sábado, 8 de octubre de 2016

Ceremonias gastronómicas



Rodolfo Hinostrosa


Tía Lucha tenía fama de ser la mejor cocinera de Huaraz, y era ella quien se encargaba de los grandes banquetes que daba la tía millonaria al Prefecto de Áncash, a los vocales de la Corte Superior, a las autoridades venidas de Lima. Ella era la que se ocupaba de los banquetes de bodas, bautizos, cumpleaños de nuestra numerosa familia, de modo que nunca le faltaba chamba. En su propia boda, me contaba ella, se consumieron nada menos que 3,000 huevos sólamente en pasteles, de modo que literalmente desahuevaron a la provincia entera. Esto se debió a que, según la moda elegante de la época, los pasteles no llevaban un solo gramo de harina: eran puras yemas montadas y llevadas al horno, de ahí que hubiera necesidad de tantos huevos….
No me cabe la menor duda que a ella se debe mi amor por la gastronomía, pues había estudiado cocina con las monjas francesas, mientras hacia el noviciado, que abandonó para casarse. Ellas le habían enseñado la sofisticada gastronomía gala, que reinaba en el Perú desde la Independencia, con sus gigotes, sus galantinas y volovanes que ella había aprendido a dominar tan perfectamente como a la cocina mestiza regional del Callejón de Huaylas, con su clásico cuchicanca, o lechón asado, su suculento cuy al maní, o su celestial –mido mis palabras– manjar blanco que no he vuelto a encontrar en parte alguna. No tengo la menor duda que sin ella jamás me hubiera interesado en la gastronomía, porque lo mismo sucedió con mi hermana Gloria, que vivió las mismas experiencias culinarias que yo, y es en la actualidad una de las mejores cocineras del Perú, que su fama no me deja mentir.
Había dos grandes ceremonias culinarias que periódicamente ocurrían en casa. Una de ellas era el amasijo, en que tía Lucha preparaba el pan para toda una semana, con todas clases de harinas y de formas, pues Huaraz era conocida, antes del terremoto del 70 como “La ciudad de los panes”, por la enorme profusión que se encontraba de ellos o también como “La ciudad de los hornos”, pues muchos hornos se necesitan para tal cantidad de panes…
El tsitsi, la semitilla, el pan de maíz, las fachendas, el pan dulce, el pan de yemas y decenas cuyos nombres he olvidado, eran los prodigios del amasijo, que veíamos salir de las hábiles manos de tía Lucha, después de haber asistido a un duelo singular entre la masa y ella, quien una y otra vez la levantaba, la estiraba y la aventaba al fondo de la artesa, donde caía con un olor ácido y un ruido mate. Luego formaba bollitos y los alineaba en unas latas ennegrecidas por el uso, que eran cubiertas por un lienzo antes de que los sirvientes las llevaran al horno del panadero más cercano. Y luego regresaban en una procesión olorosa que perfumaba toda la cuadra, y eran clasificados y guardados en grandes baúles de madera, no sin antes darnos una panzada con una mesa llena de todos esos maravillosos panes, acompañados de una jícara de chocolate caliente…
La otra ceremonia gastronómica de casa, esta vez cruenta, era la matanza del chancho, que ocurría felizmente muy de tarde en tarde. Y digo felizmente, porque el pobre cerdo era atado a una estaca del patio, en la madrugada, y luego le cortaban el pescuezo y lo dejaban desangrarse sobre un mortero de piedra durante horas de horas, para blanquear la carne. Pero el cerdo aullaba salvajemente –hasta ahora me parece oírlo- despertándonos, y nos tapábamos los horrorizados oídos para no escuchar la larguísima agonía del chancho, que se iba extinguiendo poco a poco hasta permitirnos volver a nuestro sueño. Este suplicio involuntario que se nos infligía tenía sin embargo suculenta recompensa, porque significaba una verdadera fiesta familiar: el chancho, una vez despellejado y trozado, daba de todo, unos enormes jamones que tía Lucha curaba y colgaba a ahumar sobre los fogones, los chicharrones, que eran puestos desde temprano a cocinarse en su propia grasa, la manteca, de la que salían latas llenas, que se iban solidificando en una grasa blanca, el enrollado, que era el lomo del cerdo sazonado con mucho ajo, comino y vinagre y luego enrollado y atado con pabilo, antes de sancocharlo a la cacerola, los embutidos, que se hacían con una moledora de carne, la sangrecita que se hacía con la sangre del cerdo sazonada con hierbas aromáticas, las tripas y las vísceras con las que se hacía qué sé yo qué….
Todo el día duraba este ceremonial, desde el alba, hasta el atardecer, bajo la sabia y enérgica dirección de tía Lucha, que era una verdadera experta en la materia. Y como era una ceremonia social de la que todo el pueblo se enteraba, aunque no fuera sino por el olor, se enviaban grandes platos de chicharrones, con sus papas doradas y sus choclos más a los familiares más cercanos.
Y en casa había una gran comilona con todas estas maravillas, pues iban saliendo uno tras otros los perfumados, crocantes chicharrones, las morcillas despanzurradas, el picante enrollado, el suculento asado, con sus papas doradas más y sus tamales serranos hechos con la manteca del chancho, y su choclo con queso al huacatay, todo regado con una chicha de jora fermentada que mi padre guardaba en botellas tapadas y amarradas con pita, que cuando se cortaban salían volando como corcho de champagne, y los niños tomábamos aloja, una chicha de maíz negro ancashino apenas fermentada, burbujeante, absolutamente deliciosa, que parece haber desaparecido del mapa y ha sido reemplazada desventajosamente por la chicha morada, que no se puede comparar con ella, pues no se la deja fermentar...


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