sábado, 28 de febrero de 2015

Simone Boué compañera de Cioran





Fernando Savater 




Simone Boué, profesora de Liceo y compañera de E.M. Cioran durante más de 50 años, falleció ahogada en una playa francesa el pasado verano. Dice Stendhal: "Hacen falta al menos 10 líneas en francés para alabar a una mujer con delicadeza". Yo necesitaría muchas más en español para hacer medianamente justicia a Simone en esta despedida. Era inteligente, vivaz, irónica, discreta. Sobre todo era la elegancia misma, la encarnación de ese chic parisiense que puede pasarse de pasarelas y que no se adquiere derrochando dinero en casa de los modistas. A ella le bastaba -tenía que bastarle porque eran pobres- con un pañuelo, una sencilla rebeca, con cambiar de sitio una flor. En la casa minúscula de la rue de l'Odeon todo era perfecto y humilde, como pintado por Vermeer. "¡Agáchese!", me decía Cioran al entrar. "¡Cuidado con la cabeza, la puerta es muy baja!". Parte del gozo de su hospitalidad generosa y cordial era oírles contar las anécdotas a medias, lanzándose tiernas puyas: él criticando a Francia sin la cual no podía vivir; ella, francesa a más no poder. Al final, cuando Cioran empezaba a perder la cabeza, ella completaba, sin que se notaran sus balbuceos, y hacía ambos papeles, el censor acerbo y la amable réplica. La vi por última vez en junio, en el primer aniversario de la muerte de Cioran. "Por favor, cuidado con la cabeza", me dijo al entrar. Me contó su amargura por una biografía reciente de Cioran, no tanto por la insistencia escandalosa en sus veleidades fascistas juveniles como por la pedante bobada de compararle ¡con Wittgenstein! Luego nos despedimos y era para siempre. No sé quién será el próximo inquilino del pequeño apartamento en el corazón del barrio latino; no sé si sabrá que en esas tres habitaciones se vivió una tan larga y preciosa historia de amor. Por favor, agachen la cabeza; y descúbranse-




El País, 30 septiembre de 1997



martes, 24 de febrero de 2015

A un joven






Carlos Drummond de Andrade



Estimado Alipio:


Ayer por la noche, al salir usted de mi departamento, adonde vino en busca de sabiduría griega y sólo encontró un coñac y un gato llamado Crispín, decidí pasar por escrito lo que le dijera. ¿Lección de escepticismo? No. Eso uno lo aprende solo. La única cosa que se puede remotamente concluir de lo que conversamos es: no vale la pena practicar la literatura, si ella contribuye a agravar la falta de caridad que traemos desde la cuna.

Por eso, y porque no adelantaría nada, no le doy consejos. Le doy anticonsejos, hijo mío. Y si lo llamo hijo perdone: es costumbre de la gente madura. Podría llamarle hermano, tan semejante somos, a pesar del tiempo y de los pormenores físicos: ambos cultivamos lo real ilusorio, que es un bien y un mal para el alma. Poco queda por hacer cuando no nacemos para los negocios ni para la política ni para el oficio de las armas. Nuestro negocio es la contemplación de la nube. Que por lo menos ello no nos torne demasiado antipáticos a los ojos de los coetáneos absorbidos por preocupaciones más seculares. Recoja pues estos apuntes. Alipio, y sepa que lo estimo:

I. Sólo escriba cuando del todo no pueda dejar de hacerlo. Y siempre se puede dejar.
II. Al escribir, no piense que va a derribar las puertas del misterio. No derribará nada. Los mejores escritores consiguen apenas reforzarlo, y no exija de sí tamaña proeza.
III. Si permanece indeciso entre dos adjetivos, deje fuera ambos, y use el sustantivo.
IV. No crea en la originalidad, está claro. Pero no vaya a creer tampoco en la banalidad, que es la originalidad de todo el mundo.
V. Lea mucho y olvide lo más que pueda.
VI. Anote las ideas que tenga en la calle, para evitar desarrollarlas. La casualidad es mal consejero.
VII. No se sienta orgulloso si le dicen que su nuevo libro es mejor que el anterior. Quiere decir que el anterior no era bueno.
VIII. Pero si le dicen que su nuevo libro es peor que el anterior, puede ser que le digan la verdad.
IX. No responda a los ataques de quien no tiene categoría literaria: sería perder el tiempo. Y si el atacante tuviera categoría, no ataque, pues tiene otras cosas que hacer.
X. ¿Cree que su infancia fue maravillosa y merece ser recordada en todo momento en sus escritos? Sus compañeros de infancia ahí están, y tienen opinión diferente.
XI. No salude con humildad al escritor famoso, ni al escritor oscuro con soberbia. A veces ninguno de ellos vale nada, y en la duda lo mejor es ser atento para con el prójimo, incluso si se trata de un escritor.
XII. El portero de su edificio probablemente ignora la existencia, en el inmueble, de un escritor excepcional. No juzgue por eso que todos los asalariados modestos sean insensibles a la literatura, ni que haya obligatoriamente escritores excepcionales en todos los edificios.
XIII. No saque copias de sus cartas, pensando en el futuro. El fuego, la humedad y las polillas pueden inutilizar su cautela. Es más simple confiar en la falta de método de esos tres críticos literarios.


