viernes, 7 de agosto de 2015

El llanto de la excavadora. V y VI





Pier Paolo Pasolini


V
    
Un poco de paz basta para revelar
dentro del corazón la angustia,
límpida como el fondo del mar
    
en un día de sol. En eso reconoces
sin probarlo, el mal
allí, en tu lecho, pecho, muslos
    
y pies abandonados, como
un crucifijo, o cual Noé
borracho, soñando, ingenuamente ajeno
    
a la alegría de los hijos que sobre él,
fuertes y puros, se divierten…
El día ya está sobre ti,

en el cuarto, como un león dormido.
    
¿Por qué caminos el corazón se encuentra
pleno, perfecto incluso en esta
mezcolanza de beatitud y dolor?
    
Un poco de paz… Y lo que despierta en ti
es la guerra, es Dios. Apenas se distienden
las pasiones, se cierra la fresca
    
herida, y te pones ya a gastar
el alma, que parecía del todo agotada,
en acciones de sueños que no aportan
    
nada.. Y he aquí que encendido
por la esperanza -viejo león
maloliente de vodka, Kruschov
    
impreca al mundo por su ofendida Rusia-
de pronto te das cuenta que sueñas.
Parece incendiar en el feliz agosto
    
de paz, todas tus pasiones, todo
tu interior tormento,
toda tu ingenua vergüenza
    
de no estar –sentimentalmente-
en el punto donde el mundo se renueva.
Al contrario, aquel nuevo soplo de viento
  
te echa atrás, donde todo viento
cae; y allí, tumor
que se recrea, reencuentras
    
el viejo crisol del amor,
el sentido, el espanto, el placer.
Y justo en aquel sopor
    
está la luz… en aquella inconsciencia
de infante, de animal o ingenuo libertino,
está la pureza…los más heroicos

furores de aquella fuga, el más divino
sentimiento en aquel grosero acto humano
consumado en el sueño matutino.



VI

En la hoguera abandonada
del sol matutino –que arde, de nuevo,
limando las construcciones, sobre los marcos

recalentados –desesperadas
vibraciones raspan el silencio
que perdidamente sabe de vieja leche,
    
de plazotelas vacías, de inocencia.
Al menos ya desde las siete, aquel vibrar
crece con el sol. Pobre presencia
    
de una docena de obreros ancianos
con los harapos y las camisetas ardientes
por el sudor, cuyas raras voces,
    
en lucha contra los dispersos bloques
de fango y desprendimientos de tierra,
parecen deshacerse en aquel temblor.

Pero entre los obstinados golpes 
de la excavadora, que parece ciega,
ciega resquebraja, ciega aferra
    
como si no hubiese meta,
un grito imprevisto, humano,
nace, y a trechos se repite,
   
tan loco de dolor que de súbito
ya no parece humano y deviene 
muerto clamor. Luego, despacio,
    
renace, en la luz violenta,
entre los edificios cegados, nuevo, igual,
grito que solo quién está muriendo
    
puede, en el último instante, arrojar
a este sol que todavía cruel esplende
ya endulzado por un poco de aire de mar…
    
Está gritando, abrumada
por meses y años de matutinos
sudores –acompañada por la muda

cuadrilla de sus picapedreros,
la vieja excavadora: pero junto al fresco
descampado revuelto, o en el breve

confín del horrísono siglo veinte
se halla la barriada… Es la ciudad,
hundida en un claror de fiesta,
    
-y es el mundo. Llora aquello que tiene fin
y recomienza. Aquello que era área herbosa,
espacio abierto, y deviene corral,
    
blanco como cera,
cerrado en un decoro que es el rencor;
aquello que era casi una vieja fiera
 
de frescos estucos desnivelados al sol,
y se vuelve nuevo aislamiento, bullente
en un orden que es apagado dolor.
 
Llora aquello que cambia, incluso
para hacerse mejor. La luz
del futuro no cesa un solo instante

de herirnos; es aquí, que quema
en cada uno de nuestros actos cotidianos,
angustia incluso en la confianza
    
que nos da vida, en el ímpetu gobettiano
hacia estos obreros que alzan, mudos,
en los distritos del otro frente humano,

su rojo trapo de esperanza.
    
                                                                              1956




Traducción: Pedro Marqués de Armas