lunes, 10 de noviembre de 2014

El viaje de invierno




Georges Perec


En la última semana de agosto de 1939, mientras los rumores de guerra invadían París, un joven profesor de Letras, Vincent Degraël, fue invitado a pasar unos días en una casa de campo de los alrededores de Le Havre que pertenecía a los padres de un colega suyo, Denis Borrade. La víspera del día de regreso, explorando la biblioteca de sus anfitriones en busca de uno de esos libros que se ha prometido siempre leer, pero que por lo general apenas se tiene tiempo de hojearlos negligentemente junto a la chimenea antes de echar la cuarta partida de bridge, Degraël cayó sobre un delgado volumen titulado El viaje de invierno, cuyo autor, Hugo Vernier, le era absolutamente desconocido, pero cuyas primeras páginas le produjeron una impresión tan fuerte que le faltó tiempo para pedir disculpas a su amigo y a los padres de éste antes de subir a leerlo a su habitación.
El viaje de invierno era una especie de relato escrito en primera persona, y situado en una región medio imaginaria cuyos cielos pesados, bosques umbríos, suaves colinas y canales cortados por esclusas verdinadas evocaban con una insistencia insidiosa paisajes de Flandes o de las Ardenas. El libro estaba dividido en dos partes. La primera, la más corta, describía sibilinamente un viaje de cariz iniciático, cada una de cuyas etapas parecía estar marcada por un fracaso, al término del cual el héroe anónimo, un hombre de quien todo hacía suponer que fuera joven, llegaba a las orillas de un lago sumergido en una bruma espesa; un barquero lo aguardaba allí para conducirlo hasta un islote escarpado, en medio del que se elevaba un caserón alto y sombrío; apenas el joven había puesto el pie sobre el estrecho pontón que constituía el único acceso a la isla, hacía su aparición una extraña pareja: un viejo y una vieja, ambos envueltos en largas capas negras; parecían surgir de la niebla, se colocaban a cada lado de él, lo asían por los codos, y lo estrechaban lo más posible contra sus flancos; casi soldados los unos a los otros, ascendían por un sendero que se desmoronaba, penetraban en la casona, trepaban por una escalera de madera y llegaban hasta una habitación. Allí, tan inexplicablemente como habían aparecido, los viejos desaparecían, dejando al joven solo y en mitad de la estancia. Ésta estaba someramente amueblada: una cama cubierta por una cretona de flores, una mesa y una silla. Un fuego flameaba en la chimenea. Encima de la mesa habían dispuesto una comida: sopa de habas y carne de lomo. Por la alta ventana de la habitación, el joven miraba cómo la luna llena emergía de entre las nubes; luego él se sentaba a la mesa y empezaba a comer. Y con esa cena solitaria acababa la primera parte.
La segunda parte constituía ella sola casi los cuatro quintos del libro y enseguida fue evidente que el corto relato que la precedía tan sólo era su pretexto anecdótico. Se trataba de una larga confesión de un lirismo exacerbado, entremezclada con poemas, máximas enigmáticas y encantamientos blasfemos, Al poco de haber empezado la lectura, Vincent Degraël experimentó una sensación de inquietud que le fue imposible definir de modo concreto, pero que se acentuó a medida que pasaba las páginas del volumen con una mano cada vez más temblorosa: era como si las frases que tenía ante sus ojos se volviesen súbitamente familiares e irresistiblemente le recordasen a algo; como si después de la lectura de cada una de esas frases se impusiera, o mejor dicho se superpusiera, el recuerdo, preciso y vago a la vez, de una frase casi idéntica y que él hubiese leído ya en otra ocasión; como si aquellas palabras, más tiernas que una caricia o más pérfidas que el veneno, aquellas palabras sucesivamente claras o herméticas, obscenas o cálidas, deslumbrantes, laberínticas, que oscilaban sin cesar como la aguja alocada de una brújula entre una violencia alucinada y una serenidad fabulosa, esbozasen la configuración confusa en la que se creyese encontrar un barullo de Germain Nouveau y Trintan Corbière, de Villiers y Banville, de Rimbaud y Verhaeren, de Charles Cros y Léon Bloy.
Vincent Degraël, cuyo campo de preocupaciones abarcaba precisamente a esos autores -desde hacía varios años preparaba una tesis sobre "la evolución de la poesía francesa de los Parnasianos a los Simbolistas"-, creyó en un primer momento que había podido, efectivamente, leer ya ese libro de manera casual en una de sus muchas investigaciones, pero luego, más verosímilmente, se sintió víctima de una ilusión de lo conocido en la que, como cuando el simple sabor de un sorbo de té le traslada a uno de golpe a Inglaterra treinta años atrás, había bastado una pequeñez, un sonido, un olor, un gesto -quizás ese breve titubeo que había sentido antes de sacar el libro de la balda en que estaba clasificado entre Verhaeren y Vielé-Griffin, o bien el modo tan ávido con