domingo, 29 de noviembre de 2015

Las Tentaciones De San Antonio




Jorge Luis Borges


Gustave Flaubert (1821-1880) puso toda su fe en el ejercicio de la literatura. Incurrió en lo que Whitehead llamaría la falacia del diccionario perfecto; creyó que para cada cosa de este intrincado mundo preexiste una palabra justa, le mot juste, y que el deber del escritor es acertar con ella.

Creyó haber comprobado que esa palabra es invariablemente la más eufónica. Se negó a apresurar su pluma; no hay una línea de su obra que no haya sido vigilada y limada. Buscó y logró la probidad y no pocas veces la inspiración. "La prosa ha nacido ayer", escribió. "El verso es por excelencia la forma de las literaturas antiguas. Las combinaciones de la métrica se han agotado; no así las de la prosa." Y en otro lugar: "La novela espera a su Homero".

De los muchos libros de Flaubert, el más raro es Las tentaciones de San Antonio. Una antigua pieza de títeres, un cuadro de Peter Breughel, el Caín de Byron y el Fausto de Goethe fueron su inspiración. En 1849, al cabo de un año y medio de trabajo tenaz, Flaubert convocó a Bouilhet y Du Camp, sus amigos íntimos, y les leyó con entusiasmo el vasto manuscrito, que constaba de más de quinientas páginas. Cuatro días duró la lectura en voz alta. El dictamen fue inapelable: arrojar el libro a las llamas y tratar de olvidarlo. Le aconsejaron que buscara un tema pedestre, que excluyera el lirismo. Flaubert, resignado, escribió Madame Bovary, que apareció en 1857. En cuanto al manuscrito, la sentencia de muerte no fue acatada. Flaubert lo corrigió y lo abrevió. En 1874, lo dio a la imprenta.

Este libro está escrito con indicaciones escénicas, como si fuera un drama. Felizmente para nosotros prescinde de los excesivos escrúpulos que limitan y perjudican toda la obra ulterior. La fantasmagoría comprende el tercer siglo de la era cristiana y, al fin, el siglo XIX. San Antonio es también Gustave Flaubert. En las arrebatadas y espléndidas páginas terminales el monje quiere ser el universo, como Brahma o Walt Whitman.

Albert Thibaudet ha escrito que Las tentaciones es una colosal "flor del mal". ¿Qué no hubiera dicho Flaubert de esa temeraria y torpe metáfora?



Biblioteca personal. Prólogos, 1988. 



