domingo, 12 de octubre de 2014

EL discípulo




Carlos Montenegro


No fue el «San Martín» el barco de mi iniciación; tenía escasamente trece años de edad cuando por vez primera consté en un rol marítimo.
De esto no tuvo la culpa ni María Luisa, mi novia, ni el Sandokan de Salgari; claro está que influyeron, influyeron...Pero, si a influencias vamos, yo debía ser un santo, pues mucho me agradaban las Vidas de éstos, cuando en el colegio, a la hora del almuerzo, nos las leía aquel hermano de San Vicente de Paúl, huesudo y alto, que tan buena pronunciación tenía. Y no fue así, ya que a los ocho meses me expulsaron del colegio en el que cumplí los doce años y en el cual me había internado para corregirme.
Salvé la tempestad de azotes de la llegada a casa con unas cuantas lágrimas vertidas con muy buena voluntad, y como se daba el caso de que, adoleciendo por mi carácter tímido de una castidad falsa, era, sin embargo, sensual por naturaleza, me hice novio de María Luisa, la hermana de mi amigo Enrique; una muchacha gordita y de ojos negros a quien le gustaban de una manera desesperante las esencias, las cuentas de azabache y los pasteles.
Como el peso que todos los domingos me daba mi tío Evaro no me alcanzaba para comprar, además de mis libros de aventuras, lo que ella me pedía, logré que el tío me colocara en una oficina donde el jefe, a quien llamábamos Erizo, me hacía gracia de dos pesos y veinte sermones semanales.
Por aquel entonces leí Sandokan, la historia del famoso pirata, y me entraron unos deseos muy  grandes de hacerme hombre a su semejanza. Le puse a mi novia, como a la heroína del cuento, Perla del Labuán, y le prometí un collar y un brazalete que le llevé al día siguiente, a pesar de que me costaron diez pesos.
Pero he aquí que, naturalmente, no le agradó a Erizo que le hiciese regalos a mi novia con el dinero que era suyo, y me expulsó a su vez.
Aquel día hubo azotes, mi tío cesó de darme el consabido peso, y lleno de viril indignación que había aprendido de Sandokan, vi que María Luisa me abandonaba, pretextando, ¡a los doce años!, que se quería meter a monja.
—Yo te conquistaré —le dije— ¡Ya verás!
Meses después me embarcaba de camarero en un barco de cabotaje.
Los hombres son unos incomprensivos. ¡Con qué desfachatez me pedían un vaso de agua, a mí, que tenía el alma de hombre tremendo!
La palabra que más me ofendía era la de «mozo», y sobre todo cuando era dicha por algún muchacho de las familias que iban a bordo. Poco a poco fui comprendiendo la verdad; no obstante, cada ola me traía un ensueño, y por las noches, tendido boca arriba en las escotillas de proa, a donde llegaban las salpicaduras del agua, me imaginaba los muros del convento que escalaba, con un kriss malayo entre los dientes, las pistolas en el fajín de seda, y unas botas altas que me llegaban a los muslos:
—¿No te dije que te conquistaría? Aquí estoy, ¡vamos!
La imaginación, que me torturaba con jugarretas, me la presentaba como a sor Angélica, la monja maestra de mi hermana, a la cual vi un día sin cofia, toda rapada.
Rechazaba, casi materialmente, la visión escandalosa, y tornaba a comenzar otro episodio que siempre iba a parar a lo mismo o en algo peor: cuando no el pelo eran las cejas y pestañas lo que se había depilado.
De aquel amor me curaron otros amores más pecani-mosos y reales; no hay pasión más lasciva que la de las mujeres maduras por el niño cuando empieza a ser hombre: ¡resulta uno el poseído! De alguna sé que aún mareadas y todo, ¡daban unos besos!
Sin curarme —pues la cabra tira al monte—, comencé a ser más reflexivo; comprendí la inutilidad de mis viajes; pero, cuando quise abandonar el barco, no pude: la mar enamora también. Sólo se me ocurrió dejar aquel barco por otro donde no viajasen comisionistas, muchachos malcriados y también, ¿por qué no?, aquellas señoras gordas que me besaban, más que en los labios, en los dientes, de tanto apretar.
Después de algunas dificultades logré embarcarme en el «San Martín», un vaporcito de poco tonelaje y máquina cansina que remolcaba a puertos extranjeros lanchones de miel.
La nostalgia del primer barco se me curó pronto por la novedad del segundo; pero el Sandokan portentoso se me esfumó, y María Luisa había —para mí— hecho sus votos.