que había hojeado las primeras páginas- para que el recuerdo falaz de una lectura anterior viniera en sobreimpresión a perturbar, hasta hacerla imposible, la lectura que estaba haciendo justo en ese instante. Pero muy pronto la duda desapareció y Degraël hubo de rendirse a la evidencia: tal vez su memoria le jugaba una mala pasada, tal vez no fuese más que algo azaroso el que Vernier pareciera tomar prestado a Catulle Mendés su frase "chacal solitario que frecuenta sepulcros de piedra", tal vez habría que tener en cuenta los encuentros fortuitos, las influencias ostentosas, los homenajes voluntarios, las copias inconscientes, la voluntad de pastiche, el gusto por las citas, las coincidencias felices, tal vez habría que considerar que expresiones tales como "la fugacidad del tiempo", "nieblas del invierno", "oscuro horizonte", "grutas profundas", "vaporosas fuentes", "luces inciertas de salvajes malezas", pertenecían a todos los poetas, y que, por consecuente, era tan normal toparse con ellas en un parágrafo de Hugo Vernier como en las estrofas de Jean Moréas, pero en cambio era del todo imposible no reconocer, palabras por palabra o casi, al azar de la lectura, un fragmento de Rimbaud por aquí ("Veía con claridad una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores hecha por ángeles") o de Mallarmé ("invierno lúcido, estación del arte sereno"), o por allá uno de Lautréamont ("Miré en un espejo esta boca homicida por mi propia voluntad") o de Gustave Kahn ("Deja expirar la canción... mi corazón llora / Un humo negro se arrastra en torno a claridades. Solemne/El silencio ha subido lentamente, amedrenta/A los ruidos familiares del vacío personal") o, apenas modificado, de Verlaine ("en el interminable hastío de la llanura, la nieve lucía como arena. El cielo era de color cobrizo. El tren se deslizaba sin un murmullo..."), etc.
Eran las cuatro de la madrugada cuando Degraël acabó la lectura de El viaje de invierno. Había señalado una treintena de préstamos. Desde luego, había muchos más. El libro de Hugo Vernier parecía ser una prodigiosa compilación de los poetas de finales del siglo XIX, un centón desmesurado, un mosaico en el que se podía decir que cada pieza era la obra de algún otro. Pero en el momento en que se esforzaba en imaginar a ese autor ignoto que había querido extraer de los libros de los demás la materia de su propio texto, en el momento en que trataba de representarse hasta sus últimas consecuencias ese proyecto insensato y admirable, Degraël sintió que en su interior nacía una sospecha enloquecedora: acababa de recordar que al coger el libro de su estante, había anotado maquinalmente la fecha, movido por ese reflejo de joven investigador que no consulta nunca una obra sin apuntar los datos bibliográficos. Tal vez se hubiera equivocado, pero estaba seguro de haber creído leer: 1864. Lo verificó, con el corazón palpitando. Había leído bien: ¡eso quería decir que Vernier había "citado" un verso de Mallarmé con dos años de antelación, plagiado a Verlaine diez años antes de sus "Arias olvidadas", escrito lo mismo que Gustave Kahn cerca de un cuarto de siglo antes que él! Eso quería decir que Lautréamont, Germain Nouveau, Rimbaud, Corbière y bastantes más eran simple y llanamente los copistas de un poeta genial e ignorado que, en una obra única, había sabido reunir la sustancia toda de la que iban a nutrirse después de él tres o cuatro generaciones de autores.
A menos, claro, que la fecha de impresión que figuraba en la obra estuviese equivocada. Pero Degraël rechazaba afrontar esta hipótesis: su descubrimiento era demasiado bello, demasiado evidente, demasiado necesario para no ser cierto, y ya se imaginaba las consecuencias vertiginosas que iba a provocar: el escándalo prodigioso que iba a entrañar la revelación pública de esa "antología premonitoria", la amplitud de sus efectos, el enorme replanteamiento de todo lo que los críticos y los historiadores de la literatura habían enseñado imperturbablemente por los años de los años. Y su impaciencia era tal que, renunciando definitivamente al sueño, se precipitó a la biblioteca para tratar de conocer un poco más acerca de ese Vernier y de su obra.
No encontró nada. Los diversos diccionarios y repertorios presentes en la biblioteca de los Borrade ignoraban la existencia de Hugo Vernier. Ni los Borrade padres ni Denis pudieron informarle de nada más: el libro había sido comprado con ocasión de una subasta en Honfleur, y de eso hacía diez años; lo habían hojeado sin prestarle ninguna atención.