                                                         II


Aquí le mando, joven Alipio, otras grageas de supuesta sabiduría, para completar así la instrucción que le suministré.

XIV. Procure hacer que su talento no ofenda el de sus compañeros. Todos tienen derecho a presumir genialidad exclusiva.
XV. Haga fichas de lectura. Las papelerías aprecian ese hábito. Las fichas absorberán su exceso de vitalidad y, no usadas, son inofensivas.
XVI. Si siente propensión hacia el gang literario, instálese en el seno de su generación y ataque. No hay policía para ese género de actividad. El castigo son sus compañeros y luego el tedio.
XVII. No se juzgue más honesto que su amigo porque sabe identificar un elogio falso, y él no. Tal vez usted sea apenas más duro de corazón.
XVIII. Evite disputar premios literarios. Lo peor que puede suceder es que los gane, otorgado por jueces a los que usted y su sentido crítico jamás premiarían.
XIX. Su vanidad asume formas tan sutiles que llega a confundirse con la modestia. Haga una prueba: proceda conscientemente como vanidoso, y verá cómo se siente.
XX. Sea más tolerante con el fanfarronismo de su amigo; casi siempre esconde una deficiencia, y sólo impresiona a otros fanfarrones.
XXI. En cuanto a su propio fanfarronismo, éste se enfriará si usted observa que, en la hipótesis más cristalina, es objeto de tolerancia ajena.
XXII. Antes de reproducir en la solapa de su libro la opinión del cofrade, piense, primero, que él no autorizó su divulgación; segundo, que la opinión puede ser mera cortesía; tercero, que usted no admira tanto a su cofrade.
XXIII. Procure ser justo con los otros; si fuera muy difícil, bondadoso; en el peor de los casos, elusivo.
XXIV. Opinión duradera es la que se mantiene válida por tres meses. No exija mayor coherencia de los otros ni se sienta obligado intelectualmente a tanto. Y proceda a la revisión periódica de sus admiradores.
XXV. Procure no mentir, a no ser en los casos indicados por la cortesía o por la misericordia. Es arte que exige gran refinamiento, y usted será recibido allí dentro de diez años, si llega a ser famoso; y si no llega, no habrá valido la pena.
XXVI. Déjese fotografiar con placer, sin llamar a los fotógrafos; no rechace dar autógrafos i se mortifique si no se los piden. Homero no dejó cartas ni retratos, Baudelaire dejó unos y otros. Lo esencial sucede con otros papeles.
XXVII. Usted tiene un diario para explicarse: ¿se encuentra tan confundido? Para justificarse: ¿su conciencia anda medio turbia? Para proyectarse en el futuro: ¿se juzga tan extraordinario?
XXVIII. Trate a las corporaciones con cortesía, pues algún día puede ingresar en una; con indiferencia, pues lo más probable es no ingresar nunca.
XIX. Aplíquese a no sufrir con el éxito de su compañero, incluso admitiendo que él sufra por el suyo. Por egoísmo, ahórrese cualquier especie de sufrimiento.
XXX. Una buena combinación moral es la del orgullo y la humildad; ésta nos absuelve de nuestras flaquezas, aquél nos impide caer en otras. En cuanto a los santos escritores, es de suponer que fueran canonizados a pesar de su condición literaria.
XXXI. Sea discreto. Es lo más cómodo.



Traducción: Inti García Santamaría



 El poeta y su trabajo / 17 –otoño 2004. 




lunes, 23 de febrero de 2015

Poema en la estación de Astapovo





Mario Quintana

El viejo Lev Tolstoi huyó de casa
y fue a morir a la estación de Astapovo.
Seguramente se sentó en un viejo banco
uno de esos viejos bancos abrillantados por el uso
que existen en las pequeñas estaciones del mundo
contra una pared desnuda.
Se sentó y sonrió amargamente
pensando que
en toda su vida
apenas quedaba de Gloria
esa ridícula matraca llena de cascabeles y cintas de colores
en las manos esclerosadas de un anciano decrépito.
Y entonces la Muerte 
al verlo tan solo a aquella hora en la estación desierta
consideró que él estaba allí a su espera
cuando solo se había sentado a descansar un poco.
La Muerte llegó en su antigua locomotora
(siempre llega puntualmente en la hora incierta…)
Aunque tal vez no pensó en nada de eso, el gran Viejo
y quién sabe si hasta murió feliz: él huyó…
él huyó de casa…
él huyó de casa a los ochenta años de edad…
¡No todos realizan los viejos sueños de la infancia!