sábado, 14 de noviembre de 2015

Las virtudes del pájaro solitario




Juan Goytisolo


Comencé a escribir Las virtudes del pájaro solitario en febrero de 1986. Lo hice en un estado de tensión extrema, cuando sólo la lectura de San Juan de la Cruz me procuraba un remanso precario de serenidad. Dos meses antes, había contraído una dolencia intestinal que ningún tratamiento médico lograba curar y cuyos síntomas coincidían con los de la pandemia que diezmaba las filas de mis amigos. Estaba convencido de la intrusión en mi organismo del «monstruo de las dos sílabas» y no me decidía a acudir a un laboratorio de análisis serológicos, temeroso de que confirmara mis aprensiones. Fueron unas semanas de creatividad intensa, en las que compuse la secuencia de la aparición de la zancuda del cuadro de Félicien Rops, que ilustraba la cubierta de la primera edición de Makbara, en el Hammam Voltaire. Este establecimiento, inaugurado según la Doña por Napoleón III y la emperatriz Eugenia, se había convertido cien años después en una inmensa colmena de abejas libadoras de mieles y de zánganos de aguijón bien dispuesto que solía visitar los domingos en compañía de mi fiel leñador de Anatolia, y en cuyos salones y pasillos me cruzaba a veces con Roland Barthes, Severo Sarduy y Néstor Almendros. Recuerdo el día que, tras haberme resuelto a afrontar la ordalía de las pruebas en un centro médico de la Rue de Richelieu, recogí el sobre que creía fatídico y, con una mezcla de incredulidad y alivio, comprobé mi dichosa seronegatividad. Libre ya de la anterior angustia, la pasión sanjuanista y el lenguaje de la mística prosiguieron no obstante su aguijadora imantación. Estaba corrigiendo las galeradas de En los reinos de taifa y me vi obligado a interrumpir la tarea: entregué el texto a mi editor sin revisar el capítulo primero, que fue publicado en bruto y no corregí sino en ediciones posteriores. El tema de la muerte y del contagio físico y «contaminación» de las ideas y palabras me poseía por entero. El tren me aguardaba en el andén y no podía dejarlo partir y quedarme en la estación. Nunca he escrito con tanta precisión y fe ciega sobre un tema tan elusivo y complejo como el que se desenvuelve a lo largo de la novela. Tenía la impresión de que alguien (¿quién?) lo había programado en mi mente y de que yo me limitaba a seguir su dictado; de que el autor era otro, y mi trabajo, el de un mero escribidor. Lo cierto es que redacté y agrupé las secuencias en el orden en que fueron impresas. La belleza y diafanidad de Cántico espiritual era la vara de zahorí que me orientaba en las aguas secretas de las que bebía el mejor poeta de nuestra lengua. Si el Libro de buen amor fue matriz de Makbara, los versos de Subida del monte Carmelo y de Canciones entre el alma y su esposo inspiraron una obra que aspira a devolver a la literatura española las páginas que su autor, en el brete de ser prendido por los Calzados, tuvo que rasgar y tragarse, atrancado en su casita de la Encarnación. Las circunstancias de su detención, encierro y castigo –en un calabozo oscuro, angosto y asfixiante como una tumba– por orden del visitador Jerónimo Tostado, nítidamente expuestas en la excelente biografía de fray Crisógeno de Jesús, se entremezclan en la novela con citas textuales de estos versos únicos, cuyas fluctuaciones y cambios oníricos han analizado estudiosos del temple de Jean Baruzi, Michel de Certeau, Colin Peter Thompson y, entre nosotros, de José Ángel Valente, Antonio Saura y Andrés Sánchez Robayna. La poesía de Juan de Yepes, una rara avis en Occidente, sólo admite comparaciones con la de algunos místicos del islam, como Omar Ibn al Farid, a quien el reformador carmelita no pudo conocer pese a sus secretas afinidades, expuestas por la arabista puertorriqueña Luce López Baralt. Sus «canciones», a la vez límpidas y enigmáticas, me incitaron a componer un libro de estas características –realidades cambiantes, levitaciones, acronías– en mi diálogo con el árbol de la literatura y sus ramales, frondas, esquejes y plantas adventicias. Preguntas, preguntas y más preguntas:
 ¿era posible descifrar las oscuridades del texto, hallar una clave explicativa unívoca, desentrañar su sentido oculto mediante el recurso a la alegoría, circunscribir sus ambigüedades lingüísticas, establecer una rigurosa crítica filológica, buscar una significación estrictamente literal, acudir a interpretaciones éticas y anagógicas, enderezar su sintaxis maleable, esclarecer los presuntos dislates, paliar su señera y abrupta radicalidad, estructurar, disponer, acotar, reducir, esforzarse en atrapar su inmensidad y liquidez, capturar la sutileza del viento con una red, inmovilizar sus inasibles fluctuaciones y cambios oníricos? (...) ¿no sería mejor anegarse de una vez en la infinitud del poema, aceptar la impenetrabilidad de sus misterios y opacidades, liberar tu propio lenguaje de grillos racionales, abandonarlo al campo magnético de sus imantaciones secretas, favorecer la onda de su expansión, admitir pluralidad y simultaneidad de sentidos, depurar la incandescencia verbal, la llama y dulce cauterio de su amor vivo? ¡Pasajes y pasajes de belleza enigmática, incoherencia reveladora de la ebriedad y consumación gozosa del alma, entronque esotérico con la cábala y experiencia sufí, audaz apropiación del Otro en el verso Amada en el Amado transformada!
