domingo, 28 de septiembre de 2014

El poeta y el mundo




Wislawa Szymborska


Parece ser que en un discurso lo más difícil es la primera frase. Así que ya la he dejado atrás… Pero presiento que también las que siguen serán difíciles, la tercera, la sexta, la décima, así hasta la última, porque tengo que hablar de poesía. Pocas veces hablo sobre este tema, casi nunca. Y siempre me acompaña el convencimiento de que no lo hago muy bien. Por eso no me extenderé mucho. Toda imperfección es más llevadera si se recibe en pequeñas dosis.
El poeta de hoy es escéptico e incluso desconfiado –y puede ser que lo sea sobre todo– ante sí mismo. Con disgusto manifiesta públicamente que es poeta, como si se avergonzara un poco. Pero en nuestra ruidosa época resulta más fácil reconocer los propios defectos (basta con que causen impresión) que no las virtudes, porque están escondidas a mayor profundidad y no acabamos de creer en ellas…
En diferentes encuestas o en conversaciones casuales, cuando el poeta tiene necesariamente que precisar su ocupación, se define de forma general como “literato”, o da el nombre de la profesión a la que se dedica por añadidura. La información de que tienen que vérselas con un poeta es recibida por funcionarios o por otros pasajeros del mismo autobús con cierta incredulidad e inquietud. Supongo que también el filósofo despierta parecida turbación. Este último está sin embargo en mejor situación porque, normalmente, tiene la posibilidad de adornar su profesión con algún título. Doctor en filosofía, eso sí que suena mucho más serio.
Además, no existen doctores en poesía. Eso significaría que es una ocupación que exige estudios especializados, exámenes aprobados con regularidad, disertaciones teóricas enriquecidas con bibliografía y notas y, por fin, la obtención solemne de diplomas. Esto, por su parte, significaría que para ser poeta no bastarían hojas de papel escritas, aunque fuera con los mejores versos; que sería imprescindible, y eso ante todo, un papelito sellado. Recordemos que en relación a esto deportaron al orgullo de la poesía rusa, más tarde Premio Nobel, Joseph Brodsky. Lo declararon “parásito” porque no tenía la certificación oficial de que le era permitido ser poeta...
Hace unos años tuve el honor y la alegría de conocerle personalmente. Advertí que sólo a él, entre los que conozco, le gustaba llamarse a sí mismo “poeta”, que articulaba esta palabra sin frenos internos, incluso con cierta provocativa soltura. Pienso que era resultado del recuerdo de las brutales humillaciones que había sufrido en su juventud. En países más felices, en los que la dignidad humana no se puede pisotear tan fácilmente, los poetas anhelan ser publicados, leídos y comprendidos, pero no hacen nada o casi nada para destacar de entre los demás en la vida cotidiana. No hace tanto, en las primeras décadas de nuestro siglo, a los poetas les gustaba llamar la atención con ropas rebuscadas y con un compor­miento excéntrico. Esto, sin embargo, era siempre un espectáculo de cara al pú­blico. Llegaba el momento en que el poeta cerraba tras de sí la puerta, se quitaba de encima todas las capas, bisutería y otros accesorios poéticos, y se quedaba en silencio, en espera de sí mismo, ante una hoja de papel en blanco. Porque es esto lo que en verdad cuenta.
Es significativo. Constantemente se produce un gran número de películas biográ­ficas sobre grandes científicos o sobre grandes artistas. La tarea de los ambiciosos directores de cine es presentar de una manera creíble el proceso creativo, proce­so que conduce finalmente a grandes descubrimientos científicos o a la realiza­ción de famosísimas obras de arte. Con más o menos éxito muestran el trabajo de ciertos sabios: laboratorios, todo tipo de aparatos, mecanismos puestos en mar­cha que son capaces de mantener durante cierto tiempo la atención del público. Además, los momentos de expectación en espera de si un experimento, repetido por enésima vez con sólo una pequeñísima variación, sale o no sale, resultan muy dramáticos. Las películas sobre pintores, en las que se puede reproducir cada fase del movimiento de la pintura, desde el primer trazo hasta la última pincelada, sí que pueden ser espectaculares. Las películas sobre compositores están llenas de música, desde los primeros compases que el artista oye en su interior hasta la for­ma madura de la obra en la que cada instrumento tiene ya adjudicada su parte. Todo esto sigue siendo ingenuo y no nos dice nada sobre ese estado de ánimo llamado comúnmente inspiración, pero al menos hay algo que mirar y oír.
