domingo, 17 de febrero de 2019

En memoria de Léon-Paul Fargue




Alejo Carpentier


Como Paul Valéry, como Alexis Leger, Léon-Paul Fargue fue un hombre que sólo necesitó unas pocas páginas, llenadas sin gran prisa, con grandes descansos y silencios, para situarse entre los mejores poetas que Francia haya dado al mundo. Apenas si su obra reúne unos diez títulos. Pero bastaría la presencia de Vulturne –uno de los más extraordinarios poemas escritos en este siglo– para que el poeta, muerto hace algunos meses, siguiera hecho verbo y habitara entre nosotros.

 El feliz azar de una colaboración al frente de una revista literaria, hizo que durante más de un año me fuese preciso ver cada día a Léon-Paul Fargue. Gracias a ello pude conocer, en la medida de sus entregas, a uno de los espíritus más finos, más sagaces, más penetrantes, que hayan existido jamás. Conociendo su carácter, nunca me atrevía a llamarlo "maestro". Pero ganas no me faltaban de darle ese título, pues Fargue respondía, en todo, a la idea que me hice siempre de lo que podía ser un verdadero maestro: un hombre jamás atragantado por una vastísima erudición, a quien la cita de un poeta griego, de un dístico latino, o un juego de palabras sobre una frase de Descartes o Malebranche, venían espontáneamente a los labios, al paso de una mujer hermosa, bajo un chubasco estival, ante un vaso de mosto verde que podía beberse, a veces, en otoño, en ciertas carbonerías de la Rue Vaugirard. Su charla era una perenne lección de estilo. Nadie, como él, sabía ver y explicar las grandezas de una prosa; hallar lo que le sobraba o faltaba en cuanto a densidad, transparencia, rapidez o misterio. Y nada importaba que nuestros idiomas fuesen distintos. Los principios de Fargue eran aplicables a cualquier lengua hablada por el hombre, puesto que se refería siempre al planteamiento, a la estructura, al tiempo, a la elección de las herramientas: en suma, al oficio, cuya carencia pretende suplir, con rocallas de estuco o barroquismos, falsamente poéticos, el escritor desordenado, presuroso, o demasiado llevado a contentarse con el pasajero relumbre del oro feble.

  Siempre vestido de azul marino, con una estela de ceniza de cigarros donde los hombres de 1900 solían llevar la leontina, Léon-Paul Fargue era un hombre de andar lento y distraído, que no lograba cubrir del todo su cráneo reluciente con un cabello llevado de oreja a oreja, mediante una de esas artimañas de calvo que a nadie engañan. Una ligera asimetría de los ojos daban cierta vaguedad a su mirada –mirada que, sin embargo, solían encenderse, fijarse y hacerse lacerante en un segundo de enojo o de indignación. Su voz grave y asordinada, que sabía alzar y malear el tono cuando pasaba de la broma al sarcasmo –a “la gota de limón”, dijo uno de sus críticos– daba una rara plasticidad a las palabras, ayudada por una articulación de muy gran estilo, que debió ser la de un Diderot o la de un Montesquieu. Poco dado a los ejercicios físicos, moderadamente grueso, el poeta no ocultaba una pueril envidia por la anatomía de André Gide, que, a la edad de sesenta años, exhibía todavía una sólida musculatura en las playas de Antibes. Renuente a los viajes, incapaz de imaginar siquiera que un viaje pudiera considerarse como un placer, Léon-Paul Fargue era parisiense en presencia y alma; no admitía que hubiera un aire más beneficioso para el organismo humano que el de París. A pesar de que nadie conociera la ciudad tan a fondo como él, no se cansaba de descubrir en ella nuevos secretos de puertas cocheras, patios antiguos, casas raras, oficios singulares, cafés novocentistas, baratillos, callejones antiguos, liberados por la demolición de un inmueble. Se dijo que era el último noctámbulo, y era cierto. Cada noche, cuando nos despedíamos de él, a la hora en que cerraba la cervecería Lipp, en el Boulevard Saint Germain, lo veíamos alejarse a pie, hacia el Sena, a sabiendas de que el alba lo sorprendería donde menos pudieran sospecharlo sus amigos: tal vez en la Rue aux Ours, no lejos de la casa que fuera del alquimista Nicolas Flamel, o bien a lo largo del Canal de l’Ourq, que fascinaba a Serguéi Eisenstein, o bien en algún tabernucho de La Villette, hablando de cosas doctas a mujeres de pelo suelto y botas de alto tacón. Además, Léon-Paul Fargue rodeaba sus andanzas nocturnas de una especie de misterio; no quería que lo acompañaran en esas caminatas que, muchas veces, despertaban en él una peculiar euforia verbal. Sin embargo, muchos sabemos ahora de su particular afecto a ciertas esquinas “erguidas en la noche como proas de naves”, a ciertos lugares, a ciertos coches, a ciertos mendigos, gracias a su delicioso manojo de prosas escritas “según París” (D ́aprês Paris).