Durante todo el día, con la ayuda de Denis, Degraël procedió a un examen sistemático de la obra, yendo a buscar en decenas de antologías y de colecciones los fragmentos que surgían por doquier: llegaron a hallar unos trescientos cincuenta, repartidos entre casi treinta autores: tanto los más célebres como los más oscuros poetas de fin de siglo, y en ocasiones incluso algunos prosistas (Léon Bloy, Ernest Hello), parecían haber hecho de El viaje de invierno la biblia de donde habían sacado lo mejor de sí mismos: Banville, Richepin, Huysmans, Charles Cros, Léon Valade se codeaban con Mallarmé y con Verlaine, y también con otros en el presente caídos en el olvido, que se llamaban Charles de Pomairoles, Hippolyte Vaillant, Maurice Rollinat (el ahijado de George Sand), Laprade, Albert Mérat, Charles Morice o Antony Valabrègue.
Degraël apuntó cuidadosamente en un carné la lista de los autores y la referencia de sus préstamos literarios, y regresó a París, decidido en firme a proseguir desde el día siguiente sus investigaciones en la Biblioteca Nacional. Pero los acontecimientos no se lo permitieron. En París le esperaba su hoja de ruta militar. Movilizado en Compiègne, se encontró, sin haber tenido en verdad tiempo de comprender por qué, en San Juan de Luz, pasó a España y desde allí a Inglaterra, de donde volvió a Francia al acabar 1945. Durante toda la guerra, había llevado consigo su carné de notas y milagrosamente había logrado no perderlo nunca. Sus investigaciones, como era lógico suponer, no habían avanzado mucho, pero no obstante había hecho un descubrimiento para él capital: en el British Museum había podido consultar el Catálogo general de la librería francesa y la Bibliografía de Francia, y pudo confirmar su formidable hipótesis: El viaje de invierno, de Vernier (Hugo), había sido editado sin ninguna duda en 1864, en Valenciennes, por Hervé Frères, Impresores-Libreros, y, sometido al depósito legal como todas la obras publicadas en Francia, se ingresó en la Biblioteca Nacional, en donde le atribuyeron la signatura Z-87912.
Nombrado profesor en Beauvais, Vincent Degraël consagró desde entonces todos sus ratos libres a El viaje de invierno.
Investigaciones exhaustivas en los diarios íntimos y en las correspondencias epistolares de la mayoría de los poetas de finales del siglo XIX, le persuadieron rápidamente de que Hugo Vernier, en su tiempo, había conocido la celebridad que merecía: anotaciones como "he recibido hoy una carta de Hugo", o "he escrito una larga carta a Hugo", "leído a V.H. toda la noche", o la célebre "Hugo, sólo Hugo" de Valentin Havercamp, no se referían en absoluto a "Victor" Hugo, sino a ese poeta maldito cuya obra breve había prendido, al parecer, en todos aquellos que la habían tenido entre sus manos. Contradicciones clamorosas que ni la crítica ni la historia literaria habían podido explicar nunca hallaban así su única solución lógica, y por eso, evidentemente, pensando en Hugo Vernier y en lo que le debían a su Viaje de invierno, Rimbaud había escrito "Yo es otro" y Lautréamont "La poesía debe ser hecha por todos y no por uno".
Pero cuanto más ponía de relieve el lugar preponderante que Hugo Vernier debía ocupar por derecha en la historia literaria de la Francia del último siglo, menos estaba en condiciones de aportar pruebas tangibles: en realidad, no pudo nunca más volver a tocar con sus manos ningún ejemplar de El viaje de invierno. Aquel que había consultado fue destruido -al mismo tiempo que la villa entera- cuando los bombardeos de Le Havre; el ejemplar depositado en la Biblioteca Nacional no estaba en su puesto cuando él lo pidió y sólo al cabo de largas gestiones consiguió saber que ese libro había sido enviado en 1926 a un encuadernador que nunca lo había llegado a recibir. Todas las pesquisas que mandó hacer a decenas y centenas de bibliotecarios, de archiveros y de libreros se revelaron inútiles, y Degraël se convenció entonces de que los quinientos ejemplares de la edición fueron destruidos adrede por aquellos mismos que se inspiraron tan directamente en ellos.
Sobre la vida de Hugo Vernier, Vincent Degraël no averiguó nada o casi nada. Por una apostilla inesperada, descubierta en una oscura Biografía de hombres notables del Norte de Francia y de Bélgica (Verviers, 1882) supo que había nacido en Vimy (Pas-de-Calais) el 3 de septiembre de 1836. Pero las actas de estado civil de la municipalidad de Vimy habían ardido en 1916, a la vez que sus copias remitidas a la prefectura de Arras. Ninguna acta de defunción se levantó jamás, por lo visto.
Durante cerca de treinta años, Vincent Degraël se esforzó en vano por reunir pruebas de la existencia de ese poeta y de su obra. Cuando él murió, en el hospital psiquiátrico de Verrières, algunos de sus antiguos alumnos se propusieron clasificar el inmenso montón de documentos y manuscritos que dejaba: entre ellos figuraba un grueso libro de registro encuadernado en tela negra y en cuya etiqueta, cuidadosamente caligrafiado, se leía: El viaje de invierno: las ocho primeras páginas describían la historia de esas estériles investigaciones; las trescientas noventa y dos restantes estaban en blanco.




Traducción de Adolfo García Ortega


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