tener la capacidad de enseñar una materia de manera interesante y de estimular a los niños más talentosos (y de hecho llevarlos más allá de lo señalado en la cartilla). También debe tener la paciencia, pericia y experiencia para asegurar que los menos dotados, los perezosos y las muchachitas con la cabeza llena de otras cosas salgan de la escuela equipados con los conocimientos básicos y esenciales. También necesita pericia y paciencia para tratar con los padres, que con frecuencia son en extremo ignorantes. Ludwig no poseía esa paciencia, y al final su carrera como maestro zozobró por la carencia de esas cualidades. En mi opinión, todo esto anunciaba ya una nueva etapa de su desarrollo.

Cuando Ludwig abandonó su carrera como maestro, esperábamos que volviera a la filosofía, pero primero entró en un estado intermedio, del cual cristalizó algo enteramente nuevo e inesperado. Por cierto, debo mencionar que Ludwig, quien antes de la guerra se había hecho tan buen amigo del profesor Frege que lo visitó en varias ocasiones, le envió a éste el manuscrito de la primera parte de su libro durante la guerra. Extrañamente, Frege no entendió el libro en absoluto y le escribió a Ludwig diciéndoselo con mucha franqueza. Al parecer, el desarrollo de Ludwig lo había llevado en una dirección que lo apartaba de Frege, y su amistad no continuó después de la guerra. Algo parecido ocurrió con Russell, aunque Russell había traducido el libro de Ludwig al inglés y lo había hecho publicar en edición bilingüe. Hasta donde sé, Ludwig criticó algunos de los ensayos más populares de Russell, y la amistad no sobrevivió.

Su cambio de carrera ocurrió justo en el momento en que mi hermana Gretl hacía planes para construir una casa diseñada por el arquitecto Paul Engelmann, amigo de Ludwig. Había comprado un curioso terreno en Kundmanngasse, que se ajustaba perfectamente a sus propósitos. Quedaba un poco por arriba del nivel de la calle y tenía una vieja casa, buena sólo para demolerse, y un pequeño jardín con hermosos árboles antiguos. Estaba rodeada de casas pacíficas y sencillas y, sobre todo, no estaba ubicada en un barrio elegante y cosmopolita; de hecho era todo lo opuesto. Los contrastes son parte esencial del estilo de mi hermana.

Engelmann, a quien teníamos en muy buen concepto como arquitecto, pues había trabajado tanto para mi hermano Paul como para mí, transformando unos cuartos en especial feos en otros muy hermosos, y a quien había llegado a conocer personalmente, diseño los planos en casa de Gretl con la constante colaboración de ésta. Luego llegó Ludwig que, con su intensidad habitual, se interesó por los modelos y los planos, comenzó a modificarlos, y se obsesionó con el proyecto, hasta que al final se hizo cargo de él por completo. Engelmann tuvo que ceder ante la fuerte personalidad de Ludwig y la casa, después, se construyó bajo la supervisión de éste, de acuerdo con su versión de los planos que se siguió hasta el último detalle. Ludwig diseñó cada ventana y cada puerta, cada chapa y el sistema de calefacción, cuidando cada detalle como si se tratara de instrumentos de precisión y con el más elegante equilibrio. Luego, con inexorable energía se aseguró de que todo fuera realizado con el mismo escrupuloso cuidado. Todavía puedo escuchas al cerrajero preguntarle, en relación con una bocallave, “Dígame, señor ingeniero, ¿en verdad le importa tanto un milímetro de diferencia aquí o allá?” Aun antes de que terminara de hablar, Ludwig le replicó con un “¡Sí!” tan fuerte y sonoro que el hombre casi brincó del susto. De hecho, Ludwig tenía una sensibilidad tan aguda respecto a las proporciones que un error de medio milímetro le afectaba. En esos casos el dinero y el tiempo eran lo de menos, y admiro a mi hermana Gretl por darle a Ludwig absoluta libertad a tal respecto. Dos grandes personas se habían conjuntado como cliente y arquitecto, posibilitando así la creación de algo único y perfecto en su especie. Se le dedicaba la misma atención tanto al más insignificante detalle como a las características principales, pues todo era importante, lo único que no importaba era el tiempo y el dinero.