En las secuencias que componen el primer capítulo del libro, la escritura planea a vuelo de pájaro desde la aparición del «monstruo de las dos sílabas» en la Sauna de las Saunas parisiense hasta el balneario de Yalta –trasunto de la casa de reposo para escritores descrito en el capítulo «La máquina del tiempo» de En los reinos de taifa– en el que se han refugiado, en un estado de inquietante quietud, los supervivientes del exterminio. Planeo que prosigue desde la devastación y muerte del barrio gay de Christopher Street en el West Village neoyorquino hasta la redada de «pájaros» en La Habana y su envío subsiguiente a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, esos «jardines de concentración» en los que el actor Jorge Ronet, entrevistado como Susan Sontag y yo en el filme de Néstor Almendros Conducta impropia, recibió la visita de «la marquesa» con su puro y su séquito, esto es, de Fidel Castro. Y de las lides campestres descritas en «Fuerte como un turco» al pueblo catalán de Viladrau en el que los personajes exultantes de don Blas y doña Urraca celebran en 1939 la victoria de los suyos en la Guerra Civil...
Al tema del contagio por la pandemia –ésta no será mencionada sino de forma indirecta a través del personaje de Ben Sida, inspirado por el lexicógrafo andalusí de este nombre nacido en Murcia a comienzos del siglo xi–, se agrega el de otras formas insidiosas de contaminación: la nube tóxica de Chernóbil que se extiende sobre la zona, y el infierno de la biblioteca en donde se reúnen los supuestos ponentes de un congreso pluridisciplinario sobre el santo fundador de los Carmelitas Descalzos y sus presuntas herejías y concomitancias con los alumbrados, dejados y sufís mahometanos. La continua oscilación del personaje proteico que vertebra el relato entre la clí- nica (¿siquiátrica?) en la que recibe un misterioso tratamiento médico contra una infección ignota y la celda de la prisión toledana de San Juan de la Cruz, abre un vasto abanico de hipó- tesis en torno a la índole de su enfermedad: radiación nuclear?, síndrome de inmunodeficiencia adquirida?, envenenamiento causado por lecturas prohibidas?, sangre manchada por una remota ascendencia mora o judía? A los huéspedes de la casa de reposo para escritores de Yalta –el yacuto o kirguís; el señor mayor vestido con elegancia; los playeros embardurnados de cremas solares, con gafas oscuras y fundas de plástico en el caballete de la nariz; el siniestro miliciano entregado a sus ejercicios gimnásticos–, se agregan otros, como surgidos de un sueño: Ben Sida, el joven profesor de árabe invitado, como el Archimandrita y su fámulo, al simposio sanjuanista; la dama de atuendo elegante y cigarrillo siempre encendido en el extremo de su larga boquilla de ámbar. Las incidencias reales de nuestras vacaciones –de Monique Lange y mías– en el balneario kafkiano a orillas del mar Negro –imposibilidad de conversar con el culto y afable señor mayor, traductor al ruso de Rabelais y de Cervantes, o de visitar Sebastopol, «la ciudad heroica», con el absurdo pretexto de que las carreteras de acceso a ella estaban en obras–, se transforman en episodios que sumen al asiduo de la alhama de la Doña, arrebatado por los versos del reformador carmelita hasta el punto de identificarse con él, en un abismo de perplejidad. Así, cuando al preguntar al intérprete por las razones de su insistencia en impedirles abandonar la mansión en la que se hallan confinados
ha ocurrido algún accidente o catástrofe? Tenemos la situación bien controlada, todo es perfectamente normal nosotros pensábamos que tal vez a qué nosotros se refiere usted? yo? sí, usted, su plural me deja suspenso, que yo sepa nadie le acompaña
o al conversar con el Archimandrita a propósito del seminarista quemado en las hogueras del Santo Oficio se confunde usted amigo mío, el hecho que menciona no ha ocurrido todavía, no advierte acaso que estoy hablando con el aún joven señor mayor?
(Este mismo señor mayor –el traductor sujeto a estrecha vigilancia en la casa de descanso para escritores de Crimea– se transforma luego en el familiar maldito y oculto de la infancia del personaje que agoniza irradiado o víctima del «engendro de demonios coléricos y sedientos de linfa animal» (la frase es de Severo Sarduy), ese tío cuya biblioteca fue pasto purificador de las llamas tras ser fusilado por los vencedores de la Cruzada nacional-católica. Su figura me fue sugerida por Ramon Vives Pastor, hermano de mi abuela materna, el rebelde traductor de Omar Jayyam, evocado también en Señas de identidad, fallecido diez años antes de la Guerra Civil).