 Hombre fiel a cierta despreocupación, a cierto desorden que hacía felices a los artistas de comienzos del siglo, el “anarquista moderado” que era Fargue ignoraba toda disciplina cronométrica. Los relojes no hablaban su idioma. Llegaba a cenar a la casa de una princesa con cuatro horas de retraso. Permanecía hasta la media noche en una reunión, contando deliciosas historias, sin recordar que, en la calle, lo esperaba un automóvil de alquiler con el taxímetro encendido –insecto metálico que le iba vaciando los bolsillos, franco a franco, por control remoto, sin que él se diera cuenta de ello. Cuando se le invitaba a comer, no era raro que se presentara dos o tres días después de la fecha, convencido de que martes era sábado, o viernes miércoles. Pero era imposible enojarse con el poeta. Bastaba ver su sonrisa a la vez tierna y maliciosa, su paso vacilante de oso mal parado sobre las patas traseras, para desear el estrechón sin mentiras de su mano cordial. Fargue hizo un pequeño retrato psicológico de sí mismo, al escribir un día: “Aquellos que no aman la música y los músicos, el arte y los artistas, los animales y los buenos maestros, aquellos que no aman a los hombres vencidos y sensibles... esos pertenecen a otra raza que la mía”.


 El poeta vivía en lo alto del Boulevard de la Chapelle en compañía de su anciana madre, en un pequeño apartamento invadido por los libros. En la irregularidad de sus itinerarios urbanos observaba, a pesar de su apego al propio desorden, una serie de escalas y paraderos fijos. La cervecería Lipp, el Café de Flora –donde se encontraba a menudo con Picasso–, y el privilegiado tramo de la rue de l’ Odeon, donde vivía James Joyce, y se abrían, casi frente por frente, la famosa librería de Adrianne Monnier, especie de monja laica de la literatura, y la Shakespeare and Co. de Sylvia Beach, la primera editora de Ulises. Al atardecer visitaba frecuentemente a Elvira de Alvear, en cuya casa se tropezaba con Arturo Uslar Pietri, con Carlos Eduardo Frías, con Miguel Ángel Asturias, a los que se ponía a narrar, de pronto, una carga de caballería de las campañas napoleónicas, o citaba a José Martí –aunque sin saber gran cosa de su obra– porque había sido gran admirador de una dama cubana en otros tiempos. De noche, muy tarde ya, el noctámbulo aparecía en El Buey en el Techo, donde, invitado a la mesa de un Noailles o un Polinac, se hacía descorchar una larga botella de vino del Rhin. Gran señor aunque no tuviera dinero, Fargue era uno de esos hombres que, como Proust, pedían cien francos prestados al camarero que los servía, para devolvérselos, en el acto, a título de propina. Por lo demás, el poeta dilapidó grandes sumas de dinero –centenares de miles de franco de otros tiempos–, sin saber cómo, haciendo presentes, andando, alquilando coches, ignorando la hora, mentando la soga en casa del ahorcado, tomando el rábano por la hojas, llevando el cántaro al agua, fumando, mirando las nubes, prefiriendo siempre cien pájaros volando a uno en mano, pensando que más valen peces en el cielo que calandria en sartén. Admito que nuestra época no permite ya la existencia de hombres como Léon-Paul Fargue. Es época demasiado llena de tareas, de deberes, de apremios. Pero, pueden estar seguros de que lo siento. El poeta fue de los últimos hombres que tuvieron el privilegio de dejarse vivir en el clima delicioso creado por lo que su íntimo amigo Maurice Ravel llamaba “el placer siempre renovado de una ocupación inútil”. Era un flâneur. El hombre que, como el mandarín chino de Bernard Shaw, hubiera pagado a un sirviente para que lo despertara cada mañana con esta sabia frase: “Señor... todavía no es hora de levantarse”. El mismo Fargue lo decía: “Estamos empeñados en no confesarnos que nada nos resulta tan grato, tan dulce, tan útil, como perder nuestro tiempo”. Cortés y comedido hasta el enojo, Fargue apareció cierta tarde en el Café des Deux Magots decidido a vapulear a un joven poeta que le había hecho una fea trastada. Al encontrarlo, cuando yo creía que iba a ocurrir un incidente desagradable, un solo insulto salió de la boca del poeta:

  –¡Vieja mandrágora podrida!...