Puedo recordar, por ejemplo, dos pequeños radiadores negros de hierro que se habían fijado en los rincones de un pequeño cuarto. La mera simetría de ambos objetos negros bajo la luz de la habitación bastaba para trasmitir un sentimiento de bienestar. Los propios radiadores eran tan perfectos en sus proporciones y tan precisos en su forma que resultó por completo natural que Gretl los utilizara como repisas para sus hermosos objets d’art en los meses en que la calefacción permanecía apagada. Una vez, mientras los admiraba, Ludwig me contó su historia, los problemas que le habían costado y cuánto tiempo había requerido alcanzar la precisión que era la clave de su belleza. Cada uno de estos radiadores esquinados consistía en dos partes erigidas en preciso ángulo recto en relación una de la otra y con un pequeño espacio entre ambas cuya medida había sido calculada hasta el último milímetro. Descansaban sobre patas en las que tenían que encajar exactamente. Primero se vaciaron una serie de modelos pero pronto fue evidente que el tipo de vaciado que Ludwig tenía en mente no podía hacerse en ninguna parte de Austria, la fundición de las partes principales se hizo entonces en el extranjero, pero al principio pareció imposible lograr el grado de precisión exigido por Ludwig. Cúmulos enteros de secciones de tuberías fueron rechazados por inutilizables, otros tuvieron que ser trabajados nuevamente hasta alcanzar una exactitud de medio milímetro. Fijar los pulidos cilindros, distintos por completo de aquellos asequibles en el mercado, y producidos de acuerdo con los diseños de Ludwig, provocó grandes dificultades. Con frecuencia los experimentos conducidos por Ludwig se extendían hasta entrada la noche, hasta que todo quedaba justo como tenía que ser. De hecho, pasó todo un año entre el diseño de estos radiadores, que parecían tan sencillos, y su realización. No obstante, el tiempo gastado me parece bien empleado cuando pienso en la forma perfecta que logró darles.

Un segundo gran problema que Ludwig me contó fue el de las puertas y las ventanas. Todas fueron hechas con acero y la construcción de las altas y desusuales puertas de cristal con sus estrechos maineles de acero fue en extremo difícil, pues no se empleaban rieles horizontales como soporte y se requería una precisión que parecía imposible alcanzar. De ocho firmas con las que se sostuvieron largas y detalladas negociaciones sólo una creyó posible realizar el trabajo, pero la puerta terminada, cuya construcción había tomado meses, al final tuvo que desecharse por inutilizable. Durante las pláticas con la firma que al cabo construyó las puertas, el ingeniero encargado de las negociaciones estalló de pronto en un arrebato de llanto. No quería renunciar a la comisión, pero se sentía incapaz de terminarla de acuerdo con los deseos de Ludwig. El asunto jamás se hubiera resuelto de modo satisfactorio si la firma no hubiera contado con un artesano especializado muy notable que se enorgullecía de su destreza. Se dedicó una gran cantidad de tiempo tan sólo a experimentos y a producir modelos, y el resultado en verdad valió la pena después de todo el interés y el esfuerzo invertidos. Al tiempo que escribo acerca de ellas, siento un gran deseo de volver a ver esas finas puertas. Aun si el resto de la casa se destruyera, todavía podría reconocerse el espíritu de su creador, gracias a ellas.

Quizá la prueba más reveladora de la severidad de Ludwig en lo que se refiere a alcanzar proporciones exactas sea el hecho de levantar el techo de una de las habitaciones, lo suficientemente grande para ser un salón tres centímetros más, justo cuando era tiempo de comenzar a limpiar la casa, casi totalmente terminada. Su instinto siempre era correcto y tenía que seguirse. Finalmente, después de un periodo de construcción no sé cuán largo, tuvo que declararse satisfecho y dar la casa por terminada. La única cosa que para su gusto aún no estaba del todo lista era una ventana junto a una escalinata en la parte trasera de la casa, y tiempo después me contó que una vez había comprado un billete de lotería pensando en el arreglo de esa ventana. De haber ganado un premio, hubiese utilizado el dinero para pagar el precio de esa modificación.