La novela fue concebida en mi imaginación como una ópera. Veía in vivo la irrupción de la Zancuda por la escalera que desembocaba en el salón de la Doña, cantando con su hiriente voz de contralto, mientras apuntaba con el dedo a las clientas aterrorizadas y las reducía a una piltrafa; el escenario inmóvil de la terraza del balneario en el que las sobrevivientes purgaban su cuarentena; la biblioteca paulatinamente transformada en prisión de los sospechosos de enfermedad o de contaminación herética; la mazmorra hospital en la que yacía San Juan; los disidentes apriscados en el estadio como en el Chile de Pinochet o en la Cuba de Castro; la asamblea vistosa de los pájaros de Al Attar y del enigmático tratado del reformador carmelita... Por esta razón, acogí con verdadera dicha la propuesta de adaptación del compositor José María Sánchez Verdú para el Teatro Real de Madrid, con dirección y espacio escénico de Frederic Amat, coreografía de Cesc Gelabert y dirección musical de Jesús López Cobos. La mayoría de mis novelas excluyen toda tentativa de adaptación teatral, televisiva o cinematográfica en la medida en que el lenguaje en el que están escritas trasciende el argumento y sus personajes. Como dice Milan Kundera en El telón: «Para convertir a una novela en obra de teatro o filme, hay que descomponer ante todo su composición; reducirla a simple trama; renunciar a su forma específica. Pero ¿qué queda de una obra de arte si se le quita su forma?». Mas, en el caso de Las virtudes del pájaro solitario, el texto puede ser leído en voz alta y recitado como en una ópera. Su polifonía y multiplicidad de decorados propician una visión escénico-musical como la de Sánchez Verdú, Amat, Gelabert y López Cobos:
anacronías, cambio abrupto de temas y personajes, ubicación ambigua de los paisajes, mutación de voces, vaguedad y fragmentación de tramas oníricas, la insinuación paulatina de la aniquilación como leitmotiv obsesivo, crescendo insidioso llegado hasta el clímax, ademán de horror, vértigo de la sima, grito ahogado en el fondo de la garganta seguido luego de una larga pausa, levitación hipnógena a una escena analgésica y venturosa, armonía, quietud, remanso, serenidad de la faz, pasada la crisis, en la difusa beatitud del ilapso.
La recepción crítica del libro –hermosamente traducido por Helen Lane y Aline Schulman– fue muy cálida en el mundo anglosajón y a menudo hostil en España. Considerado una «anomalía cultural», sufrió la nueva forma de censura con la que se acoge a cuanto se aparta del supuesto modelo novelesco accesible al lector virtual. Si en otros volúmenes reproduje informes de la Sección de Orientación Bibliográfica del Ministerio de Información y Turismo franquista sobre mis primeras novelas, creo que merece la pena hacerlo también con un ejemplo de esa crítica normativa, el publicado en el periódico en el que colaboro desde hace treinta años:
A medida que uno va avanzando en la lectura de esta novela se va sintiendo más y más ignorado: el escritor no ve al lector, no le escucha (no escucha siquiera su insistente petición de clemencia). El autor reconoce que se trata de una novela difícil. Lo sería si hubiera algo que comprender, algo que desentrañar, pero no lo hay. Se nos ofrece como homenaje a san Juan de la Cruz un texto atemporal y sin personajes que sucede en algún lugar no definido y está contado por un narrador múltiple (ella, él, nosotros); eso al menos asegura el autor, que dice también carecer de respuesta para muchas de estas extravagancias.
Las apreciaciones del crítico no me chocaron ni entristecieron. Conociendo, como conozco, las supervivencias tribales en el medio literario español que evocaba Cernuda, confirmaron lo que yo ya sabía: la actitud defensiva de los misoneistas respecto a todo aquello que no quepa en sus modelos trazados con regla y compás.