Me iba quedando solo; los ensueños se me hacían más espaciosos e imprecisos; y las cartas que aún, de cuando en cuando, recibía, eran abominablemente huecas; además, en el nuevo barco no dejaba de ser lo que era: un camarero. Busque a mi alrededor y me llamó la atención Juan, un muchacho robusto, valenciano de ojos vivos y malignos, conducta sórdida, perverso y mal querido por el resto de la tripulación. Había sus motivos para esta malquerencia: igual ponía una hoja de acero en las ropas de un timonel para que la aguja imantada se alocase, que a hurtadillas echaba a pelear al cocinero con el resto de la tripulación, vertiendo en los calderos del rancho triple cantidad de sal que la necesaria. Hacía el mal por gusto. En la Marina inglesa o alemana se hubiera ganado algunas barras y una que otra bolina; allí, en el barquito aquel de costumbres caseras, se le requería, se le amenazaba con la expulsión, y se utilizaban sus servicios de marinero activo y experto.
Yo, pese a sus maldades —tal vez por ellas mismas—, lo preferí a la otra gente porque era marinero de verdad, ¡marinero de buque de vela, de bergantín! No sabía leer, y sin embargo cuarteaba la brújula como un oficial; odiaba a sus compañeros y era contrabandista —mínimo defecto—; y por otro lado, se había encariñado con el barco y conmigo.
Los otros eran más bien hombres de muelle, de cabaret; cuando tenían cien pesos se desenrolaban. En los brazos, en vez de anclas o sirenas, se pintaban mujeres en cueros, con medias y ligas puestas; mujeres con senos enormes que nunca enseñaban las manos porque éstas son muy difíciles de tatuar. Eran tal vez unos buenos obreros, de rato en rato bolcheviques, enemigos de la propiedad y, como consecuencia, degenerados, amigos de lo ajeno.
Como a Juan le agradaba mucho que le leyese, le propuse un día enseñarlo a leer y a escribir. Aprendió en tres meses.
Las clases eran tumultuosas y originales:
—¡Por Dios, chico, no seas bruto! ¿Vamos a tener que empezar de nuevo? «Vira de bordo» no se escribe así: vira es con ve de vaca, y bordo con be de burro.
—Ahí está, ¡eso es lo que a mí me revienta! ¡A ver! ¿Por qué han inventado esas dos letras si suenan lo mismo?
A mí, que tampoco lo sabía, me entraban deseos de responderle: «porque les dio la gana», pero me contenía a tiempo en atención a mi fuerza moral; y ante aquel atolladero didáctico exclamaba buscando la palabra:
—Pues..., por euferismo.
—¿Cómo? ¿Qué es eso?
Ya puesto en el disparadero, no me quedaba más recurso que continuar.
—¿Tú no sabes que cada palabra tiene su sicología?
—¡Hombre, hasta ahí no he llegado!
—Pues bien, cada palabra tiene su sicología y cada letra, como es natural, ¿no?
—Claro...
—...su euferismo especial; por eso vira se escribe con ve de vaca y bordo con be de burro, como buque, babor, etcétera.
—¿Y revolucionario?
—Con ve de vaca.
—¿Y soviet?
—También con la misma.
—¡Aaah, espera! ¿Todo eso de revolución se escribe con ve de vaca?
—Sí, casi todo...
—¡Ya ves lo que son las cosas! Matías dice que soy un animal y ha puesto con pintura colorada, encima de su litera:
«Yo soy un rebelde», y lo ha puesto con be larga.
—Está bien —decía yo honradamente—; así se escribe.
—¡Eh! ¿Y por qué? —replicaba, mirándome con sus ojos de una perspicacia terrible.
—¡Cómo por qué! Por el euferismo, chico, por el euferismo.
—¿Sabes tú que eso es más difícil de la cuenta?
—Seguro. ¡Y después a ti se te ocurre meterte en cada hondura! Pero no, poco a poco le irás cogiendo el golpe, ya verás.
Daban las tres, y Juan, que tenía que ir a relevar al timonel, me dejaba solo.
Le había tomado cariño a aquel muchacho que era odiado por todos y a todos odiaba. A veces, entre lección y lección, hablábamos mal de los otros. ¡Ah, el pobre don Julián! Un piloto tremendo que se desesperaba por la poca marcha de su barco. ¡Cómo nos burlábamos de él!
Este no utilizaba mis servicios, cosa extraña siendo el capitán. Se hacía la cama y arreglaba personalmente su camarote. Como era alto y extremadamente flaco, le pusimos un día por apodo el nombre de un faro: Maternillos. Siempre le conocí el mismo uniforme, pero al llegar a puerto se vestía con traje de paisano que le resultaba muy corto, y un sombrero de paja, amarillo de puro viejo, que desenvolvía de entre un montón de papeles y que se ponía después muy derechito. Saltaba a tierra y regresaba a la media hora trayendo tabaco
y varios periódicos que le servían, alternados con la Biblia, de lectura durante el viaje. Tenía los ojos azules y bondadosos; las manos finas y blancas, serenas en el ademán. A la hora de tomar la altura, cosa que no confiaba a sus oficiales, lo hacía pausadamente, suspendiendo el sextante con el gesto patético de un cura de aldea en el instante de alzar el cáliz. Hacía versos y cartas muy largas que enviaba, con doble franqueo, a un desconocido y, probablemente, romántico destino.
Un día me llamó.