Traducción Pedro Marqués de Armas




sábado, 21 de febrero de 2015

El perro de Pergolesi



Guy Davenport



Hace unos doce años, en medio de una de esas conversaciones que en un momento pueden referirse al asma de Proust y enseguida al tamaño de las barras de chocolate en estos tiempos perversos, Stan Brakhage—el más avanzado guardia de los cineastas—me preguntó si yo sabía algo del perro de Pergolesi.
“Nada de nada”, respondí confiado, y añadí que no sabía que hubiera tenido uno. ¿Qué era lo que había que saber sobre el perro de Pergolesi? He allí el misterio, replicó él. Justo antes de esa conversación, Brakhage había estado haciendo una película bajo la dirección de Joseph Cornell, el excéntrico artista que juntaba delicados objetos en estrechos marcos de madera para lograr un tipo de arte norteamericano maravilloso e inolvidable, en parte surrealista y en parte casero. Cornell pasó toda su vida adulta más o menos recluido en la Avenida Utopía, en Flushing, husmeando en sus cajas de recortes y rarezas hasta hallar la mágica combinación de cosas que pudiera ordenar en un cajón vitrina—un perico de celuloide de Woolworth’s, un mapa estelar, una pipa de arcilla, una estampilla griega.
Cornell también hizo collages y lo que podría llamarse esculturas—como muñecas en un lecho de ramas—, además de películas. Para éstas necesitaba un camarógrafo; eso explica la presencia de Brakhage en la Avenida Utopía. Los dos se llevaban muy bien, dos genios inventando una extraña poesía de imágenes—calados de la era Victoriana, lámparas con ventiladores, sombrías habitaciones de ventanas melancólicas. Brakhage estaba fascinado con el erudito y tímido Cornell, cuyos pasatiempos incluían la preparación de vastos archivos de ballerinas francesas del siglo diecinueve, las enseñanzas de Mary Baker Eddy, y baratijas de todas las épocas y todos los continentes.
En una de sus charlas surgió el tema del perro de Pergolesi. Brakhage preguntó qué importancia podía tener la tal mascota del compositor. Cornell se puso tieso. Luego levantó los brazos con profunda sorpresa. ¿Qué? ¿Cómo no iba a saber del perro de Pergolesi? Él había asumido, dijo con frialdad y desilusión, que conversaba con un hombre sofisticado y culto. Si el señor Brakhage no comprendía esa alusión al perro de Pergolesi, ¿tendría la amabilidad de retirarse de inmediato y no volver?
Brakhage se marchó. Así concluyó la colaboración entre el cineasta más poético de la república y uno de sus artistas más imaginativos. La pérdida es enorme, y fue el perro de Pergolesi la causa del conflicto.
Hice todo lo que pude para ayudar a Brakhage a encontrar ese perro tan importante y elusivo. Él mismo le preguntó a la gente que en su opinión podría tener noticia. Yo pregunté también. Aquellos a quienes preguntamos a su vez preguntaron a otros. Ni las biografías ni los libros de historia fueron de utilidad. Nadie tenía ni idea de un perro que hubiera pertenecido a Giovanni Battista Pergolesi o que hubiera tenido tratos con él. Durante diez años sondeé a las personas que creí idóneas, y cada vez que me topaba con Brakhage sacudía la cabeza, y él igual: no habíamos encontrado el P. de P.
Nunca se nos ocurrió que Cornell desconociera tanto como nosotros sobre el fulano perro de Pergolesi. En los Cuadernos de Samuel Butler se halla esta aleccionadora entrada: “El escultor Zeffirino Carestia me dijo que en Inglaterra contábamos con un gran escultor llamado Simpson. Me entró la duda y le pregunté por el trabajo del susodicho. Al parecer, era el autor de un monumento a Nelson en la Abadía de Westminster. Me di cuenta, por supuesto, de que aludía a Stevens, quien hizo el monumento a Wellington en la Abadía de San Pablo. Le pregunté de nuevo y resultó que yo tenía razón”.
Nunca tenemos tanta certeza de nuestro conocimiento como al estar totalmente equivocados. La seguridad con la que Chaucer incluyó a Alcibíades en una lista de bellas mujeres, o con la que Keats enumeró en un soneto inmortal los erróneos descubridores del Pacífico, debería ser una lección para nosotros.
La ignorancia alcanza grandes cosas. La más reciente Enciclopedia Británica nos informa que el libro El castillo de Axel, de Edmund Wilson, es una novela (en realidad es un libro de ensayos); que Eudora Welty escribió Reloj sin manecillas (la novela de Carson McCullers); y que la fotografía de Julio Verne que acompaña la entrada sobre él es el retrato de un ave paseriforme de cabeza amarilla(Auriparus flaviceps). La New York Review of Books aludió una vez a Los papeles de Petrarca, de Charles Dickens, y un somnoliento corrector del Times Literary Supplement en una ocasión le atribuyó a Margery Allingham la creación de un detective llamado Albert Camus.
La vaguedad tiene el encanto del color local. En un himnario Shaker, una nota al pie identifica a George Washington como “uno de nuestros primeros presidentes”.
Cuando le entró la loquera con el asunto del perro de Pergolesi, Cornell sobrepasó la mera imprecisión y entró en el terreno de la pifia total. Tarde o temprano la suerte me iba a hacer encontrar a la persona correcta, que resultó ser alguien que estaba al tanto de las veleidades de Cornell en relación con los temas triviales. Se trataba de John Bernard Myers, crítico y comerciante de arte. Él estaba seguro de que Cornell se refería al perro de Borgese. Me quedé mudo, lo mismo que Brakhage en aquella ocasión fatal. ¿Qué? ¿Cómo no iba a saber del perro de Borgese?
Elisabeth Mann Borgese—hija de Thomas Mann, profesora de ciencias políticas en la Universidad de Dalhousie, ecologista y conservacionista distinguida—en los años cuarenta había entrenado un perro para que respondiera preguntas usando una máquina especial que se adaptaba a sus patas. El éxito de esa labor aún resulta dudoso en círculos científicos, pero a Cornell se le grabó el espectáculo del animal con el teclado como si fuera uno de los eventos del siglo, y suponía que cualquier persona bien informada tendría noticia de ello. Lo hacía llorar el hábito de la consumada bestia de la señora Borgese de escribir PERRA MALA cada vez que fallaba una respuesta. Cornell tenía un archivo de recortes de prensa sobre el tema, y a pesar del cambio radical que su imaginación había ejecutado, no tenía escrúpulos a la hora de rechazar a la gente tediosamente ignorante de tan espléndidas cosas.