prólogo, Las virtudes del pájaro solitario.


viernes, 6 de noviembre de 2015

El mapa de la tristeza





Mario Vargas Llosa


El libro póstumo recién publicado de Guillermo Cabrera Infante se titula Mapa dibujado por un espía pero debería llamarse más bien El mapa de la tristeza por el sentimiento de soledad, amargura, indefensión e incertidumbre que lo impregna de principio a fin. Cuenta los cuatro meses y medio que pasó en La Habana, en el año 1965, adonde había viajado desde Bruselas —era allí agregado cultural de Cuba— por la muerte de su madre. Pensaba regresar a Bélgica a los pocos días, pero, cuando estaba a punto de embarcarse para el retorno a su puesto diplomático junto con sus dos pequeñas hijas, Anita y Carola, recibió en el aeropuerto de Rancho Boyeros una llamada oficial, indicándole que debía suspender su viaje pues el ministro de Relaciones Exteriores, Raúl Roa, tenía urgencia de hablar con él. Regresó a La Habana de inmediato, sorprendido e inquieto. ¿Qué había ocurrido? Nunca llegaría a saberlo.
El libro narra, a vuela pluma y a veces con frenesí y desorden, los cuatro meses siguientes, en que Cabrera Infante vuelve muchas veces al ministerio, sin que ni el ministro ni alguno de los jefes lo reciba, descubriendo de este modo que ha caído en desgracia, pero sin enterarse nunca cómo ni por qué. Sin embargo, al día siguiente de llegar, Raúl Roa lo había felicitado por su gestión como diplomático y anunciado que probablemente volvería a Bruselas ascendido como ministro consejero de la embajada. ¿Qué o quién había intervenido para que su suerte cambiara de la noche a la mañana? Por lo demás, le seguían pagando su sueldo y hasta le renovaron la tarjeta que permitía hacer compras en las tiendas para diplomáticos, mejor provistas que las bodegas cada vez más misérrimas a las que acudía la gente común. ¿Lo consideraba el gobierno un enemigo de la Revolución?
La verdad es que no lo era todavía. Había tenido un conflicto con el régimen en 1961, cuando éste clausuró Lunes de Revolución, revista cultural que Cabrera Infante dirigió durante los dos años y medio de su prestigiosa existencia, pero en los tres años de su alejamiento diplomático en Bélgica había sido, según confesión propia, un funcionario leal y eficiente de la Revolución. Aunque algo desencantado por el rumbo que tomaban las cosas, da la impresión que hasta su regreso a La Habana de 1965 Cabrera Infante todavía pensaba que Cuba enmendaría el rumbo y retomaría el carácter abierto y tolerante del principio. En estos cuatro meses aquella esperanza se desvaneció y fue allí, mientras, confuso y temeroso por su kafkiana situación de incertidumbre total sobre su futuro, deambulaba por sus amadas calles habaneras, veía la ruina que se apoderaba de casas y edificios, las enormes dificultades que el empobrecimiento generalizado imponía a los vecinos, el aislamiento casi absoluto en que se había confinado el poder, su verticalismo y la severidad de la represión contra reales o falsos disidentes, y la inseguridad y el miedo en que vivía el puñado de amigos que todavía lo frecuentaban —escritores, pintores y músicos casi todos ellos— cuando perdió las últimas ilusiones y decidió que, si salía de la isla, se exiliaría para siempre.
No lo dijo a nadie, por supuesto. Ni a sus más íntimos amigos, como Carlos Franqui o Walterio Carbonell, revolucionarios que también habían sido alejados del poder y convertidos en ciudadanos fantasmas, por razones que ignoraban y que los tenían, como a él, viviendo en una angustiosa y frustrante inutilidad, sin saber lo que ocurría a su alrededor. Las páginas que describen el vacío cotidiano de ese grupo, que trataba de atenuar con chismografías y fantasías delirantes, entre tragos de ron, son estremecedoras. El libro no contiene análisis políticos ni críticas razonadas al gobierno revolucionario; por el contrario, cada vez que asoma el tema político en las reuniones de amigos, el protagonista enmudece y procura alejarse de la conversación, convencido de que, en el grupo, hay algún espía o de que, de un modo u otro, lo que allí se diga llegará a los oídos del Ministerio del Interior. Hay algo de paranoia, sin duda, en este estado de perpetua desconfianza, pero tal vez ella sea la prueba a la que el poder quiere someterlos para medir su lealtad o su deslealtad a la causa. No es de extrañar que, en estos cuatro meses, comenzara para Cabrera Infante aquel vía crucis psicológico que, con el tiempo, iría desbaratando su vida y su salud pese a los admirables esfuerzos de Miriam Gómez, su esposa, para infundirle ánimos, coraje y ayudarlo a escribir hasta el final.