 ¡Querido Fargue!... Me dicen que vuestros últimos años –los de la ocupación alemana, los de la bomba atómica– os fueron intolerables; que andabais por vuestro París sin comprender, anonadado, sin ganas de seguir viviendo. No me extraña. Todavía vivías con un pie en el siglo XIX, y volvían cada vez más a menudo a vuestra mente, ciertos recuerdos de una infancia pasada en otro mundo: el recuerdo del día en que os mostraron a Victor Hugo, y pensasteis que se trataba de Papá Noel. Un Papá Noel que os comunicó, tal vez, en aquel instante, el inestimable don de la poesía, de una poesía que atraviesa intacta esta época terriblemente dura, desafiando lo momentáneo, porque tiene la perdurabilidad y transparencia del diamante.

  De pronto, Léon-Paul Fargue erguía el pulgar de la mano derecha, y hacía un rápido y sorprendente gesto, en el que intervenían, a modo de alas, los otros dedos.

 –Descríbame con precisión el gesto que acabo de hacer. Nunca fue difícil para un escritor bien dotado trazar un gran fresco literario de la batalla de Waterloo, pongamos por caso. En cambio, observé cuán difícil es describir sobriamente y con exactitud los gestos del hombre. ¿Sabe por qué? Porque cuando el hombre habla del gesto que vio hacer a otro, tiende a reproducir, a imitar, a describir el gesto con un gesto parecido. Vuelve a una especie de lenguaje mímico, que es el de su infancia. La pobreza del vocabulario en cuanto a palabras que expresen gestos, acciones físicas, es algo increíble. No hay términos precisos para dar la sensación de un modo de andar, de un modo de llevar las manos, de un modo de caer al suelo. Trate de describir un trabajo acrobático sencillo, de esos que los funámbulos ejecutan sin trapecios ni aparatos, con las manos en las manos. Verán cuán difícil es. Pero un escritor verdadero encontrará siempre una fórmula, un sistema, una “manera de hacer”. Y cuando haya logrado esto: que yo vea la persona que me pinta, que su andar, sus actitudes, sus alardes físicos, la emoción de sus gestos, se me hagan sensibles en unas pocas palabras, habrá logrado un resultado mucho más útil, para su oficio de escritor, que el que consiste en culminar brillante una descripción del incendio de Roma.

 Léon-Paul Fargue solía decir:

 –La prosa recargada de palabras poco usuales, de adjetivos rebuscados, de expresiones inusitadas, es propia de los escritores pobres, lo que equivale a decir: de los pobres escritores. Mientras más vasto sea el vocabulario de un escritor, más llevado se verá a valerse de un lenguaje llano, claro, lineal, en el cual una palabra afortunada, inesperada, preciosa, traída de muy lejos, brillará como una gema, echando a volar la frase entera. [...]

 Estas preocupaciones de Léon-Paul Fargue –preocupaciones que habían dejado de serlo para transformarse en técnicas de uso constante en su obra– se advierten en el envidiable logro de todo lo que nos legó. Reléanse Vulturne, Sous la lampe, Pour la musique, o los traviesos Ludiones. Hay en todas las prosas, en todos los poemas, un tan completo dominio del idioma, un tal exacto sentido del alcance expresivo de las palabras, que nos sentimos vivir plenamente en los mundos, a veces físicamente inalcanzables, del poeta. Es sorprendente ver cómo Fargue pasa de las visiones cosmogónicas de Vulturne –poema en que ponemos los dedos sobre la Vía Láctea y los anillos de Saturno–, a los paisajes de la creación del mundo, a los minerales, a los grandes cataclismos de la Tierra, a las “serpientes marinas que arrastran su interminable aburrimiento en la cuenca del Sena”, con un don de abrir o de cerrar el ángulo de visión, de ampliar o reducir las escalas, que le permite, poco después, enternecerse ante objetos que caben bajo la pantalla de una tienda, ante una “rama americana” de un juego de tragafichas, ante el “monóculo manchado de yema de huevo” de su amigo, el compositor Florent Schmitt. Independientemente de su potencial poético, de su íntimo lirismo, hay en la obra de Fargue una preocupación artesanal por el trabajo bien hecho, por el texto sin resquebrajaduras, por el “acabado a mano”, que es lo que caracteriza siempre al escritor de obra perdurable.

 “Un soneto sin defectos vale más que un largo poema”, decía Fargue a menudo, citando frase ajena. Y se ha marchado sencillamente de este mundo hostil a los “fantasmas demasiados tiernos” que poblaban una vida que se definía a sí misma “como el sueño de un sueño”, dejando, sobre diez libros perfectos, un gran nombre a la literatura universal.


 “En memoria de Léon-Paul Fargue” fue originalmente publicado en El Nacional de Caracas, el 16 de mayo de 1948. Se le incluyó luego en Los pasos recobrados: ensayos de teoría y crítica literaria, Biblioteca Ayacucho, 2003.

No hay comentarios:

Publicar un comentario