*Publicado en Every Force Evolves a Form (San Francisco: North Point Press, 1987).






miércoles, 18 de febrero de 2015

Ecos de la prensa



Bruno Schulz


Sin el aplauso del mundo, trabaja (en Drohonycz) con una ensimismada y serena pasión benedictina un extraño artista, enamorado de las leyendas de siglos pasados, que estudia los antiguos documentos, escruta los archivos de la alcaldía e investiga los amarillecidos papeles de la parroquia; se trata del señor Lachawicz, que hace revivir el pasado de nuestra ciudad.

El señor Lachawicz, estudiando con ejemplar esmero los antiguos misales, los libros sagrados y códices, penetró tan a fondo en el estilo de esas obras del arte iluminista que lo conoce al dedillo. El señor Lachawicz tiene un exquisito gusto decorativo. Al parecer –sin ningún esfuerzo e instintivamente- sabe armonizar texto, ornamento e imagen. Como si este artista hubiese descubierto una riquísima vena inventiva que apenas puede controlar. Sin duda alguna, nos encontramos ante un extraordinario fenómeno de epigonismo o atavismo artístico, una reencarnación del antiguo arte iluminista y su traslación a los tiempos modernos.

En esta época agitada y transitoria representa un caso excepcional.

El señor Lachawicz debería ser más conocido en el ámbito de la gráfica contemporánea, puesto que parece no tener competencia. Confiamos que los gestores de nuestra ciudad no dejen escapar la posibilidad de adquirir ese excepcional trabajo de un artista que ha sabido convocar a través de su obra la memoria de Drohobycz.



Primera edición: Przeglad Podkarpacia, Nº 12, 1934
Reimpresión: Jerzy Ficowski, Oklolice…p. 40.


Tomado de Ensayos críticos, 2004. 




sábado, 14 de febrero de 2015

Leche de Underwood





Juán José Saer


Por delicadas que sean, las mañanas
envilecen; lo destructible vacila
y lo que pareciera, frente a nosotros, perdurar,
no nos acoge, menos cruel que indiferente. Animal
anónimo, por más que grites, nadie escucha,
y ni por lejos la lengua es la que conviene.
Existe, tal vez, en alguna parte, un idioma,
nadie niega, pero habría que desandar,
salir, si fuese posible, del centro de la noche,
y empezar de nuevo con otra clase de balbuceo.
Tantas tardes que resbalan:
ya no se sabe
en qué mundo se está, y sobre todo si se está
en un mundo. Se muerde
un fantasma de manzana, mientras sigue merodeando,
como desde un principio, lo oscuro. Destellos
de un sol de invierno en la ciudad
transparente; brillos, rápidos o lentos,
que algunos blanden como pruebas
abandonándose, soñadores, su tibieza. Entre tantas
estrellas, esperanzas: relentes
de un reino animal.



jueves, 12 de febrero de 2015

Vademécum del Cordianismo




Magdalena Duany



Motín del 47

Aún se conservan documentos, cartas, certificados de defunción de ambos bandos. Julio Cesar Cordero de León, biógrafo oficial de Cordia, da fe de ello en Un Líder, un camino: que fue Cordia y no Echemendía quien incitó a los barequianos a lanzar cócteles molotov en cines, fábricas y hoteles y, a asaltar por último la radio y la televisión. El hecho se conoció en Barequia como La Revolución de los Colonios.


Sobre el carácter de los colonios

Aunque recelosos y un tanto nostálgicos, los colonios son  resistentes a las inclemencias del tiempo; taimados y a la vez pachangueros, aman empedernidamente el arroz, la tuberina (especie de ñame azul o violáceo) y las bebidas destiladas. Tienen aptitudes extraordinarias para camuflarse, aprender lenguas, improvisar discursos, cantar y bailar. Pero no para trabajar la tierra, tal vez por lo fácil que resulta.


¿No es verdad que suena bonito?

“Todos los hombres son iguales y tienen los mismos derechos”. En esta cita se apoyó Cordia cuando instauró penas como la ejecución por apaleamiento, la horca express y el paredón... Léase Suplicio en las Islas de Tawanda Dawn.


Quinto Tratado de la Era de la Rectificación

(Puntos decisivos)

1-Habiendo venido a nuestra tierra con intenciones divisionistas, oscuras y mercenarias, cumpliremos el protocolo internacional de enjuiciamiento por alta traición.
2- No habrá linchamientos ni arbitrariedades por parte de colonios sin rango militar. Ofreceremos al enemigo todas las garantías legales.
3-La pena capital será ejecutada en hora y lugar reservados sin presencia de testigos ni prensa.
4- Los cuerpos de los ajusticiados no tendrán derecho a sepultura. Sus restos no mancillarán a nuestros sagrados y honoríficos muertos.