La publicación de este libro es otra manifestación del heroísmo y la grandeza moral de Miriam Gómez. Porque en él Guillermo cuenta, con una sinceridad cruda y a veces brutal, cómo combatió el desaliento y la neurosis de aquellos cuatro meses seduciendo a mujeres, acostándose a diestra y siniestra, y hasta enamorándose de una de esas conquistas, Silvia, que pasó a ser por un tiempo públicamente su pareja. Este y los otros fueron amores tristes, desesperados, como lo es la amistad y la literatura y todo lo que Cabrera Infante hace y dice en estos cuatros meses, porque a lo que de veras vive entregado en su fuero más íntimo es a su voluntad de escapar, de cortar para siempre con un país para el que no ve, en un futuro próximo, esperanza alguna.
No fue una decisión fácil. Porque él amaba profundamente Cuba, y, en especial La Habana, todo lo que había en ella, principalmente la noche, los bares y los cabarets y las bailarinas y sus cantantes, y la música, el clima cálido, las avenidas y los parques —¡y sus cines!— por los que pasea incansablemente, recordando los episodios y las gentes asociados a esos lugares, como para que su memoria tomara debida cuenta de ellos en todos sus detalles, sabiendo que no volvería a verlos, y poder recordarlos más tarde con precisión en sus ensayos y ficciones. En efecto, es lo que hizo. Cuando por fin, luego de esos cuatro meses, gracias a Carlos Rafael Rodríguez, líder comunista con el que el padre de Cabrera Infante había trabajado en el partido muchos años, Guillermo consiguió salir de Cuba con sus dos hijas, rumbo a España y al exilio, se llevó con él su país y le fue fiel en todo lo que escribió. Pero nunca se resignó a vivir lejos de Cuba, ni siquiera en los momentos en que obtuvo los mayores reconocimientos literarios y vio cómo la difusión y el prestigio de su obra lo compensaban de la feroz campaña de denigración y calumnias de que fue víctima durante tantos años. Aunque decía que no, yo creo que nunca perdió la esperanza de que las cosas fueran cambiando allá en la isla y de que, algún día, podría volver físicamente a esa tierra de la que nunca había logrado desprenderse. Probablemente sus males se agravaron cuando, en un momento dado, tuvo que reconocer que no, que era definitivo, que nunca volvería y moriría en el exilio.
Me ha impresionado mucho este libro, no sólo por el gran afecto que sentí siempre por Cabrera Infante, sino por lo que me ha revelado sobre él, sobre La Habana y sobre esa época de la Revolución Cubana. Conocí a Guillermo cuando era todavía diplomático en Bélgica y se guardaba muy bien de hacer críticas a la Revolución, si es que entonces las tenía. En la época que él describe yo estuve en Cuba y ni vi ni imaginé lo que él y los demás personajes de este libro vivían, aunque estuve con varios de ellos muchas veces, conversando sobre la Revolución, y convencido que todos estaban contentos y entusiasmados con el rumbo que aquella tomaba, sin sospechar siquiera que algunos, o acaso todos, disimulaban, representaban, y, debajo de su entusiasmo, había simplemente miedo. Antoni Munné, que, al igual que los dos libros póstumos anteriores, ha preparado esta edición con desvelo, ha puesto al final una Guía de Nombres, que da cuenta de lo ocurrido luego con los personajes que Cabrera Infante compartió estos cuatro meses; es una información muy instructiva para saber quiénes cayeron efectivamente en desgracia y sufrieron aislamiento y cárcel, o se reintegraron al régimen, o se exiliaron o suicidaron.
Ha hecho bien Antoni Munné en dejar el texto tal como fue escrito, sin corregir sus faltas, algo que sin duda Cabrera Infante se propuso hacer alguna vez y no le alcanzó el tiempo, o, simplemente, no tuvo el ánimo suficiente para volver a enfrascarse en semejante pesadilla. Así como está, un borrador escrito con total espontaneidad, sin el menor adorno, en un lenguaje directo, de crónica periodística, conmueve mucho más que si hubiera sido revisado, embellecido, transformado en literatura. No lo es. Es un testimonio descarnado y atroz, sobre lo que significa también una Revolución, cuando la euforia y la alegría del triunfo cesan, y se convierte en poder supremo, ese Saturno que tarde o temprano devora a sus hijos, empezando por los que tiene más cerca, que suelen ser los mejores.