—Joven —me dijo—, he recibido carta de su familia y de los consignatarios de la empresa, en las cuales se le recomienda a usted. Haciéndome cargo de la situación, les he contestado. Desde hoy ponga un cubierto para usted en nuestra mesa. Puede retirarse.
—Señor...
—¿Decía...?
—¿Quién servirá?
—Que haga cada uno su servicio; ponga todas las fuentes en la mesa.
Me retiré medio turbado y le conté el caso a Juan.
—Pero tú no vas a aceptar, ¿verdad? —me dijo, lleno de envidia o de buen sentido.
—Hombre, yo creo que no me queda más remedio.
—¡Que no te queda más remedio! Es bobería, eres como los otros.
—Pero, chico, ¿qué quieres que haga?
—Nada, nada; eres como todos, como los demás.
El bolcheviquismo del castillo de proa también me lo criticó.
Pero no obstante —y harto disgustado porque aquello resultaba un tanto ridículo—, me senté al cabo de la mesa en la cual tenía que poner primero las fuentes.
Al fin todo cambió. Después de una ausencia de tres días, regresó don Julián casado. ¡Una mujer preciosa! Josefina. Tenía el pelo, las manos, el cuerpo, como esas mujeres que nos gustan siempre. ¡Divina!
Como el nuevo estado de nuestro capitán requería más etiqueta, tuve que abandonar —a petición— el alto honor que se me había concedido.
La algarabía del castillo de proa fue tremenda.
—¿No te lo decíamos? Al César lo que es del César— decía Juan, ya medianamente ilustrado—; desde que comías con los oficiales ya ni me enseñabas.
Mi fondo sandokanesco surgió de nuevo. En venganza de mi derrota, comencé a desnudar con la vista a aquella mujer que la había causado, y a no ser tan preciosa, me hubiera desenrolado por segunda vez.
A la semana, ella, que era mujer y sensual, me adivinó y valoró a su esposo. ¡Pobre don Julián! Hizo mal matrimonio. Al mes Josefina ya se mareaba, tenía que llevarle refrescos a la cama, y un día:
—¿Tú no tienes novia? —me preguntó.
—La tuve, pero se metió a monja —respondí algo asustado por aquella oportunidad que parecía ofrecerme.
—¡Pobrecita! ¿Y por qué?
—Nada, por darme dolores de cabeza.
—¡Ay, qué gracioso ¿Y tú?
—¿Yo? Me hice marinero.
—Lo que no debes sentir mucho, ¿verdad?
—Hombre, como sentirlo, no lo siento; pero alegrarme, tampoco me alegro.
—¡Caramba, qué poco cortés eres!
—¿Por qué dice usted eso?
—¡Cómo por qué! No siendo marinero no me conocerías a mí. ¿No te paga esa amistad todos los trabajos que has pasado?
Me puso un poco nervioso.
—Por eso digo que no lo siento del todo. Pero, de todos modos, quisiera haberla conocido en tierra.
—Hubiéramos sido novios, ¿no?
—¿Y don Julián?
Hizo un gesto de aburrimiento.
—Don Julián..., don Julián. Mira, ¿quieres darme un beso? Ven, siéntate aquí, a mi lado.
—Pero, ¿y si viene él?
—Te prohíbo que me lo nombres más. Déjalo quieto. Ven, siéntate a mi lado. Y nos amamos. Nos amamos al compás de los cigüeñales de la máquina del buque, turbulenta y cansina. Nos amamos; y como quiera que Juan me debía una reparación, supo mi secreto.
—¿Pero es cierto lo que me dices?
—¿Cierto? Ya que no en la mesa, por lo menos en la cama tengo un puesto honroso.
Juan quedó pensativo, y puso la cara tan fea, que inmediatamente me arrepentí de mi cínica confidencia.
—Bueno, chico —dijo marchándose—, al que San Juan se la dio... Ya sabes el resto.
Al pasar por encima de los cables del remolque, que estaban arrollados a popa, se manchó los pies descalzos, y al irse dejó en el pentagrama que el calafateado sugería en la cubierta primorosamente blanca, las notas negras de los dedos, arbitrariamente incompletas, dignos de ser plagiadas por un compositor loco.
A la semana don Julián nos sorprendió en pleno beso. Fue terrible. La palabra es insuficiente.
Don Julián entró extraño, y levantando poco a poco la diestra armada de un revólver, nos apuntó. Sin decirnos una palabra nos apuntó; nos apuntó serenamente, con los ojos azules, trágicamente dulces, clavados en ella, mientras a mí me encañonaba, me encañonaba sin mirarme. Después, como para reafirmar la puntería, encogió algo el brazo, y de súbito, mordiendo el cañón del arma, se la disparó en la boca.
Mientras caía pesadamente, ella tuvo un suspiro hondo y yo me acordé de Sandokan. Después que lo echaron al agua, el primer oficial le entregó a Josefina un papel todo arrugado y sin firma que decía:
«Capitán: su señora lo está engañando con el camarero, bijílelos. Perdoneme el euferismo de la letra pues no estoy muy practico en eso de la sicolojia.»



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