Mientras aún trabajaba en la casa, Ludwig también se encontraba ocupado en otros intereses. Se había hecho amigo del escultor Michael Drobil cuando los dos se encontraban prisioneros en un campo italiano para oficiales, y más tarde, en Viena, se interesó extraordinariamente en los proyectos escultóricos emprendidos por Drobil, a quien incluso influyó en cierto sentido. Esto era casi inevitable, pues Ludwig es muy fuerte, y cuando critica algo siempre está muy seguro de su terreno. Al final, él mismo hizo la prueba como escultor, pues se sentía atraído por la idea de recrear una cabeza que le disgustaba de una obra de Drobil, y quería esculpirla con la actitud y la expresión que tenía en mente. Se las arregló para conseguir una versión deliciosa, y Gretl puso la cabeza de yeso en una de las salas de su casa.

También la música ejerció una atracción cada vez más grande en Ludwig. En su juventud nunca había aprendido a tocar ningún instrumento, pero como maestro tuvo que aprender a tocar uno, y eligió el clarinete. Creo que sólo a partir de ese momento comenzó a desarrollarse su fuerte inclinación hacia la música. En verdad tocaba con un gran sentimiento musical, y su instrumento le brindó unos momentos muy placenteros. Solía llevarlo dentro de un viejo calcetín en vez de un estuche, y puesto que no se preocupaba en lo más mínimo por su apariencia –sin importar la ocasión o qué época del año fuera, vestía siempre una chamarra café y unos pantalones grises de franela, remendados a veces, con el cuello de la camisa abierta y sin corbata– con frecuencia daba la impresión de ser un tipo raro, pero la seriedad de su rostro y la energía de su porte eran siempre tan poderosos que todo el mundo podía ver sn más que se trataba de un “caballero”. Un episodio divertido que Drobil me contó tiempo después parece contradecir esto, pero quizás valga la pena mencionarlo. Como ya dije antes, Drobil, conoció a Ludwig en un campo de prisioneros de guerra, y, ya sea porque no escuchó bien o porque no entendió su nombre, asumió que este retraído y más bien andrajosos oficial provenía de un medio humilde. Un día, por azar, la conversación tocó el tema del retrato de una Fraülein Wittgenstein hecho por Gustav Klimt. (Es un retrato de mi hermana Gretl y, como todos los retratos hechos por Klimt, puede describírsele como extremadamente elegante y refinado, incluso chic). Ludwig se refirió a la pintura como “el retrato de mi hermana”, y el contraste entre su rostro descuidado y sin afeitar y la apariencia de la mujer en la pintura fue tan grande que, por un momento, Drobil pensó que Ludwig debía estar fuera de sus cabales. Todo lo que pudo decir fue: “Entonces, usted es un Wittgenstein, ¿no es así?”, y todavía sacudía la cabeza con un gesto de asombro al recordar el incidente y después rompía a reír.

Drobil había hecho unos cuantos esbozos de Ludwig a lápiz, toscos pero llenos de vida, que me gustan mucho. En cambio, no encuentro tan satisfactorio el busto de mármol que esculpió, Uno de los rasgos del estilo de Drobil es captar a su modelo en un estado de reposo, pero Ludwig hubiera necesitado un artista distinto para que se le hiciera justicia a su naturaleza inquieta, y eso para no mencionar el hecho de que para mí su rostro me parece en realidad mucho más delgado y bello y que su pelo rizado resalta mucho más, hasta el punto de parecer un conjunto de llamas, lo que encaja perfectamente con la intensidad de su naturaleza.