Particularidades de los Fosos del Silencio

Después de la invasión de Playa Caguao, donde los muertos pacían en las cunetas, Colon Cordia firmó un decreto que llamó “Derechos del invasor a sepultura en suelo nacional”. En la misma especificaba que pasadas las 24 horas de exposición a la intemperie, y con el fin de no comprometer la higiene ni el erario público, el cadáver debía ser trasladado a los Fosos del Silencio.

De estos Fosos hay de sobra en todo lo largo y ancho de Barequia. Solo alrededor de Ciudad Barequia, la antigua capital de los barequianos, ahora Coloni Sur, existen veintinueve. Lugar encantador, rodeado de aguas y de una vegetación lujuriante, dispone de plazas, efigies de próceres, plataformas de observación, rampas para misiles y tanques de guerra.

Los Fosos del Silencio están escoltados por espléndidos jardines que los turistas pueden apreciar desde la terraza de la Torre Cordia, la más emblemática de Barequia. Allí se alza, a 68 años de la liberación, el Fuego de la Libertad. 

Pero los Fosos no son otra cosa que inmensos macizos de hormigón armado, cuya misión es desafiar el rigor del tiempo. Todos revestidos de una capa de cal que se retoca de tanto en tanto. La profundidad de dichas construcciones, de aspecto piramidal, varía entre los cincuenta metros a cien de diámetro, por quince a treinta de alto. Según Stvenson Kent, no hay tumbas ni osarios en su interior, sino un pozo circular al que se lanzan los despojos humanos.

La putrefacción no es problema para nadie, ya que al no tener cubierta, es decir, techos, las legiones de buitres hacen su labor de higienización.

Todo en Barequia es comedidamente planificado. Por lo que señala el autor de Rebelión o política en las postrimerías del siglo XX: “Cada Foso del Silencio está resguardado por parapetos de veinte metros de altura que impiden la vista de aquel formidable y repugnante interior. Y aunque aseguran que no hay un solo nativo traidor, allí se acumulan, como por ensalmo, generaciones y generaciones de barequianos o colonios convertidos en montañas de hueso y pelo. No obstante lo arcaico que pueda parecer el Cordianismo en la Era de la globalización, Colon Cordia tiene el mérito de haber sido el primer mandatario del hemisferio en erradicar la pena de muerte por garrote vil, sustituyéndola por otras más expeditas o modernas”.




Magdalena Duany (Quito, 1981). Doctora en Antropología. Profesora adjunta del American Samoa Community College, donde desarrolla un proyecto sobre eco-economía sostenible y biodiversidad. Radica en Samoa desde 2014. 




martes, 10 de febrero de 2015

Chinesias




Rolando Sánchez Mejías


El Barrio Chino de la Habana –situado alrededor de la calle Zanja, que en sus viejos tiempos fue eso: una zanja-, en los años que me gustaba caminarlo, no fue en busca de algo asiático, sino más bien búsqueda de un lugar que carecía de identidad; o más exacto lugar cuya identidad, por extraña, por ligeramente amenazante, conminaba al paseito, a mis no menos deplorables correrías por una Habana que también, por aquellos años –hablo de la década de 1990-, se me volvía ligeramente amenazante. Hoy, remendado el barrio, remedado en lo que pudo ser,  es un Asia de cartón.
 
Y dije paseito porque no quiero ofrecer la idea de que yo era un paseante o flâneur al estilo Baudelaire; ni siquiera al estilo de los paseos esquizo-románticos de un Robert Walser; ni, mucho menos de los paseos de tritón trotón, del inmenso –en obra y gordura- poeta cubano José Lezama Lima, vasco con ojitos de chino acriollado, acrisolado. (Aún queda gente que se pasea, en la Habana, por la Habana, como si la Habana fuera una Ruina gratificante, una Ruina Elegante; de Baudelaire, les queda la cáscara, o la cascarilla [cascarilla: polvo blanco de la cáscara del huevo que se utilizaba para talco y afeites y luego para “limpiezas y resguardos y otros oscuros menesteres”. Porque Baudelaire era lo suficientemente moderno -así son los románticos de pura cepa- para querer ver, lo antiguo-y-nuevo, de un único y súbito coup d´oeil. Mirón trocado en visionario.
 
En realidad, yo no sirvo para pasear. O avanzo muy rápido dando zancadas y zancadillas de desconcierto, o muy lento haciendo “cruzas” de rostros y animales (en Barcelona la gente suele pasearse con perros, incluso he visto a uno que otro gato halado, alado por correa) y pedazos de fachadas, recortado, todo esto, contra un cielito lindo mediterráneo.
 
Así, caminoteando, en 1997, fue que vi, apenas a un mes de mi llegada, a mi primer chino barcelonés. Yo iba por “Joaquín Costa”, y en el cruce de “Ferlandina” con “Joaquin Costa”, vi a mi chino. Es curioso, porque yo ya había intentado ver chinos en lo que aún, a veces, como en lapsus linguae o lapsus topológico, se denomina Barrio Chino de Barcelona. Y no había visto ni uno de tales chinos, cuando los chinos, los asiáticos, los otros, casi por definición, deberían ser legión. 
 