Lo malo son los poetas. Su labor es de una lamentable falta de fotogeneidad. Uno está sentado a la mesa o tendido en un sofá, con la vista clavada en la pared o en el techo, de vez en cuando escribe siete versos, uno de los cuales tacha al cabo de un cuarto de hora, y pasa una hora más en la que no ocurre nada… ¿Qué espectador aguantaría semejante cosa?
Yo también, al ser a veces interrogada sobre la inspiración, mantengo una pru­dente distancia respecto a lo esencial. Pero digo lo siguiente: la inspiración no es un privilegio exclusivo de los poetas o de los artistas en general. Hay, ha habido y seguirá habiendo un cierto grupo de personas a las que toca la inspiración. Son todos aquellos que conscientemente eligen su trabajo y lo realizan con amor e imaginación. Se encuentra médicos así, y pedagogos, y jardineros, y otros en cien profesiones más. Su trabajo puede ser una aventura sin fin siempre y cuando sean capaces de percibir nuevos desafíos. A pesar de dificultades y fracasos su curio­sidad no se enfría. De cada duda resuelta sale volando un enjambre de nuevas preguntas. La inspiración, sea lo que sea, nace de un constante “no sé”.
Personas como ésas no hay muchas. La mayoría de los habitantes de esta tierra trabaja para ganarse la vida, trabaja porque tiene que trabajar. No son ellos mis­mos quienes con pasión eligen su trabajo, son las circunstancias de la vida las que eligen por ellos. El trabajo que no gusta, el que aburre, valorado sólo porque, incluso siendo desagradable y aburrido, no es accesible para todos, es uno de los peores infortunios humanos. Y no parece que los siglos que vienen vayan a traer algún cambio feliz.
Así me permito decir que, si bien les quito a los poetas el monopolio de la inspi­ración, los incluyo, de todos modos, en el pequeño grupo de los favorecidos por el destino.
En este punto, sin embargo, pueden despertarse dudas en el oyente. A los más diversos verdugos, dictadores, fanáticos, demagogos, que luchan por el poder con ayuda de unas pocas consignas, pero repetida a gritos, también les gusta su trabajo y también lo realizan con ingenio. Claro que sí, pero ellos “saben”. Saben, y lo que saben les basta de una vez para siempre. No se interesan en nada más, porque eso podría debilitar la fuerza de sus argumentos. Y cualquier saber que no provoca nuevas preguntas se convierte muy pronto en algo muerto, pierde la temperatura que propicia la vida. Los casos más extremos, los que se conocen bien tanto por la historia antigua como por la moderna, son capaces de ser letales para las sociedades.
Por eso tengo en tan alta estima dos pequeñas palabras: “no sé”. Pequeñas pero con potentes alas. Que nos ensanchan los horizontes hacia territorios que se si­túan dentro de nosotros mismos y hacia extensiones en las que cuelga nuestra menguada tierra. Si Isaac Newton no se hubiera dicho “no sé”, las manzanas del jardín hubieran podido caer ante sus ojos como granizo y él, en el mejor de los casos, se habría inclinado a recogerlas para comérselas con apetito.
Si mi compatriota Maria Sklodowska-Curie no se hubiese dicho “no sé”, probable­mente se hubiera convertido en profesora de química en un pensionado de seño­ritas de buena familia y en este trabajo, por otra parte respetable, habría transcu­rrido su vida. Pero ella se dijo “no sé”, y fueron exactamente estas dos palabras las que la condujeron, y no una sino dos veces, a Estocolmo, donde se galardona con el Premio Nobel a las personas de espíritu inquieto en constante búsqueda.



Discurso de recepción del Premio Nobel. Estocolmo, 1996.

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