Permítaseme añadir aquí, de paso, que estos juicios ya no significan nada, pues es extremadamente improbable que vuelva a ver el busto de mármol, los esbozos o cualquiera otra de las pinturas u obras de arte que he mencionado en estas reminiscencias. Mi departamento en Viena fue destruido por una bomba y es posible que el Hochreit, donde guardamos la mayoría de nuestras obras de arte para tenerlas a salvo, también haya sido destruido, pues esa zona vivió algunos de los más fuertes combates y las casas de los alrededores han sido convertidas en cuarteles alemanes. No obstante, aun si mis temores resultaran justificados, no importaría, pues todas las cosas han perdido su valor en esta terrible época de guerra y sólo puede preocuparnos el futuro de la humanidad. No puedo, sin embargo, evitar que mis pensamientos vuelvan una y otra vez a las cosas que antes fueron tan importantes, y a esos pensamientos justamente se debe esta digresión.

Quizá el final de la construcción de la casa marcó también el final de otro estadio en el desarrollo de Ludwig, y así volvió una vez más a la filosofía. Si mi memoria es correcta, primero trabajó en Noruega en un nuevo ensayo filosófico y después regresó a Cambridge. Ahí fue nombrado profesor de filosofía en el Trinity College. Puesto que no poseía las calificaciones habituales –nunca había terminado un doctorado, por ejemplo– debe haber tenido que cumplir con algunos requisitos oficiales, en este caso un examen formal ante un grupo de sinodales. Aun la vestimenta académica que se le exige al candidato se halla descrita en detalle, como es costumbre en las universidades inglesas. Ludwig se negó por completo a usarla, y fue un honor que se le concediera excepción. La universidad, con la mayor benignidad, en vez de un examen le solicitó que explicara ante un grupo de profesores pasajes de su libro.

Así como es dueño de una gran mente filosófica que puede penetrar en el corazón de las cosas y le permite asir la naturaleza esencial de una escultura, de una composición musical, de un libro, una persona, e incluso, a veces, -aunque suene curioso– de un vestido de mujer, Ludwig también tiene un gran corazón, y eso es lo mejor que puede decirse de un ser humano. Es cierto que una personalidad tan fuerte no puede acomodarse fácilmente en cualquier comunidad. De hecho, a Ludwig le fue muy difícil ajustarse, pues desde su más temprana infancia sufría una tensión casi patológica si se encontraba en un entorno que no le fuera compatible. ¡Pero qué grandes estímulos proporcionaba cada conversación con él! Sin duda exigía mucho de sus amigos y de sus hermanos, no en cuanto a cosas materiales, sino intelectual y emocionalmente, y en términos de tiempo, sensibilidad y comprensión; pero también es cierto que siempre estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ellos.


Recuerdos de Wittgenstein, Rush Rhees, edición; traducción de Rafael Vargas. Fondo de Cultura Económica, 1989.


viernes, 25 de abril de 2025

El sótano del señor Vollard

 

Guillaume Apollinaire 


Cerca del bulevar, calle Laffitte, 8, había antes de la guerra una tienda, verdadera barahúnda donde se amontonaban los cuadros de pintores contemporáneos y donde el polvo reinaba por doquier.

Desde la guerra, está cerrada. El señor Vollard, quizá, renunció a su comercio para librarse por entero a su fantasía de escritor y a la redacción de sus recuerdos sobre los pintores y autores que frecuentó. No olvidará hablar de su sótano que fue famoso de 1900 a 1908, época en la que me anunció que renunciaba a comer en "su sótano de la calle Laffitte"; se había vuelto demasiado húmedo.

Todo el mundo ha oído hablar de ese famoso hipogeo. Era incluso de buen tono ser invitado allí para almorzar o cenar. Por mi parte, asistí a algunas de esas comidas. Embaldosado, las paredes totalmente blancas, el sótano parecía un pequeño refectorio monacal.

La cocina era sencilla, pero sabrosa; alimentos preparados según los principios de la vieja cocina francesa, aún en vigor en las colonias, platos guisados largo tiempo, a fuego lento, y realzados con aliños exóticos.

Podemos citar entre los comensales de esos ágapes subterráneos, primeramente un gran número de hermosas mujeres, después al señor Léon Dierx, Príncipe de los poetas; al príncipe de los dibujantes, señor Forain; a Alfred Jarry, Odilon Redon, Maurice Denis, Maurice De Vlaminck, José María Sert, Vuillard, Bonnard, K. X. Roussel, Aristide Maillol, Picasso, Émile Bernard, Derain, Marius-Ary Leblond, Claude Terrasse, etc., etc.