Tomado de El País, 15 de diciembre de 2013



domingo, 1 de noviembre de 2015

El antecesor




Miguel Ángel de la Torre


Es un personaje casi fantástico para mí. Nunca lo he visto, y solamente por lo que acerca de él he oído, sé de su existencia: primero su nombre, pronunciado muy rara vez en las conversaciones de mis padres cuando por mi edad, poco podía interesarme nada que no estuviera presente o inmediato; y después, con intervalos considerables, algunas alusiones fugaces a su vida singular, hechas por los que la conocieron, siempre con una sonrisa equívoca en los labios. Más tarde, en ocasión de emprender yo un viaje a país extranjero, mi padre me habló algo detenidamente del asunto. Encargándome de buscar el rastro de su paso por los lugares que yo iba a visitar y en los que aseguraba que mi tío había vivido en fecha remota, después de la cual ya no se había recibido otra noticia suya; pero mal pude yo cumplir mi cometido teniendo que seguir las huellas de un hombre en caminos tan transitados como aquéllos. Un día, al fin, supe quién era mi tío y penetré un tanto en el enigma de su vida. 

Fue un día en que yo había cometido un pecado de juventud y mi padre me había hablado con el rostro severo y la voz enojada. Mi madre me prodigó, como un suave bálsamo puesto sobre las heridas del cilicio paterno, sus consuelos y consejos. Y en medio de ellos dejó ir contra su voluntad, esta exclamación:

-No te suceda, hijo mío, lo que a tu tío Ricardo. 

Entonces recordé yo todas mis dispersas y lejanas noticias sobre aquel antecesor mío, con quien me comparaban. Decían que en lo físico me le parecía. 

Cuando empezó a brotarme bozo sobre el labio, un pariente había recordado el bigote de mi tío Ricardo. Una vez, como se hablara de una novia mía, alguien alabó la fortuna que con las mujeres él había tenido. A mi madre le oí en una ocasión decir con tristeza que mi risa le hacía acordarse de la de su hermano. Y ahora veía yo que hasta en sus vicios lo copiaba. 

Desde aquel momento el recuerdo de mi tío empezó a torturarme como una obsesión. A veces en la soledad de mi alcoba y en las altas horas de la noche, me despierto pensando en ello y me siento dominado por el horror, por una angustia indefinible. Me parece que el vacío me rodea y que todo esfuerzo que hiciera había de ser inútil, como el de un ave que agitara sus alas dentro de la campana neumática. No me reconozco dueño de mis músculos, de mi voluntad cuyos resortes se me antoja que están a disposición de otro hombre. La fiebre me hace sentir que mi ―yo se ha escapado de dentro de mi cuerpo y que en su lugar se ha instalado un intruso despótico e inflexible que va a gobernar mi persona como un carretero a sus bestias.