Supongo que para un barcelonés o un payés que jamás hubiera visto en vida a un chino, el ejercicio o experiencia de definirlo –ya no digo describirlo – como chino habría sido, qué duda cabe, extremadamente arduo, complicado, laborioso. A diferencia de un negro (excepto los indianos, muchos en Cataluña no sabían qué cosa, bestia o bestiola, era un negro), de un marroquí, o de un paquistaní (experiencias de conocimiento o reconocimiento que en su momento histórico han sido también laboriosas para un payés o un barcelonés), un chino puede correr la suerte, o desgracia, de no ser reconocido, ni siquiera conocido, a primera vista. Se le con-funde con filipino, o se le hunde en las lindes mogólicas o mongólicas de la estepa rusa, o se trastoca en homo japonicus o, como le pasa a un joveneto y amigo poeta cubano mío –usaba, en los 90, en la Habana, bigotes torcidos hacia arriba-, se le atribuía –a él, cruce de mulata y cantonés- la etnia chino-malaya, como uno de esos personajes de Salgari que se mal oculta entre las lianas de un árbol de malanga.

Volviendo al chino de marras, debo confesar que me detuve alborozado, por no decir alborotado. No era, exactamente, mi chino, como los chinos que yo había visto, conocido o frecuentado en Cuba; aunque tampoco era tan diferente como para excluirlo de aquello que yo entendía por ser o parecer chino. 

No voy a decir que portaba ojos rasgados porque sería abundar en detalles probablemente inocuos para definir a un chino que –coloquémonos en su oblicuo punto de vista-, serían detalles anodinos, digamos poco… chinos. ¡Porque, para hablar en plata, y no dar la lata, como quieren los nuevos y viejos confucianos, el chino de marras llevaba gafas! ¡Oscuras y relucientes gafas Armani que reflejaron por un instante -¡y sólo por un instante!-, los ojos míos que le miraban!

Y ahora voy a citar de golpe y en seguidilla, cinco preciosos “haikus” de Antonio Machado (“Proverbios y cantares”), para que no digan que no quiero remachar la idea, harto brumosa, que tengo, o me tiene suspendido, in mente:

El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.

Busca a tu complementario,
que marcha siempre contigo,
y suele ser tu contrario.

Busca en tu prójimo espejo;
pero no para afeitarte,
ni para teñirte el pelo.

  
Por otra parte -y nunca mejor dicho por otra parte- ya algunos alemanes “ilustrados”, como el pícaro Lichtenberg (Aforismos), habían oído o leído o visto, imágenes-compuestas como las siguientes, que habría suscrito el mismo Voltaire y, por qué no, buena porción de jesuitas misioneros:

En invierno, los chinos se ponen a menudo de 13 a 14 prendas de vestir una sobre otra, y, en vez de manguito, llevan en la mano una codorniz viva.

Ya Aristóteles –nuestro primer gran jesuita del pensamiento- había llegado –antes que yo ante mi chino-, a una idea brumosa, pero harto cadenciosa como para no ser tomada en cuenta: nadie sabe qué cosa sea lo que no es. 

Y, sin embargo: ¿a quién que sea, o que quiera ser, proyecto de hombre u homínido, más o menos ilustrado, no le atormentan ideas malas, incluso ideas buenas, todas en un mismo saco? Imaginación, Espíritu Secular y prosa de la vida, no siempre son buenos compañeros –como el gato y la zorra de Pinocho- pero quizás son, por ahora, nuestros mejores compañeros de viaje -si logramos añadir (esfuerzo des-Comunal) la corazonada que casi, casi, podemos sentir ante ese otro que es el “otro”: amigo o enemigo. 

En Papá Goriot, Balzac (adjudicándole a Rousseau una idea de Diderot acerca de la tiránica y trágica relación entre lejanía y sentimientos morales), le hace decir a Rastignac, que le habla a un amigo:

-Me atormentan ideas malas. ¿Has leído a Rousseau? 
-Sí.
-¿Recuerdas aquel pasaje en que le preguntaba al lector qué haría si pudiera enriquecerse matando en China, con su sola voluntad, a un anciano mandarín, sin moverse de París?
-Sí.
-¿Y entonces?
-¡Bah! Yo ya voy por el trigésimo tercero mandarín.
-Coño, no hagas bromas. Veamos, si se te demostrara que el asunto es posible, y que bastara con un gesto de la cabeza, ¿tú lo harías?
-¿Es muy viejo el mandarín? Bah, joven o viejo, paralítico o sano, a fe mía… ¡Caramba! ¡Pues no lo haría!





Tomado de La Habana Elegante, no 54, otoño-invierno de 2013. 


domingo, 8 de febrero de 2015

Irrevocablemente




Alfonso Cortés


Por donde quiera que escudriña la mirada,
sólo encuentra los pálidos pantanos de la Nada;
flores marchitas, aves sin rumbo, nubes muertas...
¡Ya no abrió nunca el cielo ni la tierra sus puertas!
Días de lasitud, desesperanza y tedio;
¡No hay más para la vida que el fúnebre remedio
de la muerte, no hay más! ¡No hay más! No hay más
que caer como un punto negro y vago
en la onda lívida del lago,
para siempre jamás...






jueves, 5 de febrero de 2015

Alexis o la Dianética



                                  
Dolores Labarcena


Cuando Sara descolgó el teléfono y una voz familiar le informó que había descuartizado a su hija y arrojado sus miembros al río (“bracitos y piernas flotando corriente abajo”, dijo), corroboró de inmediato su dictamen. Su marido y padre de la criatura, el escritor y maestro de Cienciología Ron Hubbard, siempre lo dio por hecho, era un loco de atar; estaba segura, sin embargo, que la había secuestrado. Aunque la policía al final consideró el asunto “desavenencias domésticas”, Sara no sólo sostuvo el recurso de hábeas corpus sino que se fue al condado de Los Ángeles donde, a público y subasta, le planteó el divorcio, develando a los medios que su matrimonio era una farsa: Hubbard ya estaba casado.

No me detendré en el escándalo mediático en que se vio envuelto Hubbard, ya entonces suficientemente famoso, ni en la promiscua trayectoria de Sara desde sus tiempos de ocultista en el Templi Orientis bajo el liderazgo de Aleister Crowley, sino en Alexis, la niña. Según el padre, y a ojos de muchos acólitos, Alexis fue el primer “bebé dianético” del mundo, protegido desde el nacimiento contra cualquier disturbio o conflicto. Al contrario de un bebé común, había hablado a los tres meses, a los cuatro gateó y a los once casi hilaba un diálogo con preguntas y respuestas. Por estas dotes que la hacían envidiablemente única y que tanto la emparentaban a él, alegando “lavados de cerebro” por parte de la madre, un celoso y despechado Hubbard la secuestró. 

El camino de huida o salvación pasaba por Chicago, donde se presentó ante un psicólogo a fin de contrarrestar la acusación de su mujer de que era un esquizofrénico de primer orden. El psicólogo le realizó varios exámenes, entre ellos el test de Rorschach, y concluyó que se trataba de una persona creativa, cuyos bandazos nerviosos se explicaban por problemas en el seno familiar. Contento con el resultado efectuó la referida llamada y se dirigió luego a la sede central de la Fundación Dianética, en Elizabeth, New Jersey, donde hizo un alto para proseguir a Florida, pues tenía la intención de escribir su próximo libro y requería de un clima más agradable. Sin embargo, después de algunos días en Tampa y todavía muy tenso por su delicada situación, pensó: por qué no a Cuba.

Claro que no le importaban el calor ni los cocoteros; la elección fue netamente geográfica, Cuba es una isla. ¿A quién se le ocurriría buscarlo allí? Así que al llegar a La Habana en febrero de 1951, junto a su ayudante Mille y la pequeña Alexis, se hospedó en un hotel del Paseo del Prado, no sin antes alquilar una máquina de escribir. Allí permanecieron solo dos noches en las que Hubbard trabajó de corrido, entre el ruido de las tuberías, las vitrolas y el llanto de Alexis, en lo que a la postre sería La ciencia de la supervivencia, obra que terminó semanas más tarde en un cómodo apartamento del Vedado con ayuda de una y otra botella de ron. En cuanto a Alexis, se encargaron un par de niñeras jamaicanas.

Al parecer, poco debió tentarlo la ciudad. Un hombre que lucha contra Xenu, tirano galáctico gobernante de la Confederación Galáctica con sede en la estrella Markab, podía darse el lujo de plantarse un casco, metafóricamente hablando, contra las interferencias externas. De modo que concluyó sus apuntes sobre la “Escala de Tonos”, teoría según la cual el ser humano debía liberarse pasando por diversos niveles, dejando atrás el odio, la ira y las ambiciones hasta llegar al Thetan Operativo, o TO, algo que ni siquiera Buda o Jesucristo  alcanzaron.

Sin embargo, ya en “busca y captura” por el FBI y viendo perseguidores apostados en todas partes, decidió escribirle a Sara comunicándole su paradero. En la carta decía algo así: “Estoy en un hospital militar en Cuba a punto de ser repatriado a los Estados Unidos como científico clasificado inmune a cualquier clase de interferencia”. Había terminado allí supuestamente por una parálisis del lado derecho, que adjudicaba a actos de magia negra por parte de sus enemigos. Añadía que Alexis estaba recibiendo excelentes cuidados y en postdata agregaba: “La Dianética durará 10.000 años”.

Al salir del hospital se presentó en la embajada de su país y alegó que estaba siendo objeto de persecución por los comunistas, quienes querían apropiarse de su manuscrito. El agregado consular, sumamente escéptico, envió de inmediato un telegrama al FBI en Washington pidiendo instrucciones sobre un visitante al que describía, entre otros rasgos, con “ojos bien desorbitados”. La réplica fue escueta pero de algún modo quitaba hierro al asunto: “Que regrese…”.   Y en efecto, eso hizo. Pero valiéndose de sus relaciones con el poderoso magnate Mr. Purcell, aviesamente interesado en la Dianética, quien fletara un avión que lo llevó hasta el aeropuerto de Wichita, donde aterrizó vestido con una guayabera color crema y lo esperaba una multitud de simpatizantes. A poco, escribiría una carta al fiscal general en la que se autotitula “científico del campo de los fenómenos atómicos y moleculares”, y en la cual, aprovechándose del apogeo del macartismo acusa a Sara de infiltrada comunista en la fundación Dianética, así como a su amante Miles Hollister, y a Gregory Hemingway, hijo del escritor. “¿Cuándo, cuándo tendremos una buena redada?”



El divorcio se llevó a término. Sara retiró los cargos de “estrangulaciones y experimentos científicos” e incluso las acusaciones de esquizofrénico, calificándolo ahora de “hombre fino y brillante” y, en cambio, Hubbard le entregó a Alexis. El trato consistía en que si la custodia le pertenecía a la madre, Hubbard la desheredaría de por vida, y así lo hizo.   

Según sus biógrafos (y esto explica, diría cualquier psicólogo, su identificación narcisista con Alexis) ya a los tres años Hubbard domaba caballos, a los cuatro se postulaba “hermano de sangre” de los indios pies negros y a los doce era el Eagle Scout más joven de Estados Unidos. Entre 1925 y 1929 estudió en China, India y el Tíbet, aprendiendo de los más altos maestros, gnósticos y gurús las enseñanzas del jainismo, zoroastrismo, bahaísmo, sijismo y budismo. Habría combatido, además, en la Segunda Guerra Mundial, sufriendo graves lesiones por las que ganó honrosamente la medalla al valor. Pero sin embargo ninguno alude a sus tempranos cambios de humor, ni encaran aquella frase de su juventud: “Me gustaría comenzar una religión. ¡Ahí es donde está el dinero!” Se saltan sus biográficos, igualmente, su homofobia, la que arrastró a Quentin, uno de sus hijos, al suicidio. Tras haberle expresado al padre que deseaba ser bailarín, y que dejaba la Cienciología, Quentin conectó una manguera al tubo de escape de su automóvil.  Pero lo que más llama mi atención al leer su biografía es el “Electrómetro”, un aparato que inventó en 1968 y que según Hubbard podía calcular el sufrimiento al que es sometido un tomate cuando se corta en rebanadas. Actualmente se expone en el Nonseum de Herrnbaumgarten, un pueblito cerca de Viena, donde comparte espacio con la Sub-ametralladora M3 de cañón curvo y el Escarba Nariz mecánico.




miércoles, 4 de febrero de 2015

El día en que murió Lady



Frank O'Hara


Son las 12:20 en Nueva York un viernes
tres días después del día de la Bastilla, sí
es 1959 y voy a que me limpien los zapatos
porque a las 7:15 me apearé del tren de las 4:19
en Easthampton y luego me iré directamente a cenar
y no conozco la gente que me dará de comer

camino por la calle bochornosa que empieza a asolearse
y me tomo una hamburguesa con un batido de malta y compro
un horrible New World Writing para ver lo que los poetas
de Ghana están haciendo hoy en día

sigo hasta el banco y la señorita
Stillwagon (una vez oí que su nombre de pila es Linda)
por primera vez en su vida ni siquiera se fija en mi saldo
y en el Golden Griffin consigo un pequeño Verlaine
para Patsy con dibujos de Bonnard aunque también
pienso en Hesíodo, trad. Richmond Lattimore o
la nueva obra de Brendan Behan o Le Balcon o Les Nègres
de Genet, pero no, me hago con el Verlaine
después de quedarme prácticamente dormido ante el dilema

y sólo por Mike curioseo en la tienda de licores de
Park Lane y pido una botella de Strega y
luego vuelvo por donde vine hasta la Sexta Avenida
y la tabaquería en el teatro Ziegfield y pido
como por casualidad un cartón de Gauloises y un cartón
de Picayunes, y un New York Post con la cara de ella

y para entonces estoy sudando cantidad y me acuerdo
apoyado en la puerta de los lavabos en el 5 Spot
mientras ella susurraba una canción en el teclado
para Mal Waldron y todo el mundo y yo conteníamos el aliento




Traducción de Jorge Ordaz



martes, 3 de febrero de 2015

Para Holly Andersen





Frederick Seidel


¿Qué podría ser más agradable que hablar de personas que agonizan,
Y los doctores realmente empeñándose,
En una tarde de invierno,
En el Carlyle Hotel, en nuestro capullo?
Nosotros también vamos a agonizar un día de estos.

La doctora Holly Andersen toma un cosmopolitan de vodka,
Y toma otro, y se convierte verdaderamente en napolitana,
La luna gorjea una canción sobre el sol,
Sentada en un sofá en el Carlyle,
Permanece elegantemente viva, por el momento.

Su espirituosa gracia
Causa, la verdad, cierta angustia.
Hace que mi urbanidad se desvista.
Presento síntomas que expresan
Una subyacente felicidad ante la hermosa vaciedad.

Perdió un paciente muy enfermo especialmente importante para ella.
El hombre murió en la mesa. No era cuestión de sentir alguna culpa o duda.
Algo sobre un doctor que puede curar, o al menos lo puede intentar,
Pero también puede llorar,
Es una suerte de último arrorró, y descansa.




Versión de Jorge Aulicino