Bonnard pintó un cuadro que representa el sótano y, si bien lo recuerdo, Odilon Redon aparece en él.

Léon Dierx estuvo en casi todas esas comidas. Allí fue donde aprendí a conocerlo. Ya por entonces su vista disimula. Los que lo vieron por la calle o en las ceremonias poéticas que presidía con tanta serena majestad no tienen idea del ben humor del viejo poeta.

Su alegría sólo decrecía cuando se recitaban sus versos y casi siempre había algún joven que, levantándose de pronto, le decía a bocajarro una de sus poesías.

Una noche la señora Berthe Reynold recitó uno de sus poemas, y lo hizo tan bien que el Príncipe de los poetas no se enfadó. Pero hete aquí que uno de los comensales, que no obstante pretendía conocer al dedillo tanto París como la poesía de su tiempo, pregunta en voz alta: "¿Es de Lamartine o de Victor Hugo?" Fue preciso que el señor Vollard contara veinte historias a propósito de los naturales de Zanzibar para que el señor Dierx se decidiera a sonreír.

Léon Dierx contaba con gusto historias de los tiempos en que estaba en el ministerio. Realizaba su labor soñando con la poesía. Una vez, debía escribir a un archivista de la subprefectura y en lugar de "señor Archivista", escribió "señor Anarquista", lo que causó gran escándalo en la subprefectura.

Los pintores favoritos de Léon Dierx eran Corot, Monticelli y Forain.

Una noche que salíamos del sótano del señor Vollard, el Príncipe de los poetas me invitó a ir a buscarlo a su casa de Batignolles. Me recibió con amabilidad.

En las paredes, Decamerones pintados por Monticelli estaban junto a bocetos de Forain, y los personajes antiguos y diapreados de uno parecían mezclarse con las siluetas modernas y espirituales del otro, para formar una corte extraña y lírica para ese príncipe casi ciego de la aristocrática República de las letras.

Parnasiano, mostraba indulgencia hacia los poetas de todas las escuelas (así se llaman los partidos en el país de la poesía).

"Todas las teorías, pueden ser buenas -decía él-, pero sólo las obras cuentan."

Se expresaba con reserva sobre las letras contemporáneas, pero si se le ocurría pronunciar el nombre de Moréas, su voz se ahuecaba y se adivinaba que una preferencia secreta determinaría su elección, si un soberano tuviera que elegir.

Me dijo también:

“Nuestra época de prosa y ciencia ha conocido los poetas más líricos. Su vida, sus aventuras, constituyen la parte más extraña de la historia de nuestro tiempo.

"Gérard de Nerval se mata para escapar de las miserias de la existencia, y el misterio que rodea su muerte no ha sido aún explicado.

Baudelaire murió loco, ese Baudelaire cuya vida se conoce tan mal, a pesar de los biógrafos y editores epistolares. ¿Acaso no se ha hablado de sus vicios y de sus amantes? Se asegura ahora que, en sus Memorias, Nadar se esfuerza por demostrar que Baudelaire murió virgen.

En ese mismo momento, un poeta de primer orden, un poeta loco vaga por el mundo... Germain Nouveau dejó un día el liceo donde enseñaba dibujo y se hizo mendigo, para seguir el ejemplo de San Benoît Labre. Después se fue a Italia, donde pintaba y vivía vendiendo sus cuadros. Ahora sigue las peregrinaciones y he sabido que ha ido a Bruselas, a Lourdes, a África. Loco, es mucho decir, Germain Nouveau tiene conciencia de su estado. Este místico no quiere que se le llame Loco y Poverello lírico, quiere que respecto a él sólo se emplee la palabra Demente.

Unos amigos han publicado algunos de sus poemas, y como ha renunciado a su nombre, no se ha puesto en el libro más que esta indicación mística como un nombre religioso: P. N. Humilis. Pero su humildad se molestaría con esta publicación, si se enterara."