Y ese otro ser humano de quien yo no soy sino la sombra, es mi tío. Antes yo me creía autor de mis actos y responsable de ellos, creía que éstos no existían hasta que yo, por impulso de mi voluntad o dictado de mi pensamiento, no los realizaba; y así me proponía no hacer durante mi paso por el mundo sino aquello que me fuera agradable y conveniente. Ahora sé que los sucesos y episodios todos de mi vida están hechos; lo único que yo haré será reconocerlos cuando, infeliz de mí, crea que en realidad los ejecuto. Yo no haré lo que quiera ni dejaré de hacer lo que no quiera. Haré lo que tenga que hacer. Ello será lo que hizo o lo que haría en cada caso mi tío Ricardo. Si él mató, yo mataré. Sería inútil que yo trate de hacer mío el corazón de mi esposa si a él la suya lo traicionó. No debo aspirar al aprecio de mis semejantes si mi tío Ricardo no gozó la dicha de tener amigos, esa prolongación de la familia en que se amparan lo que no la poseen. ¿No soy yo otro él? ¿No conquistarán los mismos amores y no se atraerán los mismos odios que sus bigotes y sus risas conquistaron y se atrajeron, mis bigotes y mis risas, idénticos a los suyos? ¿No me llevarán por los mismos accidentados caminos que a él le llevaron las malas pasiones que de él heredé? ¿Si siempre iguales causas han de producir idénticos efectos, mi idiosincrasia, gemela de la suya en su choque con la realidad que la rodea, no ha de producir los mismos fenómenos que la suya produjo? 

¡Ah, sí! Yo soy un pasajero que viaja en un tren sin maquinista. Ese tren es mi vida, y corre, por los mismos rieles por los que antes que el mío corrió el de mi tío Ricardo. Ignoro, como él ignoró hasta el día que su tren se detuvo, a qué estación voy a parar.

Y siendo así. ¡Dios mío! ¿Con qué justicia me castigarán los jueces si yo un día desgarrara las entrañas de un niño o me execrarían los hombres si yo vendiera vilmente a mi patria? ¿Tendría yo derecho a reclamar para mi nombre la gloria que una obra de mi cerebro o de mi corazón conquistara entre los hombres? 

¡Ese antecesor mío de que yo soy la copia y el eco! Su existencia ¿con qué acontecimiento se irá tejiendo fuera del alcance de mis ojos? ¿Cabrán en ella los propósitos que yo me había hecho cuando creía timonear mi vida, para el futuro? ¿Vio él morir, o vio triunfar mis esperanzas, mis ilusiones, mis ensueños, que seguramente fueron un día sus ensueños y sus esperanzas también? ¿Dónde estará a estas horas? ¿Habrá ya muerto? ¿Cuáles circunstancias, acaso horribles, habrán rodeado su última hora? ¿En qué lejano lecho habrá sido? ¿Qué suprema visión del mundo se habrá llevado al infinito?

¡Si al menos yo supiera esto yo estaría más tranquilo! No me levantaría del lecho cada mañana pensando, entre crispaciones nerviosas, si a la noche reposaré en él o en el de una prisión. No me horrorizaría la proximidad de mis hijos, de los que a veces siento intentos de huir, para alejar la posibilidad de que un día sea yo mismo su victimario fatal e inexorable! No seguiría, quizás, corriendo tras estas quimeras que hoy amo y para las cuales vivo, confiando en que pueden ser realizadas mañana…

Esto es lo que aparece escrito al final del libro de memorias hallado entre los papeles de un loco, cuando los médicos se dispusieron a examinarlos en busca de datos para el diagnóstico de su enfermedad. 

No sabemos con cuál palabra sabia se expresó tal dictamen. El infeliz ocupa actualmente una celda del manicomio y goza entre sus enfermeros estimación de dócil y tranquilo hasta el extremo de ser casi enojosa su atención, porque exige los cuidados de un cuerpo sin nervios o del que hubiese para siempre huido el instinto de conservación dejándolo desanimado e inerte como un harapo.





Miguel Ángel de la Torre (1884-1930). Uno de los mejores cronistas de su tiempo. En 1965 se recogió en un volumen titulado Prosas mínimas una parte de su obra, en gran medida dispersa y olvidada. "El antecesor" es su mejor cuento y uno de los más raros de la literatura cubana.