Léon Dierx volvió a encender su pipa de espuma de mar. Sacudió su hermosa cabeza de largo pelo cano.

Germain Nouveau todavía puede pintar -dijo, yo ya no puedo hacerlo. Mi vista ha disminuido hasta tal punto que estoy casi ciego. Ya no puedo leer los libros que me envían. En tiempos, me recreaba pintando. Y no conozco nada más feliz que la vida de un paisajista..."

Este Príncipe que venía de las islas ha dado paso a otro Príncipe de los poetas, Paul Fort, apenas mayor que un servidor.

Fue en el sótano de la calle Laffitte donde se compuso el Gran almanaque ilustrado.* Todo el mundo sabe que los autores son Alfred Jarry en cuanto al texto, Bonnard en cuanto a las ilustraciones y Claude Terrasse en cuanto a la música. Respecto a la canción, es del señor Ambroise Vollard. Todo el mundo sabe esto y sin embargo nadie parece haber notado que el Gran almanaque ilustrado ha sido publicado sin nombres de autor o de editor.

La noche en que imaginó casi todo lo que compone esta obra digna de Rabelais, Jarry espantó a quienes no lo conocían, pidiendo después de cenar el tarro de encurtidos que se comió con glotonería.

Muchos de los antiguos comensales echarían de menos ese rincón pintoresco de París, la bóveda blanca de ese sótano donde, cerca de los bulevares, se disfrutaba de una gran quietud y sin ningún cuadro en las paredes.

 

*El texto fue publicado de hecho con el título de Almanach illustré du père Ubu, en español Almanaque ilustrado del padre Ubú.


Guillaume Apollinaire: El paseante de las dos orillas, Colección Errantes, 2009, traducción y notas de Elena Fons y Jérome Gauchet; epílogo de J. Ignacio Velázquez. 



sábado, 19 de abril de 2025

Sonne, el doctor

 

Elias Canetti

 

Hay quienes han querido ser olvidados y desaparecer del todo. A ellos pertenecía Abraham Sonne, el hombre sin tacha, el único al que he admirado y querido sin ningún tipo de limitaciones.

Otros, que lo conocieron antes o después, han pensado lo mismo sobre él. Y ahora no lo dejamos en paz. Sus escasos poemas, escritos en hebreo, han sido publicados. Un joven judío inglés los ha traducido al inglés. Uno de ellos, realmente magnífico, trata de su profundo deseo de desaparecer sin dejar el menor rastro. De las conversaciones que mantuvo con él formó Broch a su Virgilio. Yo mismo hablo a menudo de él; siempre que quiero decir lo más maravilloso sobre los seres humanos, hablo de Sonne. No he anotado las conversaciones que mantuvimos durante cuatro áridos años de mi vida, cuyo único contenido fue él. Pero se han integrado tanto en mí que también me compongo de ellas, son el anillo más importante del árbol que a veces siento ser, un anillo de cuatro años. Si algún día escribo mi vida y cada vez me siento más impulsado a hacerlo, él figuraría en ella como un personaje central.

Quienes lo comprendieron más profundamente frustran así el deseo con que él mismo dio sentido y unidad a su vida, y sus amigos más íntimos lo arrastran nuevamente a la luz. A ninguno de ellos le es posible actuar de otra manera, cada uno está tan lleno de él que tendría que falsearse para callar sobre su persona.

Me duele no poder decirle por qué me resulta imposible callar sobre él. Podría decírselo de forma tal que me entendiera, y estaría seguro de obtener su perdón, que él jamás enunciaría.

Por Sonne, que era quien más prolija y articuladamente podía hablar, supe lo que significa callar. Fue el único que me transmitió la nostalgia del silencio, y aunque es y será algo inalcanzable para mí -no podré callar ni siquiera en la muerte-, gracias a él sé lo que es: lo mejor.

Me pregunto si Sonne también podría callar en el paraíso.


Traducción: Juan José del Solar 

Hampstead. Apuntes rescatados 1954-1971, Anaya & Mario Muchnik